entropia bioeconomia

La crisis ambiental representa el mayor reto presente y futuro para la humanidad. La evidencia científica, por ejemplo el Informe del Grupo de trabajo II (2022) que integra el Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC), ha demostrado el impacto de las actividades humanas sobre la salud y dinámica de los ecosistemas. Además, destaca la gravedad del problema que se puede alcanzar en los próximos años a causa de la inacción. Este problema civilizatorio no se trata solamente del daño causado por los seres humanos sino del impacto de su modo de producción mercantil.

A diferencia del antropoceno, concepto que define la nueva era geológica caracterizada por disturbios ambientales a causa de la intervención humana (véase un trabajo de nuestra autoría sobre el tema aquí), el capitaloceno reconoce las relaciones de poder establecidas en el capitalismo. Es decir, no se trata de una responsabilidad compartida en la misma cuantía de los seres humanos respecto al problema ambiental; el capitalismo genera grupos de poder y élites económicas que han basado su reproducción en la explotación de los servicios y bienes naturales (véase nuestro trabajo sobre el capitaloceno aquí).

Sin embargo, a nivel internacional se ha construido una narrativa donde las prácticas cotidianas en el hogar son las responsables del problema energético dejando de lado el papel de las industrias extractivas, agrícolas y manufactureras. Simultáneamente, esta versión del problema trata por igual a países de alta, media y baja industrialización. Si bien existen responsabilidades y prácticas que deben corregirse en el hogar, lejos se encuentra del daño ocasionado por las grandes industrias. Lo mismo sucede a escala nacional, dado que el nivel de consumo energético de las naciones desarrolladas supera fuertemente a países pobres. De acuerdo con Enerdata (2022) tan solo China representó el 25% del consumo global durante 2021.

La exigencia por transformar los procesos productivos ha conducido a múltiples respuestas y posibles soluciones. Desde la perspectiva económica, en primer lugar, se lucha frente a las restricciones que posee la economía dominante para interpretar la relación entre el proceso económico y el medio natural. La economía neoclásica se ha consolidado como la corriente dominante en la enseñanza universitaria. Su núcleo epistemológico concibe a la economía como un sistema cerrado, es decir, que no tiene intercambio energético ni material con su entorno, y cuya dinámica es estable y tiende hacia el equilibrio. Complementariamente, el ser humano es caracterizado como un “agente” racional que busca maximizar la utilidad de su consumo y en su faceta de productor reivindica este comportamiento en la búsqueda de la máxima ganancia. Por tanto, la teoría dominante carece de supuestos y fundamentos para incorporar el problema medioambiental reduciendo su análisis a una cuestión externa. Es decir, la contaminación es una externalidad de la producción y su efecto negativo sobre el bienestar social se corrige implementando impuestos.

De manera alternativa, la bioeconomía se distancia fuertemente de la economía neoclásica al reconocer los límites energéticos y materiales del crecimiento material y la dependencia energética del proceso económico de los bienes y servicios que provee la naturaleza. En lugar de instaurarse como un sistema unitario, la economía, desde esta perspectiva, se reconoce como un subsistema que interactúa y coevoluciona con otros sistemas. Por lo cual, las leyes del entorno natural inciden sobre la dinámica de producción y consumo.

La bioeconomía es un término que retoma Nicholas Georgescu-Roegen en 1975 para referirse al carácter biológico y económico de la humanidad. Para el economista de origen rumano, los procesos económicos, como ya se apuntó, van más allá de la determinación de precios vía oferta y demanda o de establecer los márgenes de ganancia empresarial. Al ser un subsistema, está sujeto a las leyes que rigen en la naturaleza. La termodinámica, disciplina encargada de analizar las propiedades energéticas, establece tres leyes fundamentales. Para Roegen, el ciclo productivo está fuertemente influenciado por la tercera ley: la entropía.

“La bioeconomía se distancia fuertemente de la economía neoclásica al reconocer los límites energéticos y materiales del crecimiento material”

Este concepto, desde la economía, implica que la energía empleada en cada ciclo productivo pierda sus propiedades originales, por lo que existe menor cantidad de energía disponible para el siguiente proceso. Así, la creación de mercancías tiene, por un lado, un consumo energético al utilizar insumos (por ejemplo, piense en madera o metal para elaborar un escritorio) y en contraparte, existe energía que se disipa en forma de calor o en residuos que ya no se puede reutilizar. En su conjunto, la entropía es un freno energético a la fabricación ilimitada de mercancías y un obstáculo a la idea de la mayoría de economistas que piensan en el crecimiento económico sin restricciones.

Para este mismo autor, el desarrollo de la civilización humana se debe al avance tecnológico que permitió el dominio energético sobre cierta fuente material -la madera, el carbón, el petróleo y el gas natural-. En efecto, la aparición de tecnologías disruptivas, como la máquina de vapor, permitieron a las sociedades expandir sus niveles de consumo y extracción material como nunca sus predecesoras lograron. Además, siguiendo las aportaciones de Alfred Lotka, el ser humano en su afán de superar sus límites endosomáticos (es decir, las manos, brazos, piernas) se inclinó por recursos exosomáticos (herramientas, tecnologías) y en expandir sus barreras energéticas. Por resultado, el progreso tecnológico con medios exosomáticos elevó la capacidad de extracción material y energética de la humanidad conduciendo al problema climático actual.

