Imagen: Nikolai Kochergin
Imagen: Nikolai Kochergin

En la noche del 7 de noviembre de 1917 se produce el asalto al gobierno provisional en Rusia. Acontecimiento que pasaría a la historia como la Revolución de octubre. La fecha corresponde al 25 de octubre en el calendario juliano, vigente en la Rusia Zarista y luego abolida por el Gobierno Bolchevique. En el resto del mundo, los sucesos tomaron inicio el 7 de noviembre. 

Para conmemorar una de las epopeyas más importantes de la historia de la lucha por la emancipación, publicamos un extracto de Rusia, 1917 Vertientes y afluentes del militante y escritor Aldo Casas.

El 23 de febrero de 1917 (según el calendario Juliano, 8 de marzo en el Gregoriano) comenzó en la ciudad de Petrogrado una insurrección que, en poco más de una semana, puso fin a los tres siglos del reinado autocrático de la dinastía Romanov e inició la gran Revolución Rusa. El hecho es muy conocido, pero su verdadera naturaleza y alcances siguen siendo objeto de investigaciones y polémicas, porque la historia no es algo que fue allá lejos y hace tiempo, la historia siempre es en tanto la pensamos e interpretamos desde el mundo y el tiempo en que vivimos. Como escribiera un gran novelista argentino, “la revolución es un sueño eterno”. Y más cuando se trata del impar proceso revolucionario que trastocó el antiguo orden de todo un Imperio (Rusia, Ucrania, Polonia, Finlandia, Estonia, Lituania, Georgia, Armenia, pueblos del Cáucaso, etcétera) y condujo a la otra insurrección, que ocho meses después, instituyó la República Soviética con el Concejo de Comisarios del Pueblo como órgano ejecutivo. La Revolución Rusa debe ser considerada también desde el punto de vista de la revolución mundial por ser indisociable del ciclo revolucionario que conmovió a Alemania y otros países europeos, para luego extenderse hacia Oriente y otros puntos del mundo, y tuvo expresiones político-organizativas como la Internacional Comunista (o Tercera Internacional), concebida como partido mundial de la revolución socialista.

La Revolución Rusa devino factor activo (ideal y materialmente) de la historia contemporánea durante un período que la agudeza y oficio de algunos historiadores denominó “el corto Siglo XX” (Eric Hobsbawn) o “el siglo soviético” (Moshe Lewin). Denominaciones útiles en tanto no se olvide que las periodizaciones, siempre opinables y relativas, lo son aún más referidas a una revolución que encontró tanto su institucionalización como su negación en la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS). Un proceso en que múltiples movimientos histórico-sociales se superpusieron como capas tectónicas, con dinámicas y orientaciones diversas:

“Las consecuencias del periodo 1914-21 y los efectos combinados de la década de 1920 y los primeros años de la siguiente fueron, para usar la afortunada definición de Moshe Lewin “una suerte de cohete de tres etapas, cada una de las cuales brinda una durable fuerza de propulsión, pero que produce también nuevos equilibrios y elementos de crisis que se suman a los heredados del pasado”. La combinación de estos tres elementos es indispensable para una explicación, sea del decenio que sigue a la Revolución de Octubre, sea para el período stalinista, o sea para lo que sucedió tras su desenlace” (Agosti, 2017: 2).

Acá se re-examinarán algunos momentos y/o interpretaciones del período que fue de febrero a octubre de 1917, intentando dejar de lado visiones maniqueas, relatos mitológicos, afeites y prejuicios que, deliberada o inadvertidamente, enemigos y amigos de la revolución fueron agregando a lo largo de más de cien años. Repasar “a contrapelo” esa historia puede servir para rescatar voces y puntos de vista de los hombre y mujeres “de a pie” que fueron protagonistas de aquella gesta.

En vísperas del incendio

Ya en 1916, después de tres años de guerra, la situación de Rusia era desesperante. Habían muerto en las trincheras 1.800.000 soldados, otros 2.000.000 eran prisioneros de guerra y de 1.000.000 más no se sabía nada… Pese a lo cual la Stavka (Cuartel General de las Fuerzas Armadas del Imperio Ruso) reiteraba operaciones que terminaban en desastres y nuevas pérdidas.

A la soberbia e incompetencia del zar Nicolás II, se sumaban los escándalos e intrigas en la Corte y un completo desorden gubernamental:

“(…) desde septiembre de 1915 a febrero de 1917, Rusia tuvo cuatro primeros ministros, cinco ministros del Interior, tres ministros de Asuntos Exteriores, tres ministros de la Guerra, tres ministros de Transportes y cuatro ministros de Agricultura. Este “juego de la pídola ministerial”, como llegó a ser conocido, no solo apartó a hombres competentes del poder, sino que también desorganizó la labor del gobierno, puesto que nadie permanecía suficiente tiempo en el cargo para familiarizarse con sus responsabilidades. La anarquía burocrática se desarrolló con las cadenas de mando que competían entre sí: algunos ministros eran responsables ante la zarina o Rasputin, mientras que otros seguían siendo leales al zar o al menos a lo que ellos pensaban que era el zar, aunque cuando se llegaba al punto central nunca parecían saber a favor de lo que estaban y, en cualquier caso, nunca se atrevían realmente a oponerse a su esposa” (Figes, 2017: 429).

La nobleza, los grandes capitalistas y los gobiernos de Inglaterra y Francia advertían el riesgo de catástrofe, sin que Nicolás II y la zarina prestaran la menor atención. Las intrigas palaciegas y las combinaciones políticas en la Duma eran un laberinto sin salida. Buscando mayor protagonismo, los diputados octubristas (monárquicos) y los del partido Democrático Constitucional o kadetes (liberales) conformaron el llamado Bloque Progresista y también constituyeron los comités de la Industria de Guerra. Nada de eso lograba modificar el curso de los acontecimientos.

Reaparecieron, a pesar de la represión, las huelgas y una creciente agitación en las fábricas y barrios populares, especialmente en Petrogrado. El Partido Obrero Social-Demócrata de Rusia (menchevique), que conservaba algunos diputados en la Duma, se oponía al zarismo pero apoyaba el esfuerzo de guerra de Rusia y sus aliados y era decidido partidario de la alianza con la burguesía. El Grupo Obrero Central liderado por el menchevique Kuzma Guozdev impulsó la elección de delegados fabriles para que eligieran en una segunda votación quienes debían ocupar los lugares asignados a los obreros en esos Comités de la Industria de Guerra. También los bolcheviques y los mencheviques internacionalistas impulsaron la elección de delegados, aunque oponiéndose a la participación en esos Comités. La tendencia a organizarse se expresaba también en la promoción de obreros con antigüedad (starost) como representantes ante la patronal y discusiones sobre la posibilidad y/o conveniencia de impulsar formas de coordinación más generales.

Así se llegó a principios de 1917. A la carestía y la inflación se sumaron la falta de harina, pan y carbón en un invierno extraordinariamente riguroso. El 26 de enero fueron detenidos los dirigentes del Grupo Obrero Central cuando intentaban organizar una manifestación por la democratización del país. La Ojrana también metió presos a varios bolcheviques. El 13 y 14 de febrero hubo pequeñas manifestaciones con banderas rojas y cantando La Marsellesa. El 18 de febrero entraron en huelga los obreros de la Putilov, la mayor fábrica metalúrgica de Petrogrado.

