Vivimos tiempos marcados por crecientes brechas y disparidades. Si bien en los últimos años se registra en mayor o menor medida una preocupación por reducir la extrema pobreza, poco o nada se ha hecho para moderar la concentración de la extrema riqueza, que con la pandemia se ha acentuado aún más. Esta realidad está vinculada a la expansión, en las últimas décadas, del capital financiero y de los monopolios transnacionales en casi todos los sectores de la economía, ante la ausencia de regulación alguna que los controle.

La ola de protestas en la región es, en los últimos años, expresión de esta realidad internacional, que mantiene a nuestros países en una situación de dependencia, presionados a adoptar medidas de ajuste y abandonar cualquier esbozo de políticas soberanas. Pero quienes protagonizan las protestas no necesariamente tienen conciencia de ello: sienten el impacto de la pobreza, la falta de empleo, la ausencia de servicios públicos adecuados de salud y educación; pero las causas han sido cuidadosamente ocultadas o disfrazadas por los medios de difusión: estos aseguran que es culpa de los migrantes, que los servicios públicos son ineficientes por naturaleza, que el problema es la corrupción, cuando no el autoritarismo de los gobiernos progresistas…

Por lo general, sabemos que la mayoría de los grandes medios comerciales de nuestros países están vinculados a sectores del poder económico y/o político y reflejan sus intereses. Pero, ¿es coincidencia que en toda la región —e incluso fuera de ella— se repita la misma narrativa, con apenas algunas pequeñas variantes? ¿Qué importancia tiene este hecho en la vida social y política de hoy?

Este fenómeno no es de hecho algo nuevo, como lo han demostrado estudios de la comunicación —en particular de la economía política de la comunicación— que desde hace al menos unas cuatro décadas han examinado la creciente importancia de la comunicación y los medios de difusión en la sociedad y cómo la estructura capitalista de las industrias comunicacionales orienta el contenido mediático. Entre otros puntos han analizado el rol de los medios y la cultura para mantener el orden social al establecer la hegemonía de la ideología dominante, y han explorado también cómo los medios «despolitizan» a la gente con miras a afianzar los privilegios de la elite.

En los países desarrollados han examinado cómo las libertades democráticas —ganadas gracias a la lucha social en la primera mitad del siglo pasado— significaron que quienes detentaban el poder ya no podían mantener el control social principalmente mediante el ejercicio de la fuerza. Y entonces tuvieron que modificar su estrategia de control hacia la manipulación de la opinión a través de los medios de difusión y las relaciones públicas, proceso al que Noam Chomsky y Edward Herman denominaron «la manufactura del consentimiento».

Si bien lo informativo es un componente de estas políticas, es sobre todo en el campo cultural en donde se infiltran las ideas fuerza que sostienen el sistema, mediante los códigos que, por volverse comunes, muchas veces pasan desapercibidos. Se trata de impulsar valores como el individualismo por sobre lo comunitario y la solidaridad (el logro es presuntamente algo personal y cada quien se debe a sí mismo); el consumismo (la capacidad de compra como horizonte del ascenso social y de vida); o la empresa privada como el modelo de éxito, opuesto a lo público/estatal ineficiente o corrupto, etcétera. Pero se trata también de sembrar miedo, ya que el miedo incita al disciplinamiento social y al conformismo. ¿Y qué mejor que una pandemia para lograrlo?

“es sobre todo en el campo cultural en donde se infiltran las ideas fuerza que sostienen el sistema”

En efecto, no es por azar que a estos tiempos de COVID-19 se los equipare a una guerra, con metáforas bélicas que pululan y emergen como respuestas discursivas desde los Estados, no solo para prepararlos institucionalmente para la crisis, sino para blindar psicológicamente a sus conciudadanos. Palabras como «lucha», «combate», «batalla», y términos nuevos como «aplanar la curva», «paciente cero», «estado de alarma», etc., hacen parte del marco discursivo con el cual diferentes gobiernos se enfrentan a un virus invisible.

La industria de los sentidos

Considerando que la comunicación hoy no solo refleja el mundo cambiante de nuestros días, sino que constituye uno de los factores clave que alienta tales cambios, hay quienes desde finales del siglo pasado caracterizan a la sociedad contemporánea como una «sociedad de la información» o como una «sociedad de la comunicación», reconociendo que la dimensión simbólica pesa cada vez más en el comportamiento de las personas y en sus formas organizativas. Esto es, que los individuos responden cada vez menos a las experiencias directas y personales que a las mediadas o «mediatizadas» por la información, sea a través de los medios de difusión o de su entorno inmediato.

De ahí la importancia creciente que tiene para las estructuras de poder el control de la producción, acumulación y circulación de los recursos simbólicos. Control que hoy, con los grandes volúmenes de información que circulan, no radica tanto en los contenidos, sino en los códigos, que son los que dan sentido a los mensajes.

Es precisamente en este plano que se han movido intensamente los centros de poder tras la caída del Muro de Berlín, con sus discursos sobre el «fin de la historia», el «fin de las utopías», y acerca de que el neoliberalismo es la «única» concepción social posible, «inevitable» para toda la humanidad.

