Acercarse a los problemas sociales en Cuba es un reto epistemológico que atañe a las múltiples disciplinas de las ciencias sociales y al sistema político en su totalidad. Su presencia se hace sentir en todas las esferas del país y en el habla común de la gente. Posiblemente, no sea un fenómeno exclusivo de la actualidad, sino también de los tiempos pretéritos.
Lo común cuando se aborda un asunto de esta naturaleza es señalarlo sin caracterización, como algo inherente a la vida cotidiana del presente, sin trascendencia e implicaciones políticas.
Sin embargo, es conocido que las palabras son expresiones nítidas de las conductas asumidas por los diferentes sectores poblacionales ante los problemas neurálgicos de la sociedad. De ahí que exista un lenguaje sexista, racista, sectario, discriminatorio en sentido general, aunque también en ocasiones incluyente. Pero lo importante, en esta oportunidad, es detenerse en las implicaciones que tiene para la conformación de una ética de la convivencia el uso de términos reveladores de las conductas asumidas por quienes cohabitan dentro de la dinámica de la vida de todos los días. A la vez, esa ética entraña conceptos inherentes a una determinada filosofía existencial.
En las diferentes valoraciones críticas realizadas por varios historiadores cubanos y extranjeros se menciona la presencia de una corriente historiográfica de los años setenta del siglo XX reivindicatoria de la «gente sin historia». Tal parece que, hasta esos momentos, los historiadores habían centrado sus quehaceres solo en los grandes acontecimientos y sus figuras más representativas. La realidad es otra, en tanto desde los años cincuenta de esa misma centuria José Luciano Franco, Emilio Roig, Juan Pastrana, José Rivero Muñiz y otros, incluyendo a los historiadores locales, desarrollaron una intensa y nada desdeñable labor favorable al rescate de figuras — generalmente vinculadas al movimiento revolucionario y a la vida sociopolítica — desconocidas por la historia nacional.
En los textos docentes, incluyendo los universitarios, en especial durante la república burguesa neocolonial, los enfoques y la emisión de conocimientos históricos estaban centrados en el liderazgo político y en sus grandes hazañas bélicas revolucionarias. Aspecto retomado por la historiografía de los primeros años de la Revolución en el poder, sin desconocer el papel desempeñado por las masas populares en los procesos insurgentes. A lo que debe agregarse la reafirmación de los principios y actitudes patrióticas y antimperialistas.
La mencionada tendencia historiográfica de exaltar a los «sin historia» protagonizada por Juan Pèrez de la Riva y Pedro Deschamps, abrió los caminos a la historia social de los años noventa. A lo que debe agregarse la emergencia a escala internacional de dicha disciplina, con énfasis en los estudios sobre la esclavitud. Es sabido que entonces comenzó el fortalecimiento de las vías comunicacionales de los científicos sociales de Cuba con los del resto del mundo, en particular con los norteamericanos y europeos.
Esto fue posible por la apertura de las políticas culturales y el desarrollo cualitativo de las investigaciones en el país. Hago hincapié en esto último porque a veces se enaltece lo que nos llega desde el exterior, desconociéndose los avances científicos internos, sin los cuales no es posible el necesario entendimiento y la adecuada asimilación de lo que se investiga y publica en el resto del mundo.
Las voces, entiéndase los reclamos y exigencias de los históricamente denominados siervos, esclavos, trabajadores, obreros, labradores, subalternos y explotados ocupan la atención de no pocos especialistas cubanos. Así como sus costumbres, formas de vida, religiosidad, tradiciones, vida cotidiana y accionar dentro de los movimientos políticos revolucionarios.
De esa forma se va destruyendo la imagen tradicional y reduccionista de la historia de Cuba basada en el exclusivo liderazgo de los grandes políticos e ideólogos. Debe comprenderse que la inmensa masa de los sectores populares alberga pensamientos y propósitos ideológicos que van más allá de sus luchas por el mejoramiento de sus condiciones de vida, para insertarse en una específica concepción política y social, aunque carezcan de proyectos y programas basados en un cuerpo teórico determinado.
