En apenas cien días contados desde la asunción presidencial, el primer gobierno progresista de toda la historia colombiana parece no haber dejado casi tinta en el tintero. La construcción de una transversalidad que logró reunir en una alianza parlamentaria a partidos de todo el espectro político, saltando por encima de una turbulenta historia de violencia política y odios atávicos; la aplicación de un nuevo enfoque para el abordaje de la paz y la seguridad, así como la retomada de los diálogos de paz con la guerrilla aún activa del Ejército de Liberación Nacional; un nuevo énfasis regional en la política exterior que incluyó la expeditiva normalización de las relaciones comerciales y diplomáticas con Venezuela, cuando gobiernos de la región y el mundo empiezan a desandar la aventura diplomática que quiso convertir en presidente a un anodino diputado llamado Juan Guaidó; y sobre todo el impulso a una serie de reformas, algunas de las cuales ya han sido aprobadas en los recintos parlamentarios, y que abordan temas cardinales como la política de tierras, el sistema impositivo, la institucionalidad política, el servicio militar obligatorio y tantos otros, son algunos de los tantos tempranos anotados por el gobierno de Gustavo Petro. El ex alcalde de Bogotá y ex guerrillero del M-19, parece consiente de que cuatro años de gobierno son nada o casi nada para desandar tres décadas de neoliberalismo, seis décadas de guerra y más de dos siglos de frustraciones democráticas. La iniciativa sobre y el tiempo apremia.
Para abordar estos temas, conversamos con el senador reelecto Iván Cepeda Castro, miembro del Polo Democrático Alternativo y uno de los principales referentes de la coalición oficialista. Cepeda es además uno de los principales exponentes del movimiento de derechos humanos del país, facilitador de los diálogos de paz entre el Estado colombiano y las FARC-EP, y fundador tanto del Movimiento de Víctimas de Crímenes del Estado (MOVICE) como del Movimiento Defendamos la Paz. Su propia biografía, en tanto hijo de los dirigentes comunistas Yira Castro y Manuel Cepeda Vargas, este último víctima del genocidio de los militantes de la Unión Patriótica en la década del 80, resulta expresiva de las dificultades para concretar en Colombia los anhelos de transformación social.
Lautaro Rivara: Los primeros cien días parecen mostrar un gobierno no exento de iniciativas, casi hiperquinético. Una imagen que contrasta notablemente con la parálisis reinante en otros gobiernos de la llamada “segunda ola progresista”. ¿A qué se debe este impulso inicial tan notable y cuál es su primer balance?
Iván Cepeda: Llevábamos cien años sin un gobierno progresista en Colombia, así que hemos salido con toda la fuerza y la energía a hacer realidad los planteamientos, el programa y la visión de país que tenemos. Hay que decir que en estos días días hemos puesto los pilares de una buena parte de esos cambios que queremos, aunque no de todos los cambios, de todos los capítulos de nuestro programa. Pero algunos de los temas que son sustanciales sí han quedado no solamente explícitos para la opinión pública sino convertidos ya algunos de ellos en leyes, en políticas públicas y en hechos políticos.
Concretamente me refiero, primero, a la conformación del propio gobierno. Es un gobierno de coalición, tanto en términos políticos como sociales, el primero con una participación de figuras del movimiento popular, no sólo en esta proporción sino en la significación que le dan los pueblos indígenas, las comunidades afrodescendientes, el movimiento sindical, las organizaciones de derechos humanos, los movimientos de paz, etcétera. La presencia de estos movimientos se constata también en algunas carteras y agencias que son esenciales para cumplir estos fines. Tenemos también un gobierno que mezcla una importante participación del Pacto Histórico y de las corrientes progresistas con la presencia de sectores liberales, e incluso conservadores. Juntas sostenemos en este momento un trabajo que diría que hoy es armónico, que implica también la conformación de mayorías en el Congreso. Tanto en el gobierno como en el Senado de la república hay una conformación paritaria: mujeres y hombres ocupan el 50 por ciento de los cargos y las curules. En conjunto, nuestra bancada ha conseguido aprobar en poco tiempo una serie de leyes importantes.
En segundo lugar hemos puesto las bases de lo que hemos llamado la «paz total», uno de los ejes políticos esenciales de este gobierno. Eso tiene que ver con una concepción distinta, mucho más inclusiva, que no sólo se restringe a la negociación con grupos armados para lograr la paz, que en Colombia es una condición indispensable para avanzar en otros terrenos. Al lado de esa visión de la «paz total» hay también una visión que cambia la añeja Doctrina de Seguridad Nacional y la reemplaza por el concepto de «seguridad humana» en la concepción del orden público, de la defensa nacional, de la atención de la protesta social y en la conformación de las fuerzas militares.