De esta forma, el neoliberalismo, en lo que tiene de ideología, ha podido presentarse negando precisamente su condición ideológica. De ahí su eficacia, puesto que se trata de un proyecto de dominación que tiene serias dificultades para legitimarse por sí mismo, en razón de que uno de sus componentes intrínsecos es la exclusión. Y de hecho es fácil constatar que su accionar le aleja cada vez más de los objetivos que pretende alcanzar: la modernización y la democracia.

Las consecuencias de esta situación son múltiples, pero aquí lo que interesa resaltar son dos aspectos. El uno, que por esa incapacidad de legitimación el neoliberalismo se ve forzado a «ocultarse» en el mundo simbólico. El otro, que para hacerlo se ha atrincherado en lo que se ha dado en llamar «la industria cultural», en la cual confluyen las diversas ramas de la comunicación y que, con el desarrollo tecnológico, ha pasado a convertirse en un sector de punta y altamente rentable; todo lo cual se traduce en un incremento cada vez mayor de la concentración monopólica de estos recursos.

Los medios en América Latina

A diferencia de Europa y América del Norte, donde los medios de difusión masiva se desarrollan codo a codo con la industrialización, en América Latina estos son implantados desde los países del Norte, previamente a su industrialización y respondiendo más bien a las condiciones de su integración al capitalismo internacional.  En el Norte Global se da el crecimiento vertiginoso de la producción industrial, el incremento del número de asalariados y de la concentración urbana, entre otros factores, por lo que la comunicación adquiere un carácter de masas; acá, en cambio, durante décadas queda circunscrita a las élites y se mantiene como una prerrogativa de los grupos de poder.

En razón de la estrecha vinculación de origen con el poder político y económico, en América Latina los medios de comunicación se implantan bajo los parámetros de una estructura altamente concentrada, tanto geográfica como de propiedad, y a la vez subordinada al exterior, particularmente a los EE. UU., con un sesgo marcado por el conservadurismo católico y el racismo heredados de la Colonia.

Tanto es así que, cuando a inicios de la década de 1960 América Latina pasa a ser escenario de la aplicación de los programas desarrollistas diseñados por los Estados Unidos para contrarrestar la influencia de la Revolución Cubana (con la llamada «Alianza para el Progreso»), se establece como una de las prioridades la «modernización» de los medios de comunicación, mayoritariamente manejados como empresas familiares, para que se conviertan en motores del cambio de las conciencias «tradicionales» de los habitantes de la región, bajo el supuesto de un determinismo tecnológico centrado en el difusionismo.

La fuerza ideológica dominante no radica tan solo en el inmenso poder de difusión de los mensajes que le confiere el control de los grandes medios, sino que además requiere de la capacidad de convalidar esos mensajes dentro del conjunto de los procesos sociales en la organización social misma. Es por eso que resulta necesaria la institucionalización de dichos medios como una especie de ente autónomo, con un cuerpo de especialistas y reglamentos propios, para rodearlos así de un halo de «neutralidad» y «naturalidad».

Sin embargo, si bien la veleidad de la modernización por arriba marca algunas pautas, a la postre contribuye más bien a reforzar la concentración y el monopolio de tales medios, dado que en el contexto de la Guerra Fría primaron las urgencias de la propaganda anticomunista, dado el carácter de factor estratégico que cumple la cuestión ideológica en las estrategias de dominación.

Redefiniciones post Guerra Fría

Con ocasión de la transición presidencial de Ronald Reagan a George H. W. Bush en los Estados Unidos, y teniendo como telón de fondo el impulso del neoliberalismo y los cambios registrados en la geopolítica mundial ante los cimbronazos del desmembramiento de la antigua Unión Soviética, en 1988 se presentó el Informe Santa Fe II, con el título «Una estrategia para América Latina en los 90», elaborado por el mismo comité que ocho años atrás había formulado un primer informe con una serie de importantes recomendaciones al gobierno Reagan por encargo del Consejo para la Seguridad Interamericana.

El eje central del segundo informe, que prefigura un nuevo orden pos Guerra Fría, ya no es la «contención del comunismo» sino del «estatismo» prevaleciente en la cultura política latinoamericana, en tanto término que se vuelve equivalente de comunismo, nacionalismo, populismo, autoritarismo. En suma, de lo «antidemocrático», vale decir, no subordinado a los dictámenes de Washington.

Al señalar que «el problema de fondo es cultural», dedica un acápite a «la ofensiva cultural marxista», con particular referencia al intelectual italiano Antonio Gramsci, el que es visto como ideólogo y doctrinario en épocas democráticas, destacando que aquel «argumentaba que la cultura o la red de valores en la sociedad mantiene su primacía sobre la economía». Para los teóricos marxistas —precisa—, «el método más prometedor para crear un régimen estatista dentro de un ambiente democrático es la conquista de la cultura de esa nación».

En esta línea el informe recomienda: «El desarrollo de políticas culturales es importante para el apoyo norteamericano al esfuerzo latinoamericano por mejorar la cultura democrática. El esfuerzo gramsciano por socavar y destruir o corromper las instituciones que forman o mantienen esa tradición, debe ser combatido».  Explícitamente señala a la Teología de la Liberación, aunque en general caben todas las agrupaciones e iniciativas con sentido solidario y crítico a los poderes establecidos que hablan de concientización, tales como la educación y la comunicación popular, entre otras.