La proliferación de estas tecnologías creó una red de mercancías, servicios, sectores y necesidades sociales que dependen sustancialmente de energías fósiles y cuya dependencia hace difícil sustituir. El tamaño de la sociedad, su intensa dinámica, la perspectiva de crecimiento poblacional y los patrones de consumo nos ha llevado a una crisis entrópica que, por un lado, presiona la reproducción de los procesos productivos a los cuales la humanidad está acostumbrada y, por otro, nos acerca a un abismo del cual no hay retorno que es el cambio climático.

Por tanto, Georgescu Roegen (1975), reconociendo el carácter entrópico de la economía, estableció una agenda mínima bioeconómica que cuestiona la visión convencional de crecimiento y desarrollo. El objetivo principal es reducir la intensidad energética de la producción y consumo a partir de transformaciones severas del comportamiento económico.

Entre los puntos destacables está un cambio radical en las formas de ver la vida con relación al bienestar. Es decir, modificar la idea de progreso vinculado al consumo de mercancías innecesarias y desprenderse del consumo vinculado a las modas cuya durabilidad produce acelerar las compras del mismo producto. Asimismo, es importante garantizar la durabilidad de los bienes comerciados a fin de extender su vida útil. En conjunto, los ciclos biológicos lograrían recuperarse. Otro aspecto refiere al papel de la agricultura regenerativa o -agricultura orgánica- que permita alimentar a la población y evite el uso de químicos. Dicho perfil agrícola permite controlar el rendimiento y calidad de los alimentos.

A pesar de la claridad de las bases teóricas expuestas, el término “bioeconomía” está siendo utilizado de manera indiferente. De acuerdo con la clasificación de Debref y Vivien (2021) y Vivien et al. (2019), el término bioeconomía tiene al menos tres conceptualizaciones diferentes entre sí. La primera es la expuesta hasta el momento y que se deduce directamente del análisis de Georgescu-Roegen, la cual promueve la reestructuración del modo de producción, la promoción de la agricultura orgánica, la diversificación de la estructura productiva y la mayor responsabilidad de los actores económicos respecto al consumo energético.

La segunda definición de bioeconomía descansa sobre el desarrollo tecnológico como aspecto clave para la consolidación de una economía circular. En efecto, esta definición ampliamente difundida por organismos internacionales realiza una crítica al aspecto lineal de la economía, es decir, producir y desechar. Como alternativa, se sugiere la reutilización de los desechos a partir del reciclaje. Sin embargo, esta perspectiva tiene dos riesgos fundamentales.

En primera instancia, no cuestiona la actual dinámica e intensidad de los procesos económicos. Se incentiva a mantener las tasas actuales de consumo gracias a la existencia de tecnologías tratadoras de residuos. Desde las neurociencias y la psicología se ha demostrado que las personas en el afán de compensar sus acciones no amigables con el medio ambiente, como dejar abierta la llave del agua mientras se duchan, buscan adquirir productos que sean ecológicamente sostenibles, por ejemplo, botellas hechas con plástico reciclado (véase un artículo al respecto aquí). Esta acción en lugar de “compensar” el daño contra el medio ambiente únicamente preserva el actual estilo de consumo y producción.

“[La bioeconomía] promueve la reestructuración del modo de producción, la promoción de la agricultura orgánica, la diversificación de la estructura productiva y la mayor responsabilidad de los actores económicos respecto al consumo energético.”

En segunda instancia, la economía circular que promueve esta definición de bioeconomía supone la disponibilidad de avances tecnológicos suficientes para reutilizar los residuos. Al respecto, la entropía nos enseña que, sin importar la sofisticación técnica, la energía pérdida nunca será recuperable. Adicionalmente, el proceso de reciclaje puede conducir a un efecto rebote. Sinn (2012) señala que en muchas ocasiones el gasto energético de reciclar es mayor que la energía contenida en el objeto por ser procesado. Esto provoca una falsa ilusión de sostenibilidad a causa de mayor demanda de este tipo de bienes. La paradoja verde, como indica el autor, es resultado de mayor consumo energético social por el incremento en la demanda de bienes provenientes de esquemas circulares de producción.

La tercera definición de bioeconomía sitúa a la biomasa agrícola y forestal como objetos potenciales de valorización y diversificación de la economía, sustituyendo la dependencia del sector petrolero. Autores como Roy (2016) consideran la biomasa como el “nuevo carbón verde” cuyo potencial permitiría sustituir fuentes tradicionales de energía, obtener la base alimentaria para el crecimiento demográfico y generar un nuevo perfil competitivo en regiones de países con media y baja industrialización. Para lograr esta bioeconomía, sería necesario el papel de la iniciativa privada y el gobierno para crear sistemas alimentarios durables y resilientes (Colonna, et al. 2019).