También hay una política de equidad social que está planteada fundamentalmente en la reforma tributaria, la primera en la historia que responde al principio constitucional de progresividad en los tributos. Es decir que los sectores más pudientes, pero también las empresas, los capitales, son los que tienen que contribuir de la manera más significativa y proporcional a los impuestos, los que van a ser destinados al bienestar y a las políticas sociales.
“Al lado de esa visión de la «paz total» hay también una visión que cambia la añeja Doctrina de Seguridad Nacional y la reemplaza por el concepto de «seguridad humana»”
En este campo de la equidad debo resaltar la propuesta del Ministerio de Igualdad y Equidad, que va a ser liderado por nuestra vicepresidenta Francia Márquez. Este será un ministerio consagrado a la economía del cuidado y al surgimiento de un sistema del cuidado, relacionado con los derechos de la mujer, los jóvenes y las poblaciones étnicas que han sido históricamente discriminadas, entre otros temas. Debo enunciar también la transición energética, que es sin lugar a dudas un tema altamente polémico; nuestra nueva concepción sobre el problema del narcotráfico; todo lo que estamos señalando en materia de una nueva política internacional y muchos otros aspectos que me llevaría un tiempo considerable explicar. En todos estos campos, más que palabras, declaraciones, ideas o propuestas lo que tenemos ya son hechos políticos.
Menciono también aquí la reforma rural integral, que es sin lugar a dudas la base de cualquier otro cambio en materia de paz, de equidad entre el mundo urbano y el mundo rural, y que ha comenzado valiéndose de una serie de instrumentos distintos, entre ellos un pacto que ha suscitado mucha polémica; nuestro acuerdo con la Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegan), los terratenientes más poderosos del país, que detentan 37 de las 144 millones de hectáreas que tiene Colombia, entre las cuales poseen buena parte de las tierras cultivables del país. El gobierno ha tomado la decisión de comprar tierras que reúnen ciertas condiciones para distribuirlas entre el campesinado que no tiene tierras o que tiene muy poca, y entre las comunidades indígenas y afrodescendientes: siempre y cuando esas tierras sean fértiles y estén exentas de cualquier litigio jurídico, no tengan un pasado jurídico dudoso ni hayan sido usurpadas, mucho menos por la vía de la violencia. Allí hay también otra vertiente importante de los cambios que estamos introduciendo.
L.R: Un rasgo común a muchos de los gobiernos de la primera y la segunda oleada progresista fue su horizonte constituyente, lo que no parece ser el caso de Colombia. ¿La carta magna vigente en el país no opone ningún limite a la avanzada agenda reformista planteada por el Pacto Histórico en materia tributaria, política y agraria?
I.C: En términos generales diría que no, porque en lo que estamos avanzando es en reformas que hacen realidad la Constitución de 1991. Una constitución que fue el resultado, como muchas otras en Colombia, de un pacto de paz y de otro acuerdo incumplido en la historia de nuestro país. Pero como es propio de la democracia y el estado de derecho, aquellos aspectos de nuestras políticas que desborden la constitución serán tramitados por la vía legal y constitucional que es la del Congreso, que tiene funciones constituyentes. Pero digamos que en términos generales, contrariamente a lo que habían vaticinado los sectores de extrema derecha y otros alarmistas, este gobierno ha respetado de manera irrestricta la constitución.
Debo decir que nunca en la historia del país la oposición política había tenido tantas garantías en sus derechos políticos, en su seguridad, en la posibilidad de expresar ampliamente cuales son sus críticas, opiniones y visiones, siendo algunas de ellas recogidas incluso por el gobierno. Ha habido ya tres jornadas en las que los opositores se han movilizado en las calles. Lo mismo sucede en los debates en el Congreso y en todas las instancias. Hemos sido muy cuidadosos en no transgredir ni violentar ni la constitución ni las leyes. El presidente Petro, el gobierno y el Congreso han respetado el orden constitucional y legal.
Diana Alfonso: Quisiéramos centrarnos ahora en la «paz total», una de las premisas más importantes no sólo del Pacto Histórico, sino de su plataforma a lo interior del Polo Democrático Alternativo. Entregado ya el Informe Final de la Comisión de la Verdad, ¿qué balance preliminar hace de ese proceso y de sus resultados a la fecha? ¿Qué limitaciones le encuentra?