Para redondear este enfoque se refiere a los conflictos de baja intensidad (CBI, «una forma de lucha que incluye operaciones psicológicas, desinformación, terrorismo y subversión cultural y religiosa») para demandar mayor compromiso gubernamental y extender los apoyos políticos en este plano, como efectivamente aconteció en los años siguientes con una proyección abismal. Los llamados CBI tienen como componente básico una estrategia militar que —más allá del aniquilamiento físico— busca doblegar al enemigo ganándose la «mente y los corazones» de la población. Y, si ello no es posible, quebrando lo último que le puede quedar: su esperanza. Una fórmula, en suma, que apunta a conjugar la fuerza y el consenso para garantizar la dominación.

«Dominación de espectro completo»

Tras el atentado del 11 de septiembre de 2001 a las torres gemelas de Nueva York, el gobierno del presidente Bush decidió entablar una guerra infinita contra el terrorismo, que en las circunstancias no solo le sirvió de palanca para lograr que la opinión pública doméstica aceptase la ecuación de «más seguridad» a cambio de recortes en las libertades y derechos civiles consagrados, sino también para atribuirse el derecho de desarrollar «guerras preventivas» en cualquier lugar del mundo, al amparo de la nueva Doctrina de Seguridad Nacional estadounidense adoptada nueve días después del atentado.

Esta decisión marcó un giro en la política internacional, pues estableció que en adelante solo prevalecería una nación soberana, y que las demás naciones y el derecho internacional tendrían que subordinarse a tal designio. Esto implica que cualquier acción adversa a los Estados Unidos sea susceptible de ser considerada como terrorista.

El 26 de octubre de 2001, Bush suscribió la Ley Patriota, que:

… otorgó a las agencias de inteligencia poderes ilimitados para la escucha de cualquier teléfono. A estas agencias también se les autorizó a recopilar una amplia gama de información de varias instituciones públicas —escuelas, hospitales, instituciones financieras de crédito y otras, comunicaciones en Internet, establecimientos comerciales, entre otras— sin tener que revelar ante juzgado alguno ni una acusación criminal, ni el propósito y alcance de la investigación, con la sola condición de que tenga que ver con una vaga sospecha de «terrorismo» (Ahmad Aijaz, 2003).

Desde entonces se han multiplicado los mecanismos para controlar la información: agencias de propaganda para inundar los medios de comunicación a nivel planetario (como la Office of Strategic Influence, OSI), guerras psicológicas de nuevo tipo y el «combate a Internet», para ganar así la batalla de la opinión pública. Cabe subrayar que en esta escalada destaca la disposición de la Casa Blanca por lograr un control férreo de la «red de redes», que amenazaría su condición de espacio libre y abierto.

De hecho, las estrategias de vigilancia global de las comunicaciones por parte de los llamados «Cinco Ojos» (EE. UU., Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda) vienen de mucho antes —entre otros con el proyecto Echelon, que vigiló en secreto gran parte de las comunicaciones internacionales durante décadas—. Pero es principalmente en la última década y sobre todo luego de las revelaciones de Edward Snowden en 2013 sobre el espionaje de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) de EE. UU. que se ha ido tomando conciencia pública de la envergadura de este fenómeno.

Esta política de las agencias de seguridad y la fuerza militar de EE. UU. se inserta hoy en la política del Pentágono de la llamada «dominación de espectro completo», en la que todas las dimensiones de la vida se vuelven parte del terreno de batalla. Una de las dimensiones de esta nueva forma de guerra es, justamente, el control de las mentes y los corazones, lo que contempla la guerra psicológica y lo que en buena parte pasa por la contrainformación y la mentira, vehiculadas a través de los principales espacios mediáticos y ahora también a través de las redes sociales digitales, donde adquieren una intensidad y una velocidad que no deja tiempo para desmentirlas. Es la llamada «guerra de cuarta generación», que «coloca narrativas amañadas y provocadoras que buscan generar o inhibir reacciones en la población para asegurar las condiciones propicias para intervenciones directas o más definitivas» (Ceceña, 2019).

Estas políticas implementadas por la principal potencia mundial no se han traducido, en lo más mínimo, en un mundo más seguro, pero sí en uno más atemorizado y disminuido en sus derechos.

Conglomerados mediáticos

La otra cara de la moneda muestra en cambio la imposición cada vez mayor de políticas de liberalización y desregulación, sobre todo en materia de telecomunicaciones, orientadas a eliminar cualquier regulación o espacio estatal que pudiera interponerse a la expansión transnacional, conjuntamente con normativas que buscan preservar sus intereses, como es el caso de la novedosa interpretación de los derechos de propiedad intelectual promovida en la Organización Mundial del Comercio. 

Asimismo, vemos que el proceso de concentración de la industria mediática y de la cultura sigue imperturbable, rigiéndose por criterios exclusivamente comerciales para los cuales lo que cuenta es el paradigma de consumidor/a por sobre el de ciudadano/a, y por sobre el interés público. Es así, por ejemplo, que la «diversidad cultural» se ha reducido a la oferta de una gama de productos y servicios para satisfacer el «gusto» de los consumidores, quienes —por lo demás— son sistemáticamente monitoreados por especialistas (incluso con recursos propios del espionaje) para ubicar «nichos de mercado».