A la altura de los tiempos actuales se asume el conocimiento histórico en su integralidad, sin desconocer las especificidades disciplinarias inherentes a las múltiples variantes de la espiritualidad conformadora de una sociedad histórica determinada. Al combatiente, al luchador y al líder no se le puede valorar, en toda su magnitud, segregado de su entorno específico cultural. De hacerse, se estaría construyendo una imagen poco convincente e irreal.
Sin embargo, pese a los avances historiográficos aún queda mucho por hacer para destruir mitos, estigmas, prejuicios y esquematismos. Generalmente, se sigue apostando por la construcción de la épica pura donde prima la falsa perfección humana y «el bueno buenísimo» contra «el malo malísimo», sin espacios a los matices y entendimientos hacia las equivocaciones conductuales. Para los receptores de semejantes mensajes resultan inalcanzables los ejemplos impuestos a través de los discursos historiográficos, ya sean docentes o monográficos, y también los políticos, con el marcado propósito de crear seguidores y, lo peor, imitadores.
“Al combatiente, al luchador y al líder no se le puede valorar, en toda su magnitud, segregado de su entorno específico cultural”
Lo antes expresado sustenta la invisibilidad como práctica recurrente en los actuales medios masivos de comunicación. Hay una constante reiteración de raíz escolástica en destacar solo la obra del liderazgo, desconociéndose la participación de otros actores en la obra revolucionaria. Cuestión presente en las conmemoraciones con motivo de la fundación de centros docentes, científicos y culturales creados después del triunfo de la Revolución. Por ejemplo, no se menciona el número de trabajadores ni los sectores involucrados en dicho suceso, ni tampoco existe, por lo general, alguna señalización donde aparezcan los nombres de los obreros y artífices de su concreción. Se habla solo de quién los ideó y los propósitos que persiguen.
En un sentido diferente, pero dentro de la misma concepción, se encuentra lo relativo al aprendizaje del pueblo desde el poder. Una revolución implica una construcción colectiva de altas proporciones. Las inmensas campañas educacionales desde los tiempos fundacionales, tales como los maestros voluntarios, la alfabetización lograda en menos de un año, el sistema gratuito de enseñanza general, artístico y universitario, las masivas políticas culturales, las acciones contra la discriminación y la desigualdad sociales merecen destacarse cuando de aprendizaje se trata y no solo invocar a quienes, junto a otros líderes, de manera admirable concibieron estrategias emancipadoras. La revolución es de y gracias a todos, de ahí, entre otras cuestiones, su carácter emancipador. Participando, actuando y sufriendo grandes avatares nos hemos enaltecido frente a los intentos constantes e ininterrumpidos de quienes quieren detener la marcha de la historia.
Lo anterior, llevado a un plano particular cuando de organizaciones de masas se trata, se revela en el momento de concebirlas solamente como educadoras y movilizadoras en torno a las exigencias y necesidades de las políticas gubernamentales, desconociéndose su carácter identitario. Debe recordarse que la historia de Cuba, como la de todos los países, es la del pueblo; y la Revolución en el poder es su hija legítima. Las agrupaciones no fueron impuestas desde la gobernabilidad, sino surgieron por voluntad y decisión propias de las masas que las integraron para ser partes de la creación de una nueva sociedad.
No hace mucho escuché a una fundadora de la Federación de Mujeres Cubanas afirmar que esta se había creado para «enseñar a las mujeres» a ser útiles socialmente. Entonces pensé en la importancia que tiene el conocimiento de la historia del movimiento feminista de nuestro país. ¿Cuánto se sabe de él? Semejante ignorancia hace creer que todo lo que somos es obra del proceso revolucionario y no que este es el resultado de mucho andar histórico. Nuestra revolución es el fruto legítimo de cuatro siglos de persistente combate por la reivindicación humana. De ahí, precisamente, su innegable autenticidad, la que no aceptan nuestros enemigos y tratan de distorsionar para desgajarnos de ella.