Una historia anticolonial de la Internacional Comunista

La insurrección

En el clima enrarecido antes descripto, las obreras de Petrogrado (constituían el 47% de la fuerza laboral y su sector menos organizado y politizado) decidieron conmemorar el Día Internacional de la Mujer (23 de febrero / 8 de marzo) protestando por la falta de alimentos y la carestía. La mañana del 23 comenzó con asambleas y manifestaciones en las zonas fabriles, pero después del mediodía las textiles del populoso y combativo barrio de Viborg arrancaron en manifestación hacia el centro de la ciudad, arrastrando a los metalúrgicos y sacando a la calle a los operarios de otras fábricas. “Queremos pan” era el cántico más generalizado.

El 24 por la mañana las obreras en asamblea decidieron continuar con la huelga y las manifestaciones, que se extendieron y masificaron hasta ser ya unos 200.000 provenientes de todos los barrios. Los enfrentamientos con la policía se hicieron más violentos, pero los cosacos evitaban reprimir y la protesta llegó hasta el centro y a las inmediaciones de la Duma.

Al día siguiente comenzó la Huelga General, se sumaron a las marchas la intelligentsia, los empleados y artesanos. La violenta represión policial no logró impedir la ocupación de la Perspectiva Nevsky y hubo casos en los que cosacos y soldados intervinieron para contener la brutalidad policíaca. La proliferación de banderas rojas indicaba ya la participación e influencia de los socialistas y pasaron a primer plano las consignas “Abajo la guerra” y “Abajo el gobierno”. Esa noche el zar dio la orden para que ejército pusiera fin a los disturbios trasladando de ser necesario tropas desde el frente.

El domingo 26, la multitud que ocupaba el espacio público reclamaba con audacia creciente el apoyo de los soldados. Cuando los efectivos de una compañía acataron la orden de disparar provocando muertos y muchos heridos, el pueblo se concentró ante los cuarteles y éstos (incluido el que había ocasionado la masacre) comenzaron a amotinarse. Ocurrió lo mismo en la base naval de Kronstadt y en la Escuadra del Báltico.

La proliferación de banderas rojas indicaba ya la participación e influencia de los socialistas y pasaron a primer plano las consignas “Abajo la guerra” y “Abajo el gobierno”

El 27 de febrero la masiva participación de los soldados y marineros marcó un giro decisivo en lo que era ya una revolución. Generalizada la sublevación de la guarnición, los insurrectos ocuparon los puntos estratégicos de la ciudad y comenzaron a combatir a la policía y los francotiradores que desde los edificios altos ametrallaban a la multitud. Fueron asaltadas las comisarías, liberados los presos políticos y se distribuyeron armas entre los manifestantes. Hasta aquí, un resumen de lo que narra con mucho detalle y documentadamente un investigador de izquierda (Mandel, 2017: 90-93). No es sustancialmente diferente el panorama que describe un historiador conservador:

“(..) el motín de la guarnición de Petrogrado convirtió los disturbios de los cuatro días anteriores en una revolución a gran escala. Las autoridades zaristas se vieron prácticamente privadas de poder militar en la capital. (…) Además, la salida de los soldados a las calles aportó fortaleza militar y organización a las masas revolucionarias. En lugar de la protesta vaga y sin propósito fijo, se centraron en la captura de objetivos estratégicos y la lucha armada contra el régimen. Soldados y trabajadores lucharon juntos para capturar el arsenal, donde se armaron con cuarenta mil fusiles y treinta mil revólveres, seguido de las principales fábricas de armas, donde por lo menos otros cien mil fusiles cayeron en sus manos. Ocuparon el departamento de artillería, la central telefónica y algunas (aunque no todas) las estaciones de ferrocarril. Extendieron el motín a los restantes cuarteles (…) muchos de los soldados también se mantuvieron ocupados con la tarea de atacar, a veces aporreándolos o incluso asesinándolos, a sus comandantes. Era una revolución en las filas. Pero la atención de los insurgentes estaba centrada principalmente en la sangrienta guerra callejera contra la policía” (Figes, 2017: 364).

Las mujeres que el 23 de febrero hicieron punta gritando “Paz, Pan y Libertad”, “Abajo la carestía” y luego “Basta de guerra” y “Abajo el zar” seguramente ignoraban que había existido un periódico subversivo llamado Iskra (La Chispa) cuya bajada de título anticipaba: “de la chispa nacerá la llama”. Fueron ellas sin embargo esa chispa que encendió la llama de la revolución. Ningún partido las dirigió, los militantes más experimentados les habían recomendado cautela… pero por encima de cálculos tácticos, el hartazgo y la indignación las impulsó a la acción. Lo demás llegó por añadidura, con y en la auto-actividad de las masas: entrando a las fábricas para arengar a los trabajadores remisos, poniendo el pecho a los caballos de los cosacos y a los fusiles de la policía, fusionando espontaneidad y organización, experiencia y audacia, reivindicaciones económicas y exigencias políticas… El ejemplo de dignidad y determinación que dieron las trabajadoras de Petrogrado, maltratadas por partida triple (por la autocracia, la patronal y el patriarcado imperante) fue en sí mismo una revolución. Parafraseando a Marx: no sabían que la hacían, pero la hicieron.

El poder dual (dvoevlastie)

 El 27 de febrero, con la Duma –que el zar había declarado en receso– rodeada por manifestantes que exigían el fin de la autocracia, su presidente M. V. Rodzianko facilitó una sala para que los mencheviques Guozdev, Chjeidze y Skobelev se reunieran con otros grupos socialistas (social-demócratas independientes, bolcheviques, grupo interdistrital, socialistas revolucionarios, laboristas, socialistas populares, Bund Judío, socialistas letones, etc.). De allí surgió el llamado a la inmediata conformación del Soviet de diputados obreros y soldados y un Comité Ejecutivo provisional con mayoría de “socialistas moderados”. Los diputados comenzaron a ser designados a mano alzada en improvisadas y tumultuosas asambleas en fábricas, barrios obreros y cuarteles y esa misma noche comenzaron a sesionar sin protocolo alguno en el salón Catalina del Palacio Táuride.

La cuarta Duma no se había atrevido a desacatar el receso ordenado por el zar, pero ante el evidente desmoronamiento de su autoridad el Bloque Progresista formó una “Comisión Provisoria de miembros de la Duma para restaurar el orden y mantener contactos con personas e instituciones” (obsérvese lo extenso y cauteloso del nombre adoptado) que solicitó la abdicación del zar –que ocurrió el 2 de marzo– y desde el ala derecha del Palacio Táurida inició con los dirigentes del Soviet negociaciones apuradas para constituir un Gobierno Provisional:

“En la noche del 28 febrero al 1de marzo, estos dos grupos, uno en nombre de la “democracia revolucionaria” (las clases populares), el otro en nombre de la Rusia censitaria, acordaron la formación de un gobierno provisorio, constituido exclusivamente por diputados de las clases poseedoras en la Duma. La Comisión de la Duma, por su lado, aceptó el programa del Soviet (…) El 2 marzo, el plenario del Soviet aprobó el acuerdo por amplia mayoría, aunque condicionó el apoyo al gobierno provisorio a la concienzuda ejecución del programa del Soviet. El plenario decidió también formar un “Comité de vigilancia” (kontrolivat’s) para controlar las actividades del gobierno” (Mandel, 2017: 94).