I.C: En primer lugar señalar que en un tiempo relativamente breve la Comisión de la Verdad -creada por el acuerdo de paz del 2016 entre lo que fue la guerrilla de las FARC-EP y el Estado colombiano- ha rendido un informe que es un documento voluminoso. Y me refiero no tanto a su extensión -varios tomos- sino también al trabajo que contiene, con cerca de 30 mil testimonios, numerosísimas fuentes documentales, contratación con bancos de datos, etcétera.
Creo yo que es un informe muy serio que hay que estudiar y discutir, que parte de premisas fundamentalmente democráticas: la misma conformación de la Comisión ha sido plural, así como los debates que ha tenido en su seno. El informe recoge memorias, relatos y testimonios de muchos sectores, desde la perspectiva de su vivencia del conflicto armado y las violencias. Es un informe que analiza seriamente lo que han sido estas prolongadas décadas de conflicto armado y cuáles son sus raíces desde el punto de vista social y económico. También se pregunta por qué esta violencia ha sido tan continúa y cómo se ha sostenido en el tiempo, además de cuáles han sido sus efectos, sus nefastos efectos sobre la sociedad colombiana. También da, por supuesto, recomendaciones, los puntos hacia los cuales se deberían orientar el Estado, la sociedad, las propias víctimas, para lograr transformar esa situación de la que da cuenta el informe, apuntando a lo que se ha llamado el principio de la garantía de no repetición de la violencia.
Así que es en esencia un buen informe. Creo que podamos darnos por contentos, pero no por satisfechos. Y digo que no por satisfechos porque el conflicto armado continúa, no ha finiquitado. Hay otra gran dimensión de ese conflicto que está dada por la confrontación con otra guerrilla que también tiene una historia larga: el Ejército de Liberación Nacional (ELN), cuyo accionar ha continuado después del 2016. Es decir que a ese informe, para no entrar en detalles ni honduras, le faltaría un capítulo que abarcase desde el 2016, fecha hasta la cual va el mandato de la Comisión, hasta el presente.
Hay otros asuntos que habría que analizar allí en torno a numerosos aspectos de la violencia. Alguien se podrá preguntar, ¿por qué tantos informes, por qué tantas comisiones, por qué si tienen en Colombia una jurisdicción [la Jurisdicción Especial para la PAZ – JEP] que no existe tal vez en ninguna parte del mundo, se le quieren agregar más ingredientes a esto? Bueno, porque sencillamente se trata de 60 años de violencias, de 10 millones de víctimas y de innumerables episodios que todavía falta esclarecer. Así que este informe es una base importante que enriquece también a otros informes que se han hecho a partir de otras comisiones de la verdad que han funcionado en Colombia, y sin lugar a dudas seguirá siendo parte de un proceso de esclarecimiento que tendrá otros capítulos en el futuro inmediato.
D.A: En relación al proceso de paz y a los paradigmas para abordarlo, se suscitaron múltiples debates sobre las garantías para quienes hacían parte del proceso, sobre todo para quienes estaban haciendo dejación de las armas. De cara a los retos actuales y en relación a las disidencias de las FARC, ¿cómo ve usted la transformación de ese paradigma de diálogo en la presente etapa y bajo el actual gobierno?
I.C: Primero decir que tenemos un muy importante acumulado en Colombia de experiencias y de hechos que han sido el resultado de esta lucha por la paz que ha dado la sociedad colombiana durante tantas décadas. No nos podemos quejar en torno a que no haya referentes: los procesos de paz han dejado toda clase de experiencias, acuerdos, leyes, disposiciones constitucionales y un movimiento de paz que es muy plural y tiene una presencia muy importante en la vida política y social.
Dicho todo esto, aquí hay que tomar en consideración nuevas circunstancias. La primera de ellas es que cada organización con la que se hace un acuerdo de paz es distinta: no se le puede aplicar el mismo formato ni modelo. Creo que se ha cometido este error en Colombia bajo algunos gobiernos. Lo que se ha hecho es aplicar el mismo modelo de lo que se conoce como el «D-D-R», que es la desmovilización, el desarme y la reinserción de combatientes, sin tomar en consideración las circunstancias históricas y sociales de las que ha brotado uno u otro aspecto de este conflicto. Es entonces un deber hacer el esfuerzo por entender la especificidad de cada grupo.