Al vaivén de dicho proceso, se afirma también el conglomerado mediático como un ámbito crucial en la configuración del espacio público y de la ciudadanía, por el creciente peso que ha adquirido en la definición de las agendas públicas y la legitimación de tal o cual debate.

El hecho de que los medios registren una paulatina pérdida de credibilidad no necesariamente significa una reducción equivalente de su peso, debido al blindaje institucional que han logrado con la bandera de la libertad de prensa (propiamente entendida como libertad de empresa), por lo cual incluso se permiten ejercer un periodismo propagandístico sin ambages.

“El hecho de que los medios registren una paulatina pérdida de credibilidad no necesariamente significa una reducción equivalente de su peso”

Si bien el discurso liberal respecto a la libertad de prensa —y los acuerdos internacionales al respecto— reivindica la objetividad y equilibrio del periodismo y que los órganos de prensa constituyen el principal medio para garantizar la expresión de la diversidad de puntos de vista, en la práctica, particularmente en nuestra región, los medios comerciales han abandonado de una forma cada vez más descarada su supuesta neutralidad, particularmente con respecto a los gobiernos y fuerzas políticas progresistas.

De hecho, dado el descalabro y fraccionamiento de los partidos políticos de derecha, particularmente en la primera década del siglo, estos medios prácticamente han asumido el rol de representación de su pensamiento y de articuladores de las fuerzas opuestas al progresismo. En la última década, han puesto especial énfasis en orquestar campañas mediáticas frente a la corrupción (real o supuesta, poco les importa) imputada de forma bastante selectiva a esos gobiernos, y se han sumado con gran entusiasmo a las iniciativas de lawfare que buscan desacreditar y sacar de las contiendas electorales a sus organizaciones y referencias políticas.

En varios procesos electorales recientes (Bolivia, Ecuador, México, Argentina, Perú), estos medios han abandonado toda pretensión de objetividad para alinearse en un activismo político a favor de ciertos candidatos, y sobre todo en contra de otros. La reciente campaña presidencial en Perú es un caso sintomático de esta realidad .

Redes sociales digitales 

Con la emergencia de las redes sociales digitales estas tendencias se profundizan en varios aspectos, a la vez que se abren nuevos espacios de disputa de sentido desde la ciudadanía.

Si bien los primeros foros de intercambio en línea fueron iniciativas ciudadanas, hacia inicios del siglo se posicionaron lo que hoy se llama «redes sociales», como plataformas que facilitan la intercomunicación entre personas según sus intereses o afinidades, característica que potencia la dimensión relacional de la comunicación, lo que hace parte de procesos de socialización donde entran en juego los sentimientos de estima, respeto, reconocimiento, confianza, etc. (una importante diferencia de la difusión unidireccional que caracteriza a lo mediático).

Y como lo digital ofrece una gran libertad de innovar, los usuarios y usuarias no tardan en inventar nuevos usos para estos espacios, desde compartir conocimientos e inventos, hasta tejer nuevas redes de contactos, y muchas cosas más. De esta manera, millones de personas pasan de ser consumidoras de información a ser también productoras de la misma, lo cual repercute en la creciente importancia de las redes digitales en el espacio público.

No obstante, desde que la modalidad de desarrollo empresarial de internet se tornó dominante hacia inicios del presente siglo, unas pocas empresas transnacionales terminaron por asumir el control de estas dinámicas, al encontrar nuevas —y muy lucrativas— formas de rentabilidad que transitan por la mercantilización de casi todo lo que fluye por la red, incluyendo muchos asuntos que antes nadie hubiese considerado una mercancía, como el mismo comportamiento y las emociones humanas.

Las llamadas «redes sociales» se convierten entonces en el epicentro de este negocio por su capacidad de motivar la participación de usuarios y usuarias, quienes se vuelven los soportes clave para su supervivencia, al proveer gratuitamente el trabajo de producción de contenidos y datos. Es esta la materia prima que las empresas se apropian, con o sin permiso, para procesarla con algoritmos, y para empaquetarla como perfiles y predicciones del comportamiento. La venta de estos datos y predicciones cierra el proceso de explotación y produce el botín.

Con esta lógica de commodity se desvirtúa el sentido original de estos espacios de intercambio, que era el de potenciar comunidades. Por lo atractivo de estas plataformas, los intercambios se desplazan de las «áreas comunes» del ciberespacio (sin dueños y bajo control de sus usuarios) a estos espacios privados, manejados por algoritmos en función de intereses particulares, con lo que se pierde el sentido de internet como parte de los bienes comunes y se coloca a las plataformas comerciales en una situación estratégica.

Posición privilegiada que alcanzan por el acopio masivo del big data que, al ser procesada con inteligencia artificial, permite la segmentación cada vez más precisa de la población, para poder dirigir mensajes diferenciados según el perfil de cada segmento.  Esto, añadido al potencial de las redes digitales de apelar a lo emocional, termina configurando una de las bases más propicias para operar la manipulación de las mentes y los corazones.