Los soviets, producto directo de la revolución, expresaban lo que en Rusia se llamaba democracia revolucionaria y, por añadidura, tenían fuerza militar, al menos en la capital y otros centros importantes. Pero la mayoría del Ejecutivo del Soviet no quiso conformar un gobierno revolucionario y dejó en manos del Bloque Progresista la designación de un gobierno provisional (burgués). Los dirigentes del Soviet no quisieron asumir cargos en el mismo: mencheviques, SR e incluso algunos bolcheviques (antes del regreso a Rusia de Lenin) sostenían que, tratándose de una revolución burguesa para democratizar y modernizar Rusia, debía gobernar la burguesía y los socialistas no debían ser parte de tal gobierno (un mes después cambiaron de posición). También decían que solo la burguesía contaba con los necesarios conocimientos y experiencia de gestión. Pero el argumento decisivo era que los obreros eran una pequeña minoría y en la inmensa Rusia nada podría conseguirse sin el impulso conjunto de “todas las fuerzas vivas de la sociedad”, concediendo el primer lugar a la burguesía y la intelligentsia. Desde un ángulo más pragmático, se dijo también que “desde afuera se puede controlar mejor…”.

Pero las exigencias que el gobierno se comprometió a satisfacer eran imprecisas: no se ponía plazo para la Constituyente, ni se establecía nada cierto sobre las cuestiones más importantes e inaplazables: el fin de la guerra que exigían los soldados, la jornada laboral de 8 horas que reclamaban los obreros y la entrega de tierras que demandaba el campesinado. Al frente del Gobierno Provisional estaba el príncipe Georgy Lvov (dirigente de la Asociación Nacional de Zemstvos) y los hombres fuertes del gabinete eran el ministro de Relaciones Exteriores Pavel Milyukov (historiador y líder del partido kadete) y el de Guerra, Aleksander Guchkov, gran industrial octubrista. Sus prioridades eran impedir la desintegración de la disciplina y jerarquía militar, garantizar que la guerra continuara y poner fin a la agitación política y social, pero no podía hacer nada sin la ayuda del Comité Ejecutivo del Soviet, que estaba comprometido ante su base a buscar una “paz sin anexiones” y controlar que el gobierno cumpliera con lo acordado. Alguien resumió la situación con la famosa expresión postol’ku poskol’ku, algo así como “Apoyamos al Gobierno Provisional en tanto y en cuanto cumpla con la plataforma planteada por el Soviet”. El gobierno carecía de legitimidad de origen y sobre todo de autoridad, y lo sabía:

“El Gobierno Provisional no tiene poder real de ninguna clase, y sus órdenes se aplican solo en la medida en que lo permite el Soviet de diputados de trabajadores y soldados. Este último controla las fuerzas más esenciales del poder, pues las tropas, los ferrocarriles y los servicios postales y telegráficos están en sus manos. Se puede afirmar con franqueza que el Gobierno Provisional existe solo en la medida en que se lo permite el Soviet” (Carta del ministro Guchkov al general Alexeev, citada en Figes, 2017: 407).

El Soviet tenía de hecho más poder (vlast) que el gobierno formal. Había avalado la liberación de los presos políticos y el libre accionar de las organizaciones de izquierda y los sindicatos, se había hecho cargo de controlar el transporte y abastecimiento de la ciudad, editaba un diario, había llamado a extender la organización soviética a toda Rusia… Y el 1 de marzo había impartido la famosa Orden 1 (Prikaz I) disponiendo que:

“(…) se eligieran comités de soldados en todas las unidades militares a partir del nivel de compañía, la subordinación al soviet de todas las unidades militares en cuestiones políticas y finalmente libertades cívicas para todos los soldados. Las órdenes de la comisión militar organizada por el Comité de la Duma para comandar la guarnición, solo debían ser obedecidas cuando no fuesen contradictorias con los decretos y resoluciones del Soviet. Con esto el Soviet de Diputados Obreros y Soldados de Petrogrado asumió de hecho el poder sobre la guarnición” (Anweiler, 1974: 106).

Esta equívoca e inestable arquitectura institucional fue denominada Diarquia o, más popularmente, “doble poder” (dvoevlatie). Se trataba de un acuerdo cojo por ambos lados. El gobierno burgués no podía sostenerse sin el respaldo de los socialistas “moderados” que estaban al frente del órgano nacido de la revolución. Por el otro lado, la dinámica expansiva y radical de los soviets escapaba al control del Comité Ejecutivo (Ispolkom) de Petrogrado y a fortiori del Comité Ejecutivo Central Panruso de los Soviets (Vserossiiski Tsentralni Ispolnitelni Komitet o VTsIK)13 o CEC.

El proceso revolucionario

Entre febrero y octubre la revolución avanzó, se estancó, retrocedió y nuevamente avanzó, siempre “a saltos”. Ese breve lapso de tiempo bastó para evidenciar el completo fracaso del Gobierno Provisional burgués (y sus diversos gabinetes). También las estrategias, tácticas y alianzas de los distintos partidos fueron sometidas a dura prueba. Y, sobre todo, se fue modelando la experiencia y determinación de las clases en lisa. Esa multitud –hasta entonces explotada, subyugada y despreciada– pasó súbitamente a ser partícipes de una intensa disputa política. El “proletariado consciente” de Petrogrado, Moscú y otros grandes centros industriales que por primera vez, podía expresarse y organizarse con entera libertad; también los jóvenes campesinos incorporados al ejército (algunos, escolarizados, promovidos a suboficiales), que fueron decisivos en la organización de los soviets y comités de soldados y más tarde impulsando la revolución en el campo. Las grandes masas tradicionalmente alejadas de la política que pasaron a movilizarse a escala jamás vista, estaban impulsadas por una visceral hostilidad hacia la élite: los tsenzoviki (la gente censada, con propiedades) la nobleza y la antigua burocracia, los pomeshchiki (latifundistas) y los burzhooi (burgueses). Un conservador lo dice mejor que muchos izquierdistas:

“La idea de que los días de febrero fueron una “revolución sin sangre”, y que la violencia de las masas realmente no empezó hasta octubre, fue un mito liberal (…) la multitud mató a muchas más personas en febrero que las que murieron en el golpe de octubre de los bolcheviques. La Revolución de febrero fue especialmente violenta en Helsingfors y Kronstadt, donde cientos de oficiales de la Marina fueron horriblemente asesinados por los marineros. Según las cifras oficiales del Gobierno Provisional, mil cuatrocientas cuarenta y tres personas fueron asesinadas o heridas solo en Petrogrado.[…] La violencia de la muchedumbre en los días de febrero no fue dirigida por ningún partido revolucionario o movimiento. Fue, en su mayor parte, una reacción espontánea a las represiones sangrientas del día 26, y fue una expresión del odio que el pueblo había sentido durante largo tiempo hacia el antiguo régimen. Los símbolos del antiguo poder estatal fueron destruidos. Las estatuas zaristas fueron destrozadas o decapitadas. (…) Las comisarías de policía, los edificios judiciales y las prisiones fueron atacados. La multitud exigió una venganza violenta contra los oficiales del antiguo régimen. Los policías fueron per- seguidos, linchados y asesinados brutalmente” (Figes, 2017: 480-482).