Pero hay otro elemento, dado que estamos en un mundo que está enfrentando situaciones también distintas: en los últimos años de este siglo XXI asistimos a nuevos contextos de las guerras. Uno de ellos, que vemos con mucha preocupación, es el contexto internacional de los conflictos armados, que cada vez apuntan más hacia el peligro de una confrontación nuclear. Pero hay también otra realidad que es la privatización de las guerras, el hecho de que cada vez más los conflictos y las violencias se encadenan unos con otros, borrándose sus fronteras. Está también el dato de que el narcotráfico se ha convertido en un problema transnacional en América Latina. Eso se dijo por ejemplo en la reunión reciente del Grupo de Puebla en Colombia: los países latinoamericanos, y ya no solamente Colombia, Perú, Bolivia o México, sino el conjunto de nuestra región, afronta el problema del narcotráfico, que es lo que ha dicho nuestro presidente Gustavo Petro en varios escenarios internacionales, y frente a lo cual requerimos también una salida distinta.
D.A: Para agotar este tema, quisiéramos preguntarle si se van a abrir canales de diálogo con grupos paramilitares o narcotraficantes. Esto, considerando que durante la campaña presidencial Petro fue muy taxativo respecto a la caracterización de estos grupos como grupos no políticos.
I.C: La ley que acaba de aprobar nuestro Congreso, la Ley de Paz Total, que está incorporada a una ley que se vota cada cuatro años y que actualiza la política de paz, ha dejado clara esa distinción. Hay un bloque claramente determinado y definido de procesos de diálogo, negociación y acuerdo que tienen carácter político, los que se realizan con organizaciones que responden a características muy claras. Es decir a organizaciones políticas, que tienen un programa, que durante toda de su existencia han proclamado su alzamiento en armas contra el establecimiento político, que quieren un cambio de sistema o de modelo económico, social y político, y cuyas actuaciones dan cuenta precisamente de esa condición insurgente. Con esas organizaciones el modelo de tratamiento es un modelo de negociación política: significa que dos partes se sientan en una mesa a través de sus delegaciones plenipotenciarias y definen una agenda, toman unas decisiones o acuerdan unos puntos que posteriormente se materializan en uno o varios acuerdos. Posteriormente, la organización que estaba en armas pasa a ser una organización política legal, como ha ocurrido varias veces en la historia política del país.
“Los países latinoamericanos, y ya no solamente Colombia, Perú, Bolivia o México, sino el conjunto de nuestra región, afronta el problema del narcotráfico”
Ahora, hay otro bloque de grupos a los cuales se les va a dar otro tratamiento claramente diferenciado, y aquí no debe haber confusiones. Son los grupos o las estructuras que giran exclusivamente en torno a economías ilícitas de alto impacto, como el narcotráfico o la minería ilegal, para mencionar a dos de esas grandes economías, y cuya razón de ser, cuya existencia gira en torno a obtener o capturar rentas ilegales para el beneficio de los integrantes de esas organizaciones. Con esas organizaciones no hay una negociación del modelo económico, político y social, ni se van a convertir en organizaciones políticas, porque no ha sido ese el motivo de su surgimiento.
Para ellas va a haber un tratamiento jurídico-social. ¿Eso qué significa? Pues el tránsito a la vida legal de sus integrantes, a través de un marco o modelo de justicia. ¿Cuál va a ser este? Esto es justamente lo que estamos discutiendo ahora. Es decir, ¿qué tipos de beneficios se pueden dar, bajo qué condiciones, y cómo se desmantelan esas organizaciones? Ese un tema. Pero el segundo tema, que no es menor, es cómo trata el Estado a las poblaciones sobre las que estos grupos han tenido control, influencia o dominio. Ahí tiene que haber una política social de parte del gobierno: no se puede criminalizar a las poblaciones que han soportado ya el control de estos grupos. Más bien, lo que tiene que hacer el Estado ahí es tener una presencia social, proveer servicios, ofrecer derechos, garantizar la vida, la integridad y el bienestar de la población. Por eso lo llamamos un proceso social. Ahora bien, dentro de estos grupos están las organizaciones paramilitares y narcotraficantes, y se les dará el tratamiento que corresponde a cada una. No sería la primera vez en la historia del país, hay una larga experiencia en esta materia. Pero lo novedoso es que estos procesos se harían simultáneamente: la búsqueda es la de un proceso global y simultáneo, lo cual obviamente no deja de generar muchas dificultades.