Posverdad

Coincidiendo con el despunte de la hegemonía neoliberal, a partir de la década del setenta del siglo pasado, empieza a descollar la filosofía posmoderna que problematiza la historia y el conocimiento histórico a partir de una lógica que cuestiona las nociones de verdad, razón, identidad y objetividad. Y así, al cuestionar las teorías de amplio alcance, calificándolas de «grandes narrativas», pasa a no reconocer más que juicios subjetivos.

“Con el despunte de la hegemonía neoliberal, a partir de la década del setenta del siglo pasado, empieza a descollar la filosofía posmoderna”

En el campo de los medios de difusión, también en esa década, se registra el impacto de la mercantilización de la información, lo que lleva a que se comience a hablar de la «sociedad del espectáculo», considerando la creciente primacía de las emociones y los sentimientos sobre la información objetiva y contrastada.

Es en este transitar que se consagra el concepto de «posverdad», para describir la distorsión deliberada de una realidad en la que los hechos objetivos tienen menos influencia que las apelaciones a las emociones y a las creencias personales, con el fin de crear y modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales (UNIR Revista, 2021).

Así las cosas, se establece un relativismo nihilista que da paso a una lógica política marcada por la confrontación y la polarización de posiciones cuya intensidad va de la mano con la erosión del sentido de bien común, fraguada con la dominación neoliberal.

Al fin de cuentas, este escenario contribuye a un escepticismo generalizado ante el saber científico contextualizado, lo cual es clave para el neoliberalismo, cuyos fundamentos no resisten un análisis serio de los hechos. Es por eso que acertadamente se ha dicho que este paradigma ha tenido mayor éxito en la ideología que en la economía. Y no es por azar que sea en el campo ideológico donde más claramente navegan sus huestes, como es el caso de los movimientos de ultraderecha.

En efecto, con el trasfondo de una crisis integral en la que prima la incertidumbre y la inseguridad, vienen cobrando fuerza movimientos de ultraderecha que explotan creencias religiosas y moralistas, prejuicios, lugares comunes, y actitudes anticientíficas para polarizar y sembrar el odio.

Se trata de una nueva modalidad de «cruzada» para propiciar la expansión del neoliberalismo y combatir a lo que consideran la amenaza central: el llamado «marxismo cultural», que es visto como el marco estratégico de los comunistas, tras la desintegración de la Unión Soviética, para infiltrarse en los organismos culturales, como las universidades y los medios de comunicación, para propagar sus ideas y dominar así el sistema político y económico de los países.

Por lo mismo, la ultraderecha busca incidir en actividades de centros de investigación y universidades para tratar de demostrar la incapacidad del Estado como regulador de la vida económica y el carácter antidemocrático del populismo, a la vez que promocionar las virtudes de la economía de libre mercado y sus expresiones políticas como garantes de la democracia.  Esto es, se trata de prefigurar un ambiente, como durante la guerra fría, para inducir la creencia de que el mundo se debate entre democracia y autoritarismo.

En su accionar, entre tanto, estos movimientos ponen particular atención en la dimensión relacional de la comunicación y la difusión viral de las redes sociales digitales, para sembrar rumores, verdades a medias y, en general, versiones de la «posverdad».  En tal sentido, recurren sistemáticamente al uso de técnicas de elaboración de perfiles de potenciales adherentes, la manipulación y difusión masiva de noticias falsas gracias a los algoritmos que utilizan las redes digitales para multiplicar y reforzar su alcance, entre otras.

Fake news

Una de las particularidades de las redes digitales es que, por su alcance, han multiplicado y globalizado el rumor, siguiendo la esta ecuación: a mayor intriga/incógnita y menor información, más crece la potencialidad del rumor exacerbando estados emocionales y prejuicios.  

Y es que, a medida que se acelera el ritmo de los mensajes, la posibilidad de interpretación crítica se reduce o incluso se anula, haciendo que sea muy difícil distinguir entre verdad y mentira. Ello es explotado en la vida política, donde se pretende establecer que lo que importa es el efecto que pueda ocasionar un mensaje, sea verdadero o no, explotando el miedo, la intriga, el escándalo, las creencias personales, cuando no el odio y todo lo que contribuya a generar polarizaciones y dicotomías taponadas, anulando por tanto la posibilidad de análisis.

“a medida que se acelera el ritmo de los mensajes, la posibilidad de interpretación crítica se reduce o incluso se anula, haciendo que sea muy difícil distinguir entre verdad y mentira”

No es que las noticias falsas y el rumor sean algo nuevo: existen desde siempre, y particularmente como estrategia en el campo militar, sea para confundir al enemigo, infundir miedo o convencer a la población propia que la «guerra» es necesaria.  Y como estamos ahora en la era de la guerra de cuarta generación o «guerra híbrida», una guerra sin fin, significa que estos hechos se vuelven parte de la vida cotidiana.

Lo que ha cambiado con las redes digitales es no solo su efecto viral, sino que los algoritmos de estas plataformas promocionan más los mensajes que incitan ira u odio, pues han encontrado que están entre los más leídos y replicados, y son por lo mismo los más rentables. A ello se añade —cuando se tiene recursos para invertir— el uso de «ejércitos» de bots (cuentas falsas manejadas mediante programas que generan mensajes automáticos y preestablecidos) que replican los mensajes en grandes cantidades, para dirigirlos de acuerdo a los perfiles que provean las empresas de gestión de datos.