“Las grandes masas tradicionalmente alejadas de la política que pasaron a movilizarse a escala jamás vista, estaban impulsadas por una visceral hostilidad hacia la élite: la gente censada, con propiedades, la nobleza y la antigua burocracia, los latifundistas y los burgueses”

Comenzaron siendo decenas de miles pero llegaron a ser millones esos imprevistos protagonistas, mal vestidos y peor alimentados, que, sacudiéndose el hábito secular de mirar hacia abajo y callar ante “los de arriba”, ocuparon ruidosamente los espacios públicos y comenzaron a tomar decisiones sobre todo tipo de cuestiones: desde el precio y suministro de pan a las condiciones de trabajo y vivienda, desde el trato respetuoso que los soldados impusieron a los oficiales nobles hasta el curso de la guerra y la lucha de clases a escala internacional, desde la prohibición de la compra-venta especulativa de tierras hasta la requisa de las propiedades de los terratenientes. Definiendo, discursiva y prácticamente, los objetivos, prioridades e instituciones de la revolución. Medio millón de trabajadores (solo en Petrogrado) hicieron huelgas entre mediados de abril y principios de julio, imponiendo de hecho, en muchas empresas, la jornada de 8 horas; después, el descalabro económico, la falta de combustible y materias primas, el sabotaje de las patronales, el intento de deslocalizar las fábricas hicieron que soviets y comités de fábrica dispusieran diversos tipos de control obrero y, se hicieran cargo de empresas abandonadas por sus dueños.

Lo que primero hicieron los soldados luego de ajustar cuentas con los oficiales más odiados fue obligar a que se los tratase con respeto y se los respetara como ciudadanos con derecho a organizarse y expresarse políticamente, incluso en el frente, y suspender de hecho las hostilidades, “clavando en tierra las bayonetas” para intentar confraternizar con los alemanes o austríacos que estaban en las trincheras de enfrente. Una densa red de organizaciones cubrió toda Rusia. Soviets de obreros, soldados y barrios, que sesionaban conjuntamente o por separado, comités agrarios y soviets campesinos, sindicatos y comités de fábrica, organizaciones juveniles y pujantes organizaciones culturales y educativas proletarias. Las noticias e impacto de todo esto demoraron un poco más hasta llegar a la Rusia profunda, pero una vez iniciada, la revolución campesina se tornó imparable:

“En la Rusia de 1917 la gente ordinaria del campo tomó acción directa para cambiar su mundo (…) los campesinos cambiaron las reglas del juego. Ellos definieron las respuestas de los políticos a los retos nacionales; producían, controlaban y dictaban el suministro de alimentos; campesinos armados y uniformados sirvieron de soldados, haciendo y quebrando el poder político; y, como mayoría de la población urbana de Rusia, desempeñaron papeles claves en los levantamientos urbanos. Sin embargo, cuando hablamos de revoluciones campesinas generalmente nos referimos a batallas rurales por el uso y la posesión de la tierra. Y, aunque más del 80 % de la población de Rusia en 1917 vivía en áreas no-urbanas, los estudiosos a menudo marginan las experiencias y la participación de los campesinos en la revolución rusa, fijándose más bien en los trabajadores urbanos y en la intelligentsia. La diversidad y complejidad de los alzamientos rurales disipan cualquier presunción que podamos tener acerca de la naturaleza de la acción campesina. También revelan la extraordinaria creatividad y la naturaleza transformativa de la revolución” (Badcock, 2017).

Es falsa pues la idea recibida de que la de febrero habría sido una mera revolución política que dejó el poder en manos de la burguesía. Por el contrario, y más allá de la maraña de confusión política e infundadas ilusiones que mencheviques y SR alimentaban y/o sembraban, aquellos millones de hombres y mujeres movilizados dieron al proceso el carácter de una revolución social en acto, en el curso de la cual todas las organizaciones que aspiraban a representarlas y/o dirigirlas se vieron obligadas a revalidar y actualizar sus credenciales.

“Una densa red de organizaciones cubrió toda Rusia. Soviets de obreros, soldados y barrios, que sesionaban conjuntamente o por separado, comités agrarios y soviets campesinos, sindicatos y comités de fábrica, organizaciones juveniles y pujantes organizaciones culturales y educativas proletarias”

Los soviets de 1917

Los soviets retomaron el nombre y tradición de la formidable organización de lucha que las masas habían “inventado” en 1905, pero con significativos rasgos distintivos. Oskar Anweiler, autor de la más completa y documentada obra sobre el tema, señala correctamente que “la diferencia más importante con 1905 es que en 1917 fue un soviet de obreros y soldados. El prominente rol de las tropas rebeldes en el triunfo de la revolución fue reconocido incorporando a los soldados en el recién formado soviet” (1974: 106). El dato no es menor, ni arbitrario, pues en la insurrección fue decisivo el rol de los suboficiales, que en un 60% provenían del campo, tenían escolaridad elemental y apenas pasaban los 20 años de edad: “Esta fue la cohorte militar radical (…) que dirigiría el motín de febrero, los comités de soldados revolucionarios y finalmente el impulso hacia el poder soviético durante 1917” (Figes, 2017: 311). Podría agregarse que fueron soviets recreados por hombres y mujeres que tenían la confianza y el orgullo de haber derrumbado, en menos de una semana, una autocracia considerada eterna. Nacieron pues con una abrumadora legitimidad político-social y una confianza multiplicada por la efectiva fuerza material que aportaban obreros y soldados armados.

Anweiler señala, críticamente, que en 1917 la iniciativa de conformar el soviet partió de un grupo de dirigentes socialistas y considera que por eso “desde el principio la intelligentsia socialista influenció decisivamente a los diputados obreros y soldados; de los 42 miembros del Comité Ejecutivo a fines de marzo, solo 7 eran obreros” (1974: 106). En igual sentido algunos trotskistas escribieron sobre el soviet de 1917:

“No es una representación directa y democrática de los obreros en lucha sino un frente de partidos y organizaciones pequeño burguesas y obreras, una “multisectorial” integrada por las cúpulas de las organizaciones sociales y políticas, que llama a los obreros y a los soldados (campesinos) a elegir delegados al soviet. (…) Mientras el soviet de 1905 fue un fenomenal factor de impulso a la revolución, el de febrero de 1917 debuta como un factor de contención revolucionaria y de expropiación política de los trabajadores” (Altamira, 2017: 68-69).