L.R: Ahora quisiéramos llevarlo al escenario latinoamericano y caribeño, pero en sintonía con sus respuestas anteriores. Considerando su carácter de defensor de paz y su vasta experiencia en el campo de los derechos humanos, le queríamos preguntar cómo analiza dos fenómenos regionales y globales: en primer lugar el surgimiento de nuevas derechas, derechas emergentes o grupos ultra-reaccionarios, y en segundo lugar la paramilitarización de la vida social, hecho que antes podíamos constatar en Colombia y en Centroamérica, pero que hoy es una constante en casi todos los países de la región. ¿Cómo analiza este escenario general de derechización? ¿Cómo enfrentar con medidas y marcos democráticos a grupos precisamente no democráticos?
I.C: Lo primero es decir que esas expresiones de derecha y sobre todo de extrema derecha, son efectivamente un fenómeno continental y que también vemos en el resto del planeta. En algunos países incluso han llegado a ser gobierno, comenzando por Estados Unidos, y tienen unas identidades ideológicas y políticas que responden a dinámicas también muy concretas. Estos fenómenos son respuestas de determinados sectores de la sociedad a las crisis que está afrontando simultáneamente el planeta y el sistema. Y que a través de determinados tipos de plataformas políticas, o disfrazando sus intenciones, consiguen tener una influencia.
“Lo que tiene que hacer el Estado […] es tener una presencia social, proveer servicios, ofrecer derechos, garantizar la vida, la integridad y el bienestar de la población. Por eso lo llamamos un proceso social”
Pero en este momento estamos ante una situación en la cual el péndulo ha ido más bien hacia el otro lado: estamos asistiendo no a la hegemonía o a la entronización de gobiernos de extrema derecha -y con esto no quiero decir que no los haya- sino a un auge de las corrientes progresistas, sociales, que han ido ganando un espacio muy importante en el continente. Aquí hay una gran disputa de carácter político, ideológico, social. Creo que debemos hacer un esfuerzo importante del lado de las fuerzas progresistas, que es ratificar al máximo nuestro compromiso con la democracia, con las instituciones democráticas, con los procedimientos democráticos. Entendida esa defensa de la democracia no como una defensa de la democracia formal, que se restringe solamente al cumplimiento de cierto tipo de rituales políticos en la sociedad, sino como la ampliación de la participación decisoria y vinculante del mayor número de sectores sociales, y al respeto de esa participación. Lo digo porque es muy propio de la extrema derecha el hábito de que si se pierden las elecciones, salir inmediatamente a desconocer esos resultados. Es lo que hemos visto en Estados Unidos, es lo que estamos viendo ahora en Brasil, incluso es lo que intentaron hacer sin éxito en Colombia.
Colombia: una segunda oportunidad sobre la tierra | Dossier Junio 22
Entonces creemos que esa discusión sobre la democracia, sus alcances y su profundidad es fundamental hoy, en todos sus aspectos. Por ejemplo en el asunto de la justicia, en relación a quienes ejercen un liderazgo político. Hemos estado analizando lo que se llama el lawfare, que es cuando el poder judicial es utilizado para determinadas causas políticas, en este caso contra de los liderazgos progresistas. Aquí tal vez deba nombrar el caso reciente de Lula da Silva, que luego de afrontar un proceso muy largo no sólo tuvo que ser rehabilitado por la justicia sino que hoy por hoy triunfó en las elecciones presidenciales brasileñas. Es también la discusión sobre los medios de comunicación, sobre la hegemonía en materia informativa. Creo que allí la posición debe ser la misma: el respeto de la libertad de información, pero no solamente para las grandes compañías, que pueden llegar a monopolizar las comunicaciones, sino para todos y todas. Aquí necesitamos que la comunicación sea verdaderamente libre y que se respete la libertad de expresión, de opinión y de información, para que tengamos un debate y una deliberación democrática.
Mencionaría también el lugar de la protesta social: el derecho que tienen los ciudadanos a ejercer pacíficamente su inconformidad política. En Colombia se ha despertado una gran discusión, porque nuestro presidente ha dicho que las y los jóvenes que han sido arbitrariamente judicializados por haber participado en el estallido social deben ser puestos en libertad. Este es un gran debate, porque algunos dicen que quienes ejercen la violencia, quienes son, según ellos, los “nuevos terroristas”, no pueden ser objeto de ninguna clase de prerrogativa judicial. Lo que nosotros exigimos no es que haya una impunidad frente a hechos de violencia, sino que se respete el derecho que tienen las y los ciudadanos de ejercer la movilización, especialmente aquellos sectores juveniles que tienen todas las razones válidas para salir a las calles y protestar, sea en un gobierno de izquierda, de derecha o de centro, en cualquier circunstancia.