Ahora bien, cuando se usan estos espacios comunicacionales para repartir noticias o versiones que cuestionan las versiones dominantes, llueven las acusaciones de «teoría de la conspiración», con miras a desacreditarlas. Al mezclar en un mismo paquete las teorías más inverosímiles a las que muy poca gente prestaría seriedad (como «la tierra es plana») junto con teorías inconvenientes basadas en estudios serios (como ciertos tratamientos alternativos para combatir la COVID-19 que se han mostrado efectivos, pero que no benefician a las empresas farmacéuticas), se termina sembrando la duda sobre el conjunto. Al final la gente ya no sabe en qué ni a quién creer, y se atrinchera en sus propias creencias, reforzadas por el hecho de que los algoritmos les siguen enviando los mensajes afines a estas. Todo lo cual termina anulando los espacios para el diálogo y agudizando la polaridad social y política.

Como señala Isaac Enríquez Pérez (2020):

“Al incentivarse la denostación, la trivialización, el espectáculo, la exaltación de las pasiones, y la mentira encubierta que se hace rumor al magnificarse, no solo se sepulta el pensamiento utópico y la capacidad para pensar alternativas de sociedad, sino que también se le resta valor a la praxis política como forma de organización orientada a la negociación y la eventual solución de los problemas públicos. De ahí que, de los proyectos de conciliación nacional, la praxis política contemporánea se orienta a sembrar el odio y a atizar la polarización y la fragmentación social, a partir de una cultura del miedo, el ninguneo del «otro» y la mentira que entraña la post-verdad, y las fake news como dispositivos de control social.”

A ello se añade que la mayoría de los gobiernos tienen hoy una división del trabajo en redes sociales como sistema de propaganda oficial, que en muchos casos incluye tareas de troleo específico —posteo de contenido ofensivo o inflamatorio—. Varios han creado también agencias encargadas de «combatir las noticias falsas», las que incluyen sobre todo las noticias inconvenientes.

¿Censura made by big tech?

Hemos dicho que internet proporciona grandes oportunidades a la ciudadanía para innovar y difundir contenidos. No obstante, cuando ello implica dependencia de las grandes plataformas —particularmente las redes digitales—, se hace en condiciones de gran fragilidad, por ser espacios sobre los cuales el usuario no tiene control. Con cualquier pretexto la empresa puede borrar la cuenta o censurar ciertos contenidos.

Que se lo hayan hecho a un presidente norteamericano demuestra el grado de poder de estas empresas. No es que no haya casos que merecen censura, dado que el derecho reconoce límites a la libertad de expresión, tales como el racismo, el incitar el odio o la violencia. El problema es que las plataformas asuman una responsabilidad que no les debería corresponder. Hay allí un vacío legal, porque normalmente la ley distingue entre el operador que provee los canales de comunicación, que no tiene responsabilidad del contenido y no puede discriminar a usuarios (como las empresas telefónicas), y los medios, que sí tienen responsabilidad por el contenido. Las plataformas de redes sociales combinan ambas funciones con un rol ambiguo.

Es más, con el escándalo público en torno a las noticias falsas, el discurso de odio o las incitaciones a la violencia, estas empresas han ganado un mayor margen de maniobra, ya que incluso hay organismos de derechos humanos y autoridades públicas que les exigen eliminar contenidos o cuentas. Sin embargo, no han sido noticia los numerosos casos de cuentas de personas y organizaciones progresistas que también han sido censurados por las empresas big tech; por ejemplo, periodistas o entidades que expresan simpatía con Cuba y Venezuela; o en Estados Unidos, organizaciones que critican la política militarista de su gobierno.

Estas acciones no son meras coincidencias. Hay un pensamiento en la derecha estadounidense que está muy preocupada por la excesiva libertad de internet. El centro de pensamiento derechista estadounidense Atlantic Council es uno de los protagonistas de este tema. Por ejemplo, en un evento que organizó hace unos años, el ex militar australiano John T. Watts, al defender la necesidad de la censura para preservar la soberanía (entendiendo por soberanía «la capacidad del Estado de imponer su voluntad a la población»; una curiosa definición, sin duda), afirmó que esta se enfrenta a mayores desafíos ahora, «debido a la confluencia entre la creciente oposición política al Estado y la capacidad de Internet para difundir rápidamente la disidencia política».

Watts considera lamentable que hoy la tecnología haya democratizado la capacidad de los grupos e individuos subestatales para difundir una narrativa con recursos limitados y un alcance prácticamente ilimitado, y sin intermediación de los «guardianes profesionales» (o sea, los medios). Compara el conflicto y la disrupción que ello genera con la época de la invención de la imprenta, que ayudó a poner fin al feudalismo.  Sucede que pocos meses después de ese evento, Facebook y Twitter, que mantienen una colaboración estrecha con el Atlantic Council, borraron las cuentas de diversos medios alternativos en EE. UU.

Ciberseguridad 

Uno de los componentes centrales de la política de dominación de espectro total es el rastreo, la vigilancia y el registro de todo en todos los ámbitos, cómo el panóptico que permite ver todo lo que pasa dentro de una cárcel. Con la tecnología digital eso se vuelve factible en un grado nunca antes conocido, sea con las actividades realizadas por usuarios en línea, sea con los recursos de seguridad como cámaras de vigilancia, rastreo de placas de vehículos en las calles, registro de datos biométricos, monitoreo digital en el trabajo y, cada vez más, mediante un sinfín de aparatos con sensores conectados a internet, dentro y fuera del hogar.