No parece haber sido así. El mismo libro de Anweiler demuestra que esa influencia que podía ser “decisiva” a nivel del CEC, dejaba de serlo e incluso desaparecía a medida que las organizaciones soviéticas se aproximaban a la base, allí donde se hacían oír las voces y exigencias de los soldados que se amotinaban o desertaban, de las obreras y obreros que hacían huelga, ocupaban empresas y se dirigían en ruidosas manifestaciones a presentar sus exigencias al Comité Ejecutivo. Tanto en los barrios populares de los grandes centros urbanos, como en muchas ciudades pequeñas, la única autoridad presente solían ser los soviets, y mucho cuando llegaron a la Rusia profunda, a las aldeas donde vivía el campesinado (el 80% de la población).

Por otra parte, en esta revolución más que en cualquier otra, la influencia de las organizaciones no se derivaba de las ideas e influencia de sus intelectuales, sino de la actividad de los militantes. Estos eran reclutados entre los “obreros conscientes”, la franja relativamente reducida pero experimentada y activa forjada en años de lucha política clandestina y bajo la influencia de las fracciones del Partido Obrero Social Demócrata, del Partido Socialista Revolucionario, del Bund, de maximalistas y anarquistas, aunque a veces se definieran como “sin partido”. Ellos fueron los que asumieron casi “naturalmente” un lugar en la primera línea de la insurrección. Pero inmediatamente se sumaron decenas de miles de nuevos luchadores con escasa o nula formación política anterior. De tal mezcla se destacaron millares de “dirigentes de base”, capaces de traducir en iniciativas prácticas y acciones lo discutido en asambleas a veces interminables, dispuestos también a hacer escuchar su propia voz cuando advertían que los líderes dudaban o parecían confundidos. Trotsky narra en su Historia de la Revolución que tanto él como otros encumbrados dirigentes fueron interrumpidos e increpados en más de una ocasión por los trabajadores o soldados a los que se dirigían, confirmando que, en una revolución, los militantes suelen empujar a los dirigentes y los partidos pueden ser impulsados hacia adelante o hundidos en el descrédito por la radicalización de las masas.

Fracaso del Gobierno Provisional (y los gabinetes de coalición)

El 23 de marzo la ciudad de Petrogrado rindió honores a los caídos en la revolución con un inmenso, esperanzado y unitario acto de 800.000 personas reclamando solidaridad internacional y paz. Características similares tuvo la concentración del 18 de abril (1 de mayo): el día internacional de los trabajadores se conmemoró “como fiesta nacional de la revolución”. Esta fue, sin embargo, “la última gran manifestación pública marcada por un sentimiento de unidad nacional” (Mandel, 2017: 161). Las tensiones habían comenzado el 7 de abril, cuando el gobierno declaró que haría todo lo necesario “para proseguir la guerra hasta la victoria” y respetaría todos los tratados y compromisos con los aliados. Lo mismo repitió días después Miliukov, agregando que Rusia necesitaba “una victoria decisiva”. Tales declaraciones provocaron indignación en un pueblo harto de la guerra. El Ejecutivo del soviet emitió una declaración en favor de la paz y reclamó al gobierno una rectificación que, cuando llegó, era una burla: comenzaba pronunciándose en contra de “las anexiones” para terminar afirmando que “la revolución reforzó la voluntad popular de sostener la guerra hasta la victoria”. El 20 y el 21 de abril hubo grandes manifestaciones reclamando la dimisión de Miliukov y Guchkov (aparecieron también algunas pancartas con la consigna “¡Abajo el Gobierno!”) y se produjeron choques con los kadetes y las Centurias Negras, que atacaron a los manifestantes buscando tal vez la intervención del ejército. El Ejecutivo del soviet prohibió las manifestaciones por dos días y “exigió” al gobierno una política militar “democrática” y “puramente defensiva” (¿?). Los políticos burgueses parecieron ceder, pero reclamaron el fortalecimiento del gobierno con el ingreso al mismo de los dirigentes del Soviet; el 5 de mayo se llegó a un quid pro quo: Guchkov y Miliukov dieron un paso al costado, Kerensky asumió la cartera de Guerra y se incorporaron seis ministros socialistas “moderados” (dos mencheviques, dos eseristas, dos trudoviques, que seguían respondiendo ante el soviet). La diarquía se mantuvo bajo una forma más engañosa pero igualmente ineficiente.

Lenin regresó a Rusia el 3 de abril. Logró que su partido adoptara una política de intransigente oposición al gobierno burgués y de sistemática denuncia del Ejecutivo del soviet por apoyarlo. Derrocado el zarismo, se trataba ahora de terminar con la guerra (que seguía siendoimperialista) y “llevar la revolución hasta el fin”. Sus Tesis de Abril reconocían la excepcional posibilidad de sostener una batalla política revolucionaria con métodos pacíficos y reclamaban la in- mediata convocatoria a elecciones para la Asamblea Constituyente, pero hacía eje en la lucha por fortalecer y extender la democracia revolucionaria de obreros y campesinos hasta imponer una “República de los soviets de diputados obreros, braceros y campesinos”, la “nacionalización de todas las tierras del país, de las que dispondrán los soviets locales”, “la implantación inmediata del control de la producción social y de la distribución de los productos por los soviets (…) y Banco Nacional único, sometido al control de los soviets” (Obras Completas, tomo 31: 120-125). Dado que los bolcheviques eran una pequeña minoría en el soviet, deberían “explicar pacientemente” esa orientación para ayudar a que la mayoría, a través de su propia experiencia, diese la espalda a los dirigentes defensistas partidarios de la colaboración de clases. Es de señalar que Lenin buscó y encontró apoyo en el ala izquierda del partido para enfrentar y derrotar la orientación sostenida por los camaradas posicionados en el centro o la derecha (algunos de estos últimos terminaron yéndose), pero no vaciló en criticar duramente a los que el 21 de abril pretendieron colocarse “más a la izquierda” lanzando la consigna “Abajo el Gobierno”.

Lenin tenía la convicción de que la revolución iniciada en Rusia era un eslabón en la cadena de revoluciones proletarias y socialistas que la guerra generaría en Europa y especialmente en Alemania, por lo que se estaba ya en una suerte de transición:

“La revolución socialista, que se desarrolla en Occidente, en Rusia no está directamente al orden del día, pero ya hemos entrado en el estado de transición a la misma. Los soviets de diputados obreros, soldados, etc., son la organización del poder con la que tendrá que operar la revolución socialista (…) de aquí que nuestra tarea consista en fortalecerlos. [….] El camarada Rikov dice que el socialismo tiene que venir de otros países de industria más desarrollada. Esto no es cierto. No puede decirse quién comenzará ni quién acabará lo comenzado (…) ha dicho también que no hay fase de transición entre el capitalismo y el socialismo. Esto no es marxismo, sino una parodia de marxismo” (Ibíd.: 388-380).

Las Jornadas de Abril y el ingreso de los “defensistas” al gabinete de coalición en el momento mismo en que comenzaban las protestas en contra del gobierno burgués y la reorientación de los bolcheviques tuvieron repercusiones contradictorias. La mayoría de los trabajadores mantuvo la confianza en el Ipsolkom porque esperaban que la participación en el gobierno de coalición haría “que los dirigentes mencheviques y SR del soviet reforzaran su ‘control’ sobre el gobierno provisorio, para asegurar que se respetase el programa del soviet” (Mandel, 2017: 173), pero incluso ellos compartían la desconfianza hacia la burguesía y sus maniobras que era un patrimonio adquirido de la inmensa mayoría de los trabajadores. Simultáneamente, la oposición al gobierno burgués de una franja minoritaria pero significativa cobró mayor impulso y se tradujo en la organización de los Guardias Rojos (armados) a nivel de los soviets locales aunque no en toda la capital debido a la oposición del Comité Ejecutivo. También se multiplicó la llegada e impacto de la prensa bolchevique.

