Definido como el “panfleto más genial en la literatura mundial” (Trotski), como “una obra maestra de la literatura de propaganda” (Leszek Kolakowski), como “la obra más importante de la literatura mundial durante el siglo XIX” (Knut Nievers), o como “uno de los libros más influyentes que se hayan publicado jamás” (Francis Wheen), el Manifiesto ha alcanzado un ascendiente y una fama que contrastan de manera visible con las modestas condiciones de su nacimiento, y con la postergación y el olvido que sufrió durante las décadas siguientes a su aparición; como señala Walter Mehring:
“En el momento de su primera aparición, fue recibido con entusiasmo por una pequeña avanzada de proletarios maduros y de ideólogos perspicaces; una avanzada muy reducida, pues la Liga de los Comunistas, en todos los países en que poseía partidarios, difícilmente contara con más de unos cientos de integrantes. Luego el Manifiesto desapareció, junto con los transitorios reflujos del movimiento obrero revolucionario.“¹
Las circunstancias que dieron lugar a la composición del Manifiesto han sido indagadas y expuestas en numerosas ocasiones, sin que ello implique que hayan sido aclarados todos los misterios que la rodearon. Es sabido que el proyecto de componer un programa comunista surgió en 1847, a partir de la colaboración entre dos grupos de revolucionarios alemanes en el exilio. Por un lado, el Comité de Correspondencia Comunista, fundado en 1846 en Bruselas, y del que formaban parte, además de Marx y Engels, figuras tales como Ferdinand Freiligrath, Wilhelm Weitling, Moses Hess, Georg Weerth y Wilhelm Wolff; por otro, la Liga de los Justos, reunida en Londres desde 1846 y conformada, principalmente, por artesanos alemanes emigrados que, hacia 1847, estaban resueltos ya a dejar atrás la gravitación que sobre ellos habían ejercido el socialismo utópico de Etienne Cabet y el comunismo humanitarista y cristiano de Wilhelm Weitling. El empeño en superar las posiciones precedentes indujo a Joseph Moll -uno de los líderes de la Liga, junto con Karl Schapper, Heinrich Bauer, entre otros- a contactarse con Marx y Engels, con vistas a asimilar nuevas ideas. Si bien, para los autores de La sagrada familia, la propuesta de Moll representaba, ante todo, una oportunidad insoslayable para formular y propagar un nuevo programa, su influencia se hizo notar ya en el congreso de junio de 1847, en la que participó Engels y en la que se decidió cambiar el nombre de la organización por el de Liga de los Comunistas; al mismo tiempo, la consigna filantrópica “¡Todos los hombres son hermanos!” fue sustituida por una fórmula orientada a destacar el carácter clasista de la lucha: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”. En las sesiones que tuvieron lugar entre el 2 y el 9 de junio se aprobaron los nuevos estatutos; Engels redactó un primer esbozo programático -el Credo comunista-, que fue aprobado como base de discusión, para lo cual debía ser enviado a todas las filiales.
En octubre, la Liga convocó a Marx y Engels a asistir al segundo congreso. Por entonces, Moses Hess había redactado en París su propio credo comunista, que fue duramente criticado por Engels en una reunión del comité de distrito parisino de la Liga Comunista, el 22 de octubre. Engels sugirió, entonces, componer su propio credo, que redactó a fines de octubre: los Principios del comunismo, formulados -según era usual en la época- como un catecismo estructurado en preguntas y respuestas. Aunque el autor de los Principios albergaba dudas respecto de la forma del esbozo, entendía que este no contradecía en ningún aspecto sus puntos de vista, y consiguió que el congreso de la Liga lo aprobase por unanimidad y les encargara, a él y a Marx, la redacción del Manifiesto. Poco es lo que se conoce sobre el progreso concreto de la redacción de la obra; es innegable, sin embargo, que el trabajo se demoró más de lo esperado, ya que los líderes de la Liga enviaron a Bruselas un ultimátum el 24 de enero de 1848, en que instaban a Marx a hacer llegar el manuscrito a Londres antes del 1º de febrero de 1848. La imposición de un plazo perentorio surtió efecto, y Marx se dedicó intensamente a escribir el programa; no existen evidencias concretas, pero, como señala Wheen, es casi indudable que el Manifiesto fue íntegramente compuesto por Marx:
“Aunque todas las ediciones modernas del Manifiesto llevan los nombres de Marx y Engels -y las ideas de este último tuvieron, indudablemente, cierta influencia-, el texto que finalmente llegó a Londres a comienzos de febrero fue escrito únicamente por Marx, en su estudio del 42 de la Rue d’Orléans, garabateando furiosamente durante toda la noche, en medio de la densa niebla del humo de los cigarrillos.”²
“La consigna filantrópica “¡Todos los hombres son hermanos!” fue sustituida por una fórmula orientada a destacar el carácter clasista de la lucha: “¡Proletarios de todos los países, uníos!””
El hecho es que la obra llegó finalmente a Londres y fue publicada en el mes de febrero de 1848. Curiosamente, la portada de la edición original no menciona al “verdadero” editor del panfleto, la Liga de los Comunistas, y trae a cambio las siguientes referencias:
Manifiesto
del Partido Comunista.
Publicado en febrero de 1848.
¡Proletarios de todos los países, uníos!
Londres.
Impreso en la Oficina de la Sociedad Educativa
para los Trabajadores
de J. E. Burghard.
46, Liverpool Street, Bishopsgate.
Aún más sorprendente es la alusión a una organización por entonces inexistente: el “Partido Comunista“. Parte de la sorpresa se disipa cuando se tiene en consideración que, a mediados del siglo XIX, en un período previo al surgimiento del sistema de partidos políticos moderno, un partido constituía una orientación ideológica más o menos definida, y no una organización