Esta realidad, molesta para muchos/as, en tanto termina por presentarse como una condición inevitable de los servicios que usamos y la seguridad que pedimos, ha ido bajando las resistencias a otras formas de vigilancia que hace no mucho hubiesen generado gran indignación. Incluso, en ciertos círculos, revelar la vida íntima se ha tornado una moda cultural.

Es más, la vigilancia no proviene sólo desde el extranjero. En nuestros países también las agencias de seguridad amplían sus operaciones de vigilancia con las ventajas de las tecnologías digitales. Pero con la pandemia la vigilancia se ha extendido velozmente, gracias al ambiente de miedo reinante. En varios países se han implementado estrategias de rastreo de la COVID-19, empleando inteligencia artificial en teléfonos celulares, apps, redes sociales, pagos con tarjetas u otros dispositivos para obtener datos en tiempo real de la ubicación de los casos positivos o posibles contagios. Al menos 16 países de la región cuentan con aplicativos donde las personas pueden verificar sus síntomas y en algunos casos agendar citas médicas.

“las agencias de seguridad amplían sus operaciones de vigilancia con las ventajas de las tecnologías digitales”

Sin duda estas tecnologías ayudan a la formulación de políticas públicas para enfrentar la pandemia y a las personas a protegerse. Pero también están acostumbrando a la población a mayores niveles de vigilancia de carácter autoritario, patrones de identidad y sometimiento, exclusión o integración, que difícilmente dejarán de existir al terminar la pandemia.

En la mayoría de países de la región la legislación que protege la privacidad es totalmente inadecuada para la era digital, o simplemente no se aplica. Y prácticamente no existe legislación, por ejemplo, respecto al uso de datos biométricos, que es un tema muy delicado, sea porque son poco confiables (es el caso del reconocimiento facial) o por ser susceptibles de hackeo, lo que significa que pueden derivar en acusaciones falsas.

Lawfare

Otro ámbito de las guerras de cuarta generación, vinculado a la comunicación, es el lawfare —una contracción de las palabras inglesas «law» (derecho) y «warfare» (guerra)— que se refiere al uso indebido de lo jurídico para la persecución política, el descrédito o la inhabilitación de un adversario. Se trata de un método de guerra no convencional que combina acciones jurídicas aparentemente en el marco de la ley, aunque muchas veces sin pruebas serias, con una campaña de prensa que presiona al acusado y su entorno para restarle apoyo popular. El timing político es aquí clave, por ejemplo para impedir la participación en elecciones. Implica también incidir en la selección y formación de jueces, abogados o fiscales simpatizantes, así como la discriminación con criterio político de cuáles casos impulsar y publicitar y cuáles invisibilizar o refrenar.

La palabra lawfare fue utilizada por primera vez en 2001 por el General de Fuerza Aérea Charles Dunlap, de la Duke Law School de EE. UU. Desde allí ha sido utilizada en diversos ámbitos de las Fuerzas Armadas de ese país. Coincide con el hecho de que, por medio de la USAID, EE. UU. asesora regularmente a los estados latinoamericanos en materia la reforma de los aparatos jurídicos y en particular en la lucha anticorrupción, proveyendo de capacitación en estas materias.

La combinación de vigilancia y lawfare se vuelve un arma muy potente. Richard Clarke, ex zar de ciberseguridad del gobierno de George Bush, encargado por Obama de evaluar el trabajo de la NSA luego de las denuncias de Snowden, reconoció que esta había creado «el potencial para un Estado policial», que incluye el poder de montar un caso legal para detener a casi cualquier persona, en cualquier parte del mundo, a partir de alguna ley que haya infringido (y casi siempre encuentran algo). Lo cual sin duda implica también que podrían usarlo para chantajear, por ejemplo, a una figura política.

Numerosos casos de lawfare están a la vista, donde los medios de comunicación han participado con gran empeño y protagonismo. Entre los más destacados están los procesos jurídico-mediáticos contra Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, Rafael Correa y Jorge Glas en Ecuador, Lula da Silva y Dilma Rousseff y la operación Lava Jato en Brasil.  

En el espejo de Brasil

Lo acontecido en Brasil nos puede servir de ilustración de la combinación de estas estrategias de lawfare, vigilancia, falsas noticias y posverdad en un marco de guerra híbrida.

El proceso hacia las elecciones presidenciales de 2018 en Brasil combinó la colusión mediática-judicial-militar para impedir un nuevo triunfo presidencial del Partido de los Trabajadores (PT), con la grave omisión de la justicia electoral ante el carácter fraudulento de un hecho flagrante: inducir a la población a elegir candidatos sobre la base de noticias falsas, diseminadas masivamente de manera permanente y repetitiva.

Vale recordar que, en 2014, la presidenta Dilma Rousseff impulsó la operación Lava Jato para investigar y combatir la corrupción, pero de entrada los jueces designados se encargaron de transformarla en un combate al PT, con el respaldo de un sólido blindaje mediático.