El 2 mayo, un artículo de Lenin reprodujo por primera vez en letras de molde la consigna “Visa Vlast’ Sovetam!” (Todo el poder a los soviets) que había sido vista entre las pancartas de las manifestaciones de abril, y el 7 de mayo la consigna fue levantada en un documento “oficial” del partido. En el común de los trabajadores, la euforia de las primeras semanas fue siendo reemplazada por una creciente sensación de bloqueo político, crisis económica y polarización social, y comenzaron a surgir diversas formas de “control obrero” casi siempre con propósitos defensivos del salario y la fuente o condiciones de trabajo. El cambio en el estado de ánimo social en los meses de mayo y junio se reflejó en el éxito que tuvo la campaña en pro de la renovación de los diputados obreros en los soviets haciendo nuevas elecciones en las fábricas. Los bolcheviques y otros socialdemócratas revolucionarios (Mezrayonka, mencheviques de izquierda) obtuvieron creciente respaldo presentando candidaturas y campañas unificadas. Los mencheviques perdieron el respaldo con el que contaban entre los obreros más calificados, y la competencia pasó a darse entre bolcheviques y eseristas, que conservaban el respaldo de lxs trabajador-xs menos calificadxs, con vínculos familiares en el campo e identifica- dos con la consigna “Tierra y Libertad”.

La polarización se reflejó en las elecciones municipales (realizadas a fines de mayo) y en la Conferencia de Comités de Fábrica de Petrogrado (se reunió entre el 30 de mayo y el 3 de junio) donde la moción reclamando “Todo el poder a los soviets” obtuvo 297 votos, contra 85 en favor de los socialistas moderados y 44 de los anarquistas.

En junio, presionado por Francia y Gran Bretaña, fue Kerensky quien dio la orden de lanzar una ofensiva militar en el frente del Este que terminó en desastre: Rusia sufrió 200.000 bajas y los alemanes iniciaron un contraataque que se mantuvo hasta el otoño. Las deserciones masivas aumentaron, incentivadas también por las noticias que comenzaban a llegar de tomas de tierra. La orden de trasladar armas y efectivos desde Petrogrado al frente provocó una situación explosiva en la guarnición. Antes incluso de que comenzara la fracasada ofensiva de primavera, algunas unidades de la capital y los marineros de Kronstadt, impulsados por la Organización Militar bolchevique (y también, aunque en menor medida, por los anarquistas de Beckerman y eseristas de izquierda) habían hecho una demostración de fuerza reuniendo el 4 de junio varios millares de efectivos armados en un “homenaje a los caídos” que tenía el objetivo implícito de presionar y “abrir una brecha” en el I Congreso Panruso de los Soviets de Obreros y Soldados (que comenzaba el día 3). Pero el bloque menchevique-SR logró que el congreso ratificara el apoyo al gobierno y el defensismo y prohibieron el acto que los bolcheviques habían convocado argumentando que era divisionista y servía a la contrarrevolución, llamando a la vez a una gran manifestación “en defensa de la unidad de la democracia revolucionaria y respaldo a los soviets” para una semana después. A fin de evitar un choque frontal y la posible expulsión de los soviets, los bolcheviques levantaron su acto horas antes del momento en que debía realizarse, y se lanzaron a transformar ese tropiezo en un triunfo político. Y lo consiguieron.

La tensión siguió creciendo. La contrarrevolución levantaba cabeza, reunía fuerzas, presionaba sobre el gobierno y lanzaba ataques contra las masas. La izquierda revolucionaria se fortalecía por abajo. Se preparaban confrontaciones de creciente violencia y las noticias que daban cuenta del total fracaso de la ofensiva y la descomposición de los ejércitos en el frente precipitaron una nueva crisis. Por derecha, el 2 de julio los kadetes se retiraron del gobierno y 5 días después renunció Lvov. Kerensky quedó a cargo del ministerio de Guerra y la presidencia con un interino “gobierno de salvación” suspendido en el aire. Por izquierda, el proletariado de Petrogrado perdía la paciencia y se inclinaba hacia los bolcheviques:

“(…) El 1 de julio, V. Volodarski, un dirigente bolchevique de Petrogrado, aseguró ante la conferencia del partido que éste ya tenía mayoría en la Sección Obrera del Soviet. Dos días más tarde, vale decir menos de dos meses después que la moción de Trotsky (oponiéndose a la formación del gobierno de coalición) hubiera reunido 20 ó 30 votos, la mayoría de los delegados obreros reclamó que el poder pasara a los soviets” (Mandel, 2017: 177-178).

La situación era aún más explosiva entre los soldados. El rechazo al traslado de efectivos y al endurecimiento de las sanciones disciplinarias generó un estado de ánimo revolucionario en la guarnición de Petrogrado. La consigna que Lenin diera a la Organización Militar bolchevique fue mantenerse “atentos y prudentes para evitar provocaciones”, pero los soldados-aktivisti del partido (nuevamente con el concurso de anarquistas y eseristas de izquierda) precipitaron un choque. Después de algunas reuniones reservadas y agitación en las unidades más radicalizadas de Petrogrado y Kronstadt, una tumultuosa asamblea de varios miles de soldados el 3 de julio decidió llamar a concentrarse frente al Palacio Táuride para hacerse escuchar por el CEC. Desde el 1er. Regimiento de Ametralladoras (asentado en el proletario barrio Viborg) partieron emisarios (en vehículos artillados) hacia los cuarteles y las grandes fábricas. La mayor parte de los regimientos y las masivas asambleas obreras decidieron por aclamación marchar hacia el centro; donde los “cuadros medios” bolcheviques, tomados por sorpresa, trataron de oponerse, fueron desbordados y arrastrados por la masa. Casi de inmediato el Comité de Petrogrado consideró que era imposible “levantar” lo que se había convertido ya en una movilización revolucionaria de masas, ante lo cual el partido debía participar y tratar de imprimirle una dirección correcta. En su comunicado dijo:

“La actual crisis de gobierno no podrá resolverse de manera favorable a los intereses del pueblo si el proletariado revolucionario y la guarnición no declaran inmediatamente, con fuerza y decisión, que están a favor de la transferencia del poder al Soviet de Diputados Obreros, Soldados y Campesinos. Teniendo en mente este objetivo, es necesario que los obreros y soldados salgan a la calle de inmediato para demostrar su voluntad” (Rabinowich, 1991: 177).