Seguimos, en el campo publicitario, destacando a las mujeres líderes o denominadas emblemáticas como símbolos de otras muchas que no tienen un espacio sistemático en los medios de divulgación masiva. En la forma en que se muestran aquellas, parecen íconos estáticos e inaccesibles a la inteligencia colectiva. Se desconocen sus contradicciones con los mundos pasado y presente, sus angustias y avatares personales, las barreras de todo tipo que destruyeron y el desarrollo progresivo de sus pensamientos. A veces, en la forma en que son mostradas, parecen diosas que nacieron iluminadas por ellas mismas o por seres extraterrestres. Así, no siempre resultan imitables o referentes para enfrentar los prejuicios actuales. A lo anterior sumamos la insuficiente socialización, fruto de pocas investigaciones, sobre la pléyade de mujeres dignas del conocimiento colectivo y que también son paradigmas de patriotismo y dignidad.
“Una revolución implica una construcción colectiva de altas proporciones”
Existe un Programa Nacional denominado «Para el adelanto de las Mujeres», loable por sus propósitos e indicador de la existencia de grandes problemas para el desarrollo integral y armónico de quienes tienen el peso fundamental de la vida doméstica, a la vez que constituyen más del 50 por ciento de la población laboral. El programa va dirigido, sobre todo, contra la violencia de género, la discriminación, la misoginia y las múltiples razones que conspiran contra la inserción femenina en la sociedad. Sin embargo, cabe preguntarse cómo es posible que persistan semejantes tragedias a la altura de más de sesenta años de Revolución.
¿No ha llegado el momento de reconocer públicamente en lo que nos hemos equivocado o en lo que no se ha profundizado lo suficiente? ¿Acaso no es necesario visibilizar los errores cometidos y destacar que la institucionalización sectorial no es el único camino para enfrentar semejantes flagelos, y que urge la actuación de todas las fuerzas políticas de la comunidad y del país en su conjunto para solucionar los problemas? ¿Qué imposibilita el sistemático debate público en las comunidades sobre este particular junto a otros como la delincuencia y la extorsión?
En relación con esto último, bien merece señalarse que no se visibilizan en toda su medida las acciones ejecutadas por quienes dañan la decencia y la escrupulosidad del ejercicio político administrativo. ¿Qué impide que se divulguen los delitos cometidos por quienes fueron elegidos por el pueblo y el Gobierno que representan? ¿No deben ser acaso lecciones de confianza y ejemplaridad hacia el poder político?
Sabemos que existen dolorosas contradicciones sociales que dañan la conformación de un país armónico, justo y equitativo, propósito bien enraizado en la naturaleza del proceso revolucionario. Hay expresiones innecesarias que marcan la diferencia entre el pueblo y el poder político. Entre ellas están «hay que bajar a la base», «los de arriba deciden», «arriba se adoptan las grandes medidas» o «eso viene de arriba y no se discute», entre otras. ¿Cómo se entiende si este es el poder del y para el pueblo?
Es bien conocido que la problemática de la vejez constituye uno de los grandes retos de la sociedad cubana actual. Los ancianos representan más del 17 por ciento de la población. Somos el país más envejecido de América Latina. Las causas son conocidas. Entre ellas están la prolongación de la vida de los adultos, la insuficiente natalidad, la emigración de los jóvenes y la crisis económica interna y mundial. Existen políticas sociales para enfrentar semejante realidad y constituye uno de los grandes problemas asumidos por el Gobierno y las organizaciones no gubernamentales de la contemporaneidad cubana.
El proyecto del Código de las Familias es una excelente obra de modernidad y justicia. No tengo noticias de otro fuera de Cuba, pero sí sé que este constituye un baluarte de sabiduría y que expresa la historicidad de nuestras aspiraciones familiares.