El poderoso grupo O Globo, en particular, convirtió al actor principal de dicha operación, el juez Sérgio Moro, en el paladín de la «limpieza moral» del país, con facultades para incluso actuar por encima de la ley; algo que hizo reiterativamente, con operativos espectacularizados por los medios y viralizados por redes digitales. Por ejemplo, utilizando como evidencia y difundiendo públicamente una conversación telefónica privada entre Dilma y Lula, obtenida mediante una escucha ilegal.

Con esta combinación de factores se creó un ambiente psicosocial propicio para el impulso de cruzadas anticorrupción/anti-PT, sobre todo con hechos montados o tergiversados y con un relato pautado con dosis crecientes de odio, en medio de una enorme sincronización mediática, que se incrementó en 2015 para propiciar movilizaciones a favor de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff.

En agosto de 2016 Rousseff fue destituida sin pruebas, en un golpe blando, por un parlamento donde la mitad de los senadores tenían procesos activos por corrupción. En julio de 2017, el expresidente Lula da Silva fue condenado, igualmente sin prueba alguna, y en abril 2018 encarcelado. Posteriormente su candidatura presidencial fue anulada con argucias legales y amenazas militares, cuando las encuestas señalaban que podía ganar en la primera vuelta electoral. Más tarde se obtuvieron pruebas fehacientes de que Moro complotó con los factores de poder para asegurar la condena de Lula con pruebas falsificadas.

Todo ello abrió el camino para la candidatura presidencial de Jair Bolsonaro, quien, en medio de un ambiente de hartazgo de la población con la «política corrupta», basó su campaña en las redes digitales. O sea, no apelando ya a las masas en una esfera pública, sino a individuos aislados en sus dispositivos móviles, en una esfera refeudalizada. La derecha aprendió que los memes, noticias falsas, rumores y mentiras tienen un efecto viral y que crean acontecimientos, climas, ambientes y percepciones. Y para que fuera más efectiva, consiguió perfiles digitales en masa de los electores (de dudosa legalidad, como en su momento lo hizo Trump) para crear segmentos que recibieron mensajes diferenciados (incluso contradictorias entre sí) conforme a sus intereses y creencias. De esta manera se afianzó el retorno de Brasil al sendero neoliberal, sin tener que correr el riesgo de una nueva derrota electoral, con un gobierno que se sostiene aún hoy en día en base a las mentiras permanentes.

“la candidatura presidencial de Bolsonaro basó su campaña en las redes digitales. No apelando ya a las masas en una esfera pública, sino a individuos aislados en sus dispositivos móviles”

Desafíos

En el curso del devenir histórico, este complejo entramado para garantizar el control por parte de quienes detentan el poder se ha mantenido actualizándose de manera constante, con el recurso de nuevas herramientas tecnológicas, a fin de preservar el esquema de dominación vigente, en lo posible sin tener que acudir a la represión abierta (aunque sin excluir ésta). La narrativa que se ha ido imponiendo es que es mejor vivir en una sociedad que funcione con el consentimiento de las mayorías y que quienes cuestionen este orden atentan a esta «paz social». Lo cual obvia la realidad de que la vida de nuestras sociedades se conforma con intereses distintos y muchas veces conflictuales entre sí, en particular los intereses de clases sociales, y si bien es preferible solucionarlos con medios pacíficos, no se resuelven imponiendo un «consenso» desde arriba.

De hecho se ha establecido que hay conflictos «buenos» y conflictos «malos». Y hay palabras que, con los métodos descritos arriba, han adquirido un poder de persuasión que desatan enseguida una reacción programada. En estos tiempos, en nuestra región, el conflicto «bueno» es la lucha contra el progresismo, y las palabras clave son «corrupción» y «autoritarismo». Allí todo vale. Y así, con este procedimiento de colocar en primer plano este eje de polarización, exacerbándolo hasta el odio, se escamotean sutilmente las contradicciones estructurales, de clase, que se encuentran en el fondo del problema.

¿Es posible contrarrestar esta ofensiva? Sin duda sí. Siempre teniendo presente que se trata de una realidad que no se limita al campo de la comunicación, pero reconociendo que en este terreno hay desafíos específicos. Varios de ellos ya hacen parte de las banderas del campo popular, como la democratización de la comunicación y los medios, la construcción de medios populares y alternativos, el desarrollo y difusión de narrativas propias que develen las contradicciones de la narrativa dominante, o las luchas por los derechos de la comunicación.

Pero también hay nuevos retos que implican encarar el nuevo escenario planteado por el tinglado tecnológico. Entre ellos podemos mencionar como ejemplos las luchas para contrarrestar la monopolización de internet, sus infraestructura y plataformas; las propuestas para una legislación que nos garantice la propiedad de nuestros datos, como bienes personales o comunes, según el caso; o el impulso de tecnologías libres que no sigan las lógicas comerciales. Y, quizás como primer paso, contribuir a sensibilizar a la población sobre estas realidades que la comunicación dominante se esfuerza por ocultar.

*Este texto hace parte del libro “El nuevo Plan Cóndor: geopolítica e imperialismo en América Latina y el Caribe”, editado por Batalla de Ideas y el Instituto Tricontinental de Investigación Social.


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