También la Sección Obrera del soviet afirmó que “[e]n vista de la crisis gubernamental, la Sección Obrera insiste en que considera necesario que el Congreso Panruso del Soviet de Diputados Obreros, Soldados y Campesino tome el poder en sus manos” (Rabinowich, 1991: 183). Desde las primeras horas de la tarde la rutina del centro y las principales avenidas de la capital fue quebrada por el desplazamiento de vehículos militares y columnas de soldados y obreros que marchaban hacia la sede del soviet. Siguieron llegando hasta muy tarde y pasada la medianoche eran 60 ó 70.000 los manifestantes, muchos de ellos armados, que se apiñaban en torno al edificio donde el CEC sesionaba a puertas cerradas.

El 4 de julio por la mañana llegaron 10.000 marineros de Kronstadt que, con armas y banda musical al frente, marcharon hasta la sede del partido bolchevique y luego al Palacio Táuride. Hubo choques e incidentes aún más violentos que el día anterior con junkers y cosacos así como desordenados tiroteos con francotiradores em- boscados. Se movilizó medio millón de personas: la inmensa mayoría de los obreros de la capital… pero en esta jornada solo salió a la calle la mitad de los soldados que se habían hecho presentes el día anterior. Hubo momentos de pánico, en alguno de los cuales los manifestantes arrollaron la custodia y entraron al Palacio. Cuando Chernov, dirigente histórico de los SR salió a pedir calma, uno de los manifestantes le gritó en la cara: “¡Hijo de puta, toma el poder que te estamos dando!”, y hubo quienes quisieron retenerlo, pero fue rescatado por Trotsky sin que sufriera daño alguno.

Los dirigentes del CEC mantuvieron una absoluta intransigencia. Pese a que la exigencia de la multitud era el traspaso del poder al soviet que ellos dirigían, se aferraron al gobierno en descomposición y pidieron el envío de tropas para sofocar el “intento bolchevique de tomar el poder a punta de bayonetas”. No escuchaban a la gente, ni al reclamo de los mencheviques internacionalistas (Martov), eseristas de izquierda (Spiridonova) y socialdemócratas “sin partido” que propusieron la inmediata conformación de un gobierno de los partidos socialistas. Todo fue inútil. Recién a la noche recibieron a una reducida delegación de las fábricas y aparentaron escuchar sus exigencias, pero lo que en realidad esperaban era contar con las tropas que habían reclamado para “restablecer el orden”, como efectivamente lo hicieron en la madrugada del 6 de julio. Anticipándose a la represión, los bolcheviques habían llamado a desconcentrarse y organizaron el repliegue evitando un choque frontal, pero a ellos se culpó por las 400 bajas que se produjeron en las dos jornadas. Esgrimiendo como pruebas de cargo documentos falsificados por el ministro de Justicia, el gobierno ordenó la detención y procesamiento “por alta traición” de Lenin y Zinoviev. Una descomunal campaña de intoxicación de la opinión pública generó un clima de “linchamiento” patriotero y contrarrevolucionario durante el cual fueron asaltados locales e imprentas, detenidos y procesados muchos militantes, se ordenó desmembrar las unidades militares rebeldes y desarmar a los Guardias Rojos. Durante algunos días la contrarrevolución se hizo dueña de las calles del centro de la ciudad y los excesos represivos de las fuerzas gubernamentales y las Centurias Negras fueron tan graves que el CEC debió protestar.

Sin embargo, la orgía reaccionaria no hizo mucho más fuerte al gobierno. La desarticulación de los regimientos insurgentes terminó en la mayoría de los casos a mitad de camino o en nada, los Guardias Rojos escondieron sus armas, la prensa bolchevique reapareció bajo nuevo nombre… El 17 julio la Conferencia interdistrital de soviets condenó la ofensiva contrarrevolucionaria y dos semanas después (entre los últimos días de julio y los primeros de agosto) los bolcheviques hicieron en condiciones de semi clandestinidad su VI Congreso (Lenin y Zinoviev estaban prófugos, Kamenev y Trotsky en la cárcel). Considerando cerrada la posibilidad del desarrollo pacífico de la revolución, Lenin planteó que los soviets habían sido convertidos en instrumentos de la contrarrevolución, posición que Stalin transmitió y (no sin resistencia) el Congreso votó dejar de lado la consigna “todo el poder a los soviets”. Junto al objetivo de “liquidación total de la burguesía contrarrevolucionaria” se planteó la defensa de las organizaciones de masas (¡incluidos los soviets!) ante los ataques de la contrarrevolución. La orientación anticapitalista y socializante definida en abril fue ratificada, pero el cómo y el cuándo de la lucha por el poder siguió siendo un tema controvertido.

La situación de doble poder revelaba ser insostenible. Poco antes de las Jornadas de Julio el periódico del grupo Interdistritos había advertido:

“A los métodos de las clases propietarias y de su apéndice menchevique-SR, ya sea sobre el problema del abastecimiento, la industria, la agricultura o la guerra, debemos oponer los métodos del proletariado. Únicamente de esta forma se puede aislar al liberalismo y asegurar el liderazgo y la influencia del proletariado revolucionario sobre las masas urbanas y rurales. Junto a la inevitable caída del presente gobierno vendrá la caída de los actuales líderes del soviet de Delegados Obreros y Campesinos. La actual minoría del soviet tiene ahora la posibilidad de preservar la autoridad del soviet como representante de la revolución, y asegurar la continuación de sus funciones como poder central. Esto se volverá más claro cada día. La época de la “doble impotencia”, con un gobierno que no puede y un soviet que no se atreve, debe inevitablemente culminar en una crisis de una gravedad sin precedentes. Es nuestro deber tensar todas nuestras energías previendo esta crisis, de modo que la cuestión del poder pueda ser abordada en todas sus dimensiones” (Trotsky, 2007: 97).

También la gran burguesía, envalentonada tras la crisis de julio, se preparaba para nuevas y más duras confrontaciones:

“El espectro de la contrarrevolución comenzó por primera vez a tomar los contornos más concretos de una dictadura militar (…) Miliukov, jefe del partido kadete, fue notable- mente claro: “(…) es absolutamente necesario que el ministro-presidente [Kerensky] ceda su lugar o, en todo caso, recurra a la ayuda de militares con autoridad y que estos militares con autoridad actúen con la independencia e iniciativa necesarias” “(Mandel, 2017: 257).

El 22 de julio Kerensky designó al general Kornilov jefe plenipotenciario del ejército y dos días después los kadetes regresaron al gobierno. Esta segunda coalición no asumió ningún compromiso: los liberales explícitamente rechazaban la tutela del Soviet y el ministro-presidente quería mostrar que su autoridad estaba por encima de todo(s). Anunció que gobernaría con “mano dura” y convocó a una Conferencia de Estado en Moscú el 12 agosto para establecer una “tregua entre el capital y el trabajo”. Allí presentó a Kornilov como “primer soldado de la revolución”… ¡pero la burguesía puesta de pie recibió al jefe del ejército como líder de la contrarrevolución! En cuanto a los sindicatos y comités de fábrica de Moscú, en lugar de disponer una tregua, hicieron un paro general. No hubo tregua, ni podía haberla, porque las “sesiones privadas” de la Duma y el Consejo de Estado (remanentes del zarismo) operaban como activos foros de la contrarrevolución, el “Comité de la industria unida” articulaba las medidas anti obreras del capital y los kadetes conspiraban con la extrema derecha. Los trabajadores respondían endureciendo el control obrero sobre las empresas, en el campo se generalizaban las ocupaciones de tierras y crecía el respaldo a los bolcheviques, aunque éstos se orientaban con dificultad en las nuevas condiciones. Lenin seguía considerando que los soviets estaban perdidos para la revolución y los exhortaba desde la clandestinidad: “Ahora la tarea consiste en tomar el poder nosotros mismos y declararnos gobierno el nombre de la paz, de la tierra para los campesinos y de la convocatoria de la Asamblea Constituyente” (Lenin, tomo 34: 82), pero no lograba convencer ni al Comité Central, y ni al conjunto del partido…

