En 2016 el entonces comandante en jefe de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo), Timoleón Jiménez (ahora Rodrigo Lodoño), utilizó un bolígrafo fabricado con una munición, para firmar el Acuerdo de Paz. El documento, que también fue firmado por el entonces presidente, Juan Manuel Santos, selló -por fin- la paz en un país que llevaba 53 años de guerra, de conflicto armado entre la guerrilla y el Estado. Este gesto inició un nuevo capítulo en la historia de Colombia, donde la solución al problema ya no sería una respuesta militar.
Los guerrilleros confiaron en este acuerdo, fueron agentes protagonistas en la construcción de este diálogo, y entregaron todas sus armas. Absolutamente todos. La entrega fue supervisada por la ONU. Los contenedores llenos de pistolas, revólveres, rifles y granadas se cerraron con enormes candados, en una transmisión pública, acompañada en directo por autoridades políticas de varios países, así como por mecanismos internacionales que supervisaron toda la acción. Ese día marcó realmente el final de la guerra. A partir de ese momento, ningún guerrillero pudo volver a recurrir a las armas. Y luego, ¿qué pasa al día siguiente? Una nueva vida. Pero para ello se necesitan garantías.
El acuerdo se construyó a lo largo de cuatro años, a través de los llamados “diálogos de paz”, un proceso que se celebró en La Habana, después de que Cuba cediera amablemente su territorio, para que la conversación tuviera lugar en una región neutral, donde ninguna de las partes tuviera ventaja o vulnerabilidad. Además de la ONU, decenas de ministros y presidentes de otros países acompañaron estos diálogos para garantizar la seguridad y la legitimidad. Cientos de exguerrilleros participaron en las mesas de negociación, porque una persona que tuvo que tomar las armas para defenderse tiene mucho que decir y todos necesitan ser escuchados.
A partir de este minucioso diálogo, se llegó a un acuerdo que incluye muchos puntos, como la reinserción social, la seguridad garantizada, el derecho a la tierra, al trabajo, la reparación y la justicia para las víctimas, entre otros. Es un acuerdo complejo que requiere mucha voluntad política y compromiso con la ardua tarea de construir la paz. Un país que ha pasado por 50 años de guerra es un país desgarrado. No son sólo los supervivientes -miles de ellos mutilados por el conflicto- los que necesitan atención, sino toda una red de personas y comunidades que se vieron afectadas por la guerra y que ahora necesitan volver a aprender a vivir y tener las condiciones para hacerlo. Las cifras son aterradoras: 53 años de guerra han dejado 250.000 muertos y más de 9 millones de personas desplazadas por la fuerza, el mayor desplazamiento interno de la historia de América.
El problema fue que justo después del Acuerdo, Colombia eligió a un presidente de extrema derecha, Iván Duque, apadrinado por el archienemigo de las FARC y amigo del narcotráfico, Álvaro Uribe. Desde el principio dijo que no haría ningún esfuerzo para aplicar el acuerdo. Peor aún, dijo que “rompería” el acuerdo (“hacer trizas”, para ser más concretos). Esta postura fue un balde de agua fría para todos los que participaron en el proceso de paz, pero para los exguerrilleros, y para los colombianos en los territorios afectados, fue un verdadero atentado contra sus vidas.
Desde entonces, varias regiones del país son absolutamente vulnerables a los grupos paramilitares y al narcotráfico. No se puede decir que haya comenzado una nueva guerra porque ahora una de las partes no tiene defensa. Lo que ha estado ocurriendo son verdaderas masacres. Entre los años 2016 y 2020, 421 defensores de los derechos humanos y activistas fueron asesinados. Sólo en este año 2022 ya se han producido 38 masacres, en diferentes regiones del país. En media, un activista social es asesinado cada dos días. Estas personas son trabajadores sindicales, profesores, estudiantes, campesinos, amas de casa, trabajadores de servicios generales. Indepaz (Instituto de Estudios para el Desarrollo de la Paz) publica informes diarios de las masacres, con los perfiles de las víctimas. Son personas normales, que están siendo asesinadas a sangre fría sin posibilidad de defensa.
La escalada de violencia a veces se intensifica. Eso es lo que está ocurriendo ahora mientras usted lee este texto. En los primeros días de mayo, un grupo paramilitar autodenominado “Clan del Golfo”, promovió lo que se llamó un “paro armado”, una especie de “huelga”, armada. Fueron 73 municipios de la región norte del país que se vieron afectados, y más de diez departamentos. Durante los tres días de “huelga”, cuatro personas fueron asesinadas, al menos una torturada, los periodistas fueron amenazados y ciudades enteras fueron sometidas a toques de queda.