El problema de esta visión radica en los conflictos asociados a la explotación de la agricultura. La biomasa representaría el nuevo campo de batalla del mundo; presiona a los productores, acelera las modificaciones genéticas a los bienes objetivos, incrementa el uso de pesticidas e intensifica el proceso de financiarización sobre granos como el maíz o bienes naturales como la madera. La propuesta de la bioeconomía basada en la biomasa simplemente intercambia la fuente energética, biomasa en lugar de petróleo, pero preserva las mismas formas de explotación.

El debate sobre las distintas conceptualizaciones de la bioeconomía debe invitar a reflexionar sobre las mejores estrategias, políticas y formas para combatir el cambio climático. Si realmente se quiere incidir es importante considerar a la bioeconomía con base en las reflexiones de Georgescu-Roegen, es decir, en aquellas acciones que inciden sobre el estado energético de las sociedades en busca de una sustentabilidad fuerte. Por tanto, seguir medidas como las expuestas en su agenda bioeconómica mínima sería un primer paso.

El potencial de esta definición para mitigar el cambio climático descansa en su cercanía con la base material y energética del proceso económico. La reconfiguración del esquema productivo teniendo como premisa repensar los principios de consumo, la vida útil de las mercancías y regresar a esquemas de agricultura regenerativa permite replantear la tendencia consumista de la sociedad capitalista y consolidar esquemas de producción alimentaria cuya gestión garantiza la sustentabilidad en los ciclos naturales.

Distinguir entre los tipos de bioeconomía permite diferenciar entre propuestas sólidas para mitigar y combatir los efectos del cambio climático, de aquellas que usan términos alejados realmente de su origen y cuyos resultados no ofrecen ninguna garantía de sustentabilidad. En la actualidad se hace uso de los términos de manera discrecional por sumarse a la ola de “sustentabilidad” “verde” y “ecológicamente responsable” ofreciendo respuestas parciales y limitadas.

En conjunto, la bioeconomía sustentada en la idea del progreso tecnológico como principal fuente del progreso poco diverge de la idea dominante de la economía. Al final, no se cuestionan los patrones actuales de consumo y las responsabilidades diferenciadas entre los países. Esta interpretación no niega la importancia de la tecnología en la estrategia actual contra el calentamiento global; sin embargo, se corre un riesgo al pensar en que su implementación por sí misma logrará reducir drásticamente la adversidad climática. Se requiere incidir en los patrones de producción de las empresas e incrementar la durabilidad de sus productos con la finalidad de disminuir la carga energética. En suma, desacoplar la inercia del consumo innecesario permitiría aliviar parcialmente el problema entrópico.

“En la actualidad se hace uso de los términos de manera discrecional por sumarse a la ola de ‘sustentabilidad’ ‘verde’y ‘ecológicamente responsable’ ofreciendo respuestas parciales y limitadas”

Finalmente, la implementación de la bioeconomía basada en la biomasa puede tener sus espacios potenciales en la regeneración del territorio siempre y cuando sea controlada por las propias comunidades agrícolas encargadas del proceso de generación. Por el contrario, pensar en bioeconomía en este sentido se alejaría de la concepción original del término planteada por Georgescu-Roegen.
Si el mundo entero piensa a la biomasa como la fuente clave de energía, lo más probable es que las grandes comercializadoras del mundo controlen la producción, sometan a los pequeños y medianos productores mientras las desigualdades, tanto económicas y ambientales, seguirán preservándose. En términos ambientales, el mundo transitaría con los mismo patrones de consumo y únicamente trasladaría la gran maquinaria económica fósil a una nueva fuente sin hacer la transformación social necesaria para evitar el daño ecológico. Las posibilidades de cambios radicales descansan en propuestas bioeconómicas con reales incidencias energéticas.


Gabriel Alberto Rosas Sánchez cursa el Doctorado en Ciencias Económicas de la Universidad Autónoma Metropolitana (México) y es miembro de la Sociedad Mesoamericana y del Caribe de Economía Ecológica. Correo electrónico

Referencias

1. Colonna, P., Axelos, M., Beckert, M., Callois, J. M., Dugué, J., Esnouf, C.,y Valceschini, E. (2019). Nouvelles questions de recherche en bioéconomie. Natures Sciences Sociétés, 27(4), 433-437.

2. Debref, R., y Vivien, F. (2021). Quelle bioéconomie écologique ? Retour sur le débat des années 1970-1980. Economie rurale, (2), 19-35.

3. Georgescu-Roegen, N. (1975). Energy and economic myths. Southern economic journal, 347-381

4. Roy, C. (2016). Les potentiels de la bioéconomie. Futuribles Janvier-Février, 69-80.

5. Sinn, H. W. (2012). The green paradox: a supply-side approach to global warming. MIT press.

6. Vivien, F., Nieddu, M., Befort, N., Debref, R., y Giampietro, M. (2019). The hijacking of the bioeconomy. Ecological economics, 159, 189-197.