“La época de la “doble impotencia”, con un gobierno que no puede y un soviet que no se atreve, debe inevitablemente culminar en una crisis de una gravedad sin precedentes. Es nuestro deber tensar todas nuestras energías previendo esta crisis, de modo que la cuestión del poder pueda ser abordada en todas sus dimensiones”

El 27 de agosto se produjo otro brusco viraje político. Hasta entonces Kerensky y Kornilov coincidían en la necesidad de un régimen autoritario y juntos tramaban traer tropas desde el frente para imponerlo, pero cada uno se consideraba predestinado a ocupar el lugar de Bonaparte. Alentado por Milukov, los grandes capitalistas y los conspiradores que pululaban entre la oficialidad y la extrema derecha el militar quiso ocupar el primer lugar, pero advirtiendo el riesgo Kerensky dejó de lado el acuerdo con los kadetes y relevó a Kornilov, quien respondió diciendo que, dado que el gobierno y Petrogrado habían caído en manos de “los extremistas”, él ocuparía la capital y tomaría el poder a fin de impedir la destrucción de Rusia y ahorcar de ser necesario a los dirigentes del soviet.

Kerensky debió pedir auxilio a los soviets y en la madrugada del día 28, con las tropas del Tercer Cuerpo de Ejército próximas a la ciudad, el CEC propuso formar un “Comité de lucha contra la Contrarrevolución” con mencheviques, SR y bolcheviques. Estos se negaban a entrar en bloques políticos o acuerdos orgánicos con los partidos que un mes y medio antes se habían colocado en el campo de la contrarrevolución y mantenían en la cárcel a sus dirigentes, pero eran los más interesados en derrotar a Kornilov y se volcaron decididamente a los comités de lucha que brotaron como hongos. El Soviet de Petrogrado, los soviets Interdistritales y de Reval, Helsingford y Kronstadt, impulsaron innumerables comités para movilizar y organizar al pueblo, conseguir armas y municiones, proteger servicios esenciales, en síntesis: dirigir y coordinar la defensa de la revolución. El Comité de Lucha central quedó finalmente integrado por tres representantes de cada uno de los principales partidos (menchevique, SR y bolchevique), cinco de cada uno de los CEC, dos de los sindicatos, dos del Soviet de Petrogrado y uno de la conferencia Interdistrital, pero casi no tuvo oportunidad ni necesidad de actuar, pues:

” (…) todas las organizaciones políticas a la izquierda de los kadetes, cada organización obrera de alguna importancia, los comités de soldados y marineros de todo nivel salieron a luchar contra Kornilov. Sería difícil encontrar, en historia reciente, un despliegue tan efectivo, poderoso y en gran medida espontáneo de acción política masiva y unitaria. Y la iniciativa energía y autoridad de la conferencia Interdistrital de Soviets de Petrogrado durante los días de Kornilov está ampliamente documentada” (Rabinowitch, 1976:175).

Los bolcheviques encabezaron la lucha que derrotó la Kornilov- china. Desde los soviets organizaron una formidable movilización que detuvo el avance de las tropas lanzadas contra Petrogrado, logró que cambiaran de bando y arrestaran al general golpista. Fueron apresados algunos de los que estaban complotados y acumulado armas en la capital, y algunas decenas de oficiales comprometidos fueron sumariamente ajusticiados por soldados y marineros. De manera que

“(…) el golpe de Estado sirve fundamentalmente para invertir por completo la situación a favor de los bolcheviques que, en lo sucesivo, se beneficiarán de la aureola de prestigio que les da su victoria sobre Kornilov. El día 31 agosto, el Soviet de Petrogrado vota una resolución presentada por la fracción bolchevique, que reclama todo el poder para los soviets. El espíritu de esta votación se ve solemnemente confirmado el día 9 septiembre por la condena terminante de la política de coalición con los representantes de la burguesía en los gobiernos provisionales; (…) uno tras otro, los soviets de las grandes ciudades –el de Moscú el día 5 septiembre y más tarde los de Kiev, Saratov y Neivano-Voznessensk– alinean su postura con la del soviet de la capital que, el 23 septiembre, eleva a Trotsky a la presidencia” (Broué, 1973:126).

Luego de todo esto, nadie quería acuerdo alguno con los kade- tes, ni confiaba ya en Kerensky. El descredito golpeó de lleno también al CEC y a la dirección del PSR, cuyos militantes comenzaron a desbandarse:

“(…) algunos se volcaron hacia el ala izquierda del partido que, al igual que los mencheviques-internacionalistas, se oponía a la coalición sin llegar a reclamar todo el poder a los soviets. Pero muchos se inclinaron hacia los bolcheviques, cuya posición les parecía más coherente y estaba libre de compromisos organizativos con los “conciliadores” (…) la organización del PSR sufrió masivas deserciones. En una reunión del Comité de Petrogrado el 23 agosto, los informes de todos los distritos indicaban que la influencia del partido entre los obreros caía en todas partes. Los militantes de base se quejaban de las políticas derechistas del partido y se unían en gran cantidad al partido bolchevique” (Mandel, 2017: 265 y 270).

Para mantenerse en el gobierno Kerensky designó un Directorio de cinco miembros, declaró que Rusia era ya una República (¿?) y esperó que la Conferencia Democrática convocada por el CEC para discutir la cuestión del gobierno le permitiera encontrar alguna manera de liquidar a los soviets. Pero la Conferencia terminó sin resolver nada, mencheviques y eseristas aceptaron sumarse a otro gabinete de coalición con los kadetes, con lo que liquidaron el poco crédito que conservaban.

La descomposición del bloque menchevique-SR creció geométricamente cuando nombraron un Preparlamento sin facultad alguna, puramente discursivo, en momentos en que los obreros, soldados y campesinos al borde de la desesperación reclamaban hechos. Incluso los bolcheviques vacilaban y, con idas y vueltas, dejaban pasar los días… Finalmente la presión combinada de Lenin, Trotsky y los cuadros partidarios más sensibles al estado de ánimo de las masas, impuso la decisión de “patear el tablero”. El 7 de octubre, día de la inauguración, Trotsky pronunció un vibrante discurso denunciando que ese preparlamento fraudulento y maniobrero era incapaz de enfrentar y derrotar a la contrarrevolución y terminó diciendo: “¡La revolución está en peligro! ¡Todo el poder a los soviets!” y, sin más pa- labras, los 58 delegados bolcheviques se retiraron del recinto. Años después, en sus memorias, Miliukov reconocería: “Hablaban y obraban como hombres que se sentían apoyados por la fuerza y sabían que el día de mañana les pertenecía”.