La Comisión de Seguimiento de la Aplicación del Acuerdo de Paz, CSM-Comunes, exige al Estado el cumplimiento del punto 3.4 del Acuerdo, que determina “la importancia y necesidad de desmantelar los grupos sucesores del paramilitarismo”. Este punto impulsa mecanismos de persecución, judicialización y desmantelamiento de dichas organizaciones, para lo que se ha creado una Unidad Especial de Investigación. Pero las acciones de este destacamento han sido claramente escasas, casi nulas. La mayor evidencia es que el país está con toda la región del norte bajo la amenaza de un grupo armado en este momento.
Mientras tanto, se celebran las elecciones presidenciales. Y las FARC, además de defender a sus ex guerrilleros y sus territorios, también están asumiendo el reto de construir la paz a través de la política, ocupando cargos públicos. Esta es la historia de los Comunes, el partido político que nació tras la caída de las armas.
Los Comunes – la palabra como arma
Tras abandonar el ejército, los antiguos guerrilleros optaron inicialmente sólo por cambiar el significado de las siglas y mantener el nombre de FARC, cuyas letras significaban ahora “Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común”. Después de entrar efectivamente en la vida política como partido, y de empezar a construir el proceso de paz junto con la sociedad civil, decidieron simplificar y nació Comunes.
Los retos de quienes pasaron su vida con una mochila a la espalda y un fusil al hombro en la selva colombiana, para reintegrarse en la sociedad y comenzar a participar en la vida pública son innumerables. Por ello, uno de los puntos del Acuerdo, garantiza que el Partido Comunista tiene derecho a un determinado número de escaños tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes durante tres legislaturas, incluso sin haber obtenido los votos suficientes para ocuparlos. Así, los Comunes tienen actualmente 3 senadores y 4 representantes.
A la hora de componer una pizarra, siguen caminando solos. Pero en estas elecciones están vinculados al Pacto Histórico, la coalición de izquierdas que lidera las encuestas con el candidato Gustavo Petro y su compañera de formula, Francia Márquez. Las candidaturas de los Comunes, al no tener la preocupación de elegir un candidato, son pedagógicas y sirven para ampliar el discurso de la construcción de la paz, y acercar a los exguerrilleros a la sociedad. Agendas como la recuperación de los territorios afectados por la guerra para la agricultura, la creación de empleo, la garantía de la seguridad y el derecho a la cultura y la ciudadanía, las políticas de género y raza son los temas más abordados.
La paz sabe a miel, cerveza y café
¿Pero qué pasa con los comunistas de a pie? Los que se han incorporado a la vida civil pero no a la política, ¿qué hacen después de la guerra? Según la Agencia para la Reincorporación, un organismo gubernamental, casi 13.000 personas están actualmente en proceso de reincorporación. Después de dejar las armas, estas personas necesitan poder construir una vida “normal”. Tener un trabajo, una casa, derecho a la salud, a la educación, al transporte, a la seguridad… como cualquier otro ciudadano.
En Colombia, además de la guerra, está el tema de las drogas. Miles de campesinos se dedican a la producción de la hoja de coca, y muchos de ellos porque viven en regiones dominadas por el narcotráfico sin condiciones para desarrollar otro cultivo. Para dedicarse a otra cosa, necesitan seguridad y apoyo para producir. Este es también uno de los puntos del Acuerdo. Según datos del gobierno, hay 3.575 proyectos aprobados, que benefician a unos 7.600 excombatientes, para que se dediquen a una nueva tarea profesional, sin armas, ni vínculos con el narcotráfico ni ningún tipo de violencia.
Estos proyectos han dado lugar a cooperativas enteras que producen café, miel, alimentos orgánicos, productos lácteos y embutidos, ropa, accesorios y cerveza artesanal, el producto de paz más conocido de Colombia. En Internet se pueden encontrar los perfiles de estas nuevas empresas de economía solidaria en Twitter e Instagram. Las tiendas son muy parecidas a las de cualquier metrópoli: un diseño fresco, productos de moda, lo sano del momento. Una propuesta contemporánea, y una respuesta amable y comprensiva a quienes creen que la salida de la guerra es la militarización.
Es bien sabido que Colombia produce uno de los mejores y más codiciados cafés del mundo. Así, el Café Maru es un café con sabor a paz, nacido de las manos de excombatientes. La miel que viene de la montaña también da sabor a este proceso regado de esperanza y cerveza. La Trocha es la cerveza artesanal producida por una fábrica dirigida por exguerrilleros en la región del Tolima. La ropa y los accesorios también están en la lista de producción de quienes ahora se dedican a construir la paz y a trabajar con sus manos para asegurar el sustento diario.
Para continuar en este camino hacia la paz, Colombia necesita un Senado, una Cámara y un Presidente diferentes al que fue Iván Duque, un político comprometido con el Acuerdo de Paz. Esperemos que el candidato que actualmente lidera las encuestas tenga éxito, y que América Latina pueda ser por fin un continente libre de guerras.
Versión en portugués disponible aquí
Traducción para ALAI: Gerardo Gamarra