Ciertamente, las leyes, como todo el sistema jurídico, regula los mecanismos de las conductas de la población. Constituye un soporte imprescindible para el establecimiento de la equidad social. En particular, el mencionado Código revela, como parte del orden jurídico del país, los grandes flagelos de la sociedad actual. En él se aprecia la intimidad de un país y sus oscuros y evidentes problemas, que se escapan a las concreciones de las grandes empresas del desarrollo socioeconómico y cultural. El interior de las vidas de los múltiples sectores poblacionales y sus grandes tragedias son reveladas mediante las propuestas jurídicas. Las discusiones sobre la aprobación o no del Código constituyen talleres de adiestramiento sobre cómo deben ser nuestras familias y, sobre todo, qué conductas deben asumirse en la convivencia ciudadana.
Pero no es suficiente ese loable empeño de las autoridades gubernamentales y del sistema político en general. Urge el sostenimiento de una política sistemática e ininterrumpida de educación masiva a través de los medios divulgativos, los centros docentes, las reuniones de vecinos, entre otras, donde se visibilicen críticamente los problemas de la convivencia familiar y social en general.
Retornando a la problemática de la vejez, es importante la reflexión colectiva en torno a su situación concreta y su necesaria inserción en los complejos mundos de la cotidianidad. Existe un sistema de atención a los ancianos en los centros de salud del país, hay múltiples círculos — mal denominados «de abuelos» en tanto no todos sus integrantes registran en ese grupo etario — y también una labor divulgativa favorable al respeto y la atención ciudadana de la que son acreedores. Pero no es suficiente para quienes han entregado su vida laboral y familiar al mejoramiento humano.
¿Se visibilizan los sectores? ¿Acaso todos son iguales? ¿Los obreros, campesinos e intelectuales tienen el mismo rango de participación social? ¿Pueden tratarse de la misma forma los enfermos y los sanos, los más viejos y los que no lo son tanto? ¿Por qué son excluidos en sus antiguos centros de trabajo de actividades no solo festivas, sino también las puramente laborales como las discusiones de planes y proyectos de trabajo? ¿Por qué no acercarlos a los jóvenes para que brinden sus experiencias e historias de vida?
Esta última interrogante resulta crucial para el entendimiento de la continuidad de la memoria histórica. Muchas veces observamos la existencia de un incómodo presentismo en las nuevas generaciones, lo que equivale a una marcada tendencia hacia el olvido del pasado no tan lejano en el tiempo, y preguntamos: ¿Quiénes son los responsables, ellos o nosotros, que no hemos sabido trasladar nuestras vivencias y saberes, siempre enriquecedores de la espiritualidad? Se sabe que esa vieja imagen del abuelo narrándole al nieto sus vivencias del pasado, en un también envejecido sillón, ya no es recurrente en los medios familiares. Ello no excluye la generación de espacios, tal vez más dinámicos, donde sea posible esa comunicación; o mejor, ese saludable acercamiento en el que se trasladen valores éticos y morales, entre ellos el respeto y la tolerancia, para que a la vez el anciano se sienta parte de la contemporaneidad y no como un objeto anacrónico a quien no hay que escuchar y que, como «vulnerable», es patrimonio exclusivo de la comunidad longeva.
Existen expresiones lacerantes e irrespetuosas hacia la vida de quienes construyeron nuestros sueños, propósitos y realizaciones actuales. Lo viejo es sinónimo de obsolescencia, decrepitud y, a veces, de ignorancia. Es lo que resulta impracticable e imposible de sostener o incorporar en el tiempo. Por lo general, no siempre se relaciona con la sabiduría o como un referente de conocimientos. De ahí el tratamiento despectivo o, en el mejor de los casos, excluyente hacia quienes todavía andan por el presente.
Por los años vividos dentro y como parte del proceso transformador de nuestro país, albergo la más absoluta convicción de que esta es una revolución que se rehace continuamente, y ella somos nosotros. Pensar y decir en voz alta lo que queremos cambiar es también construir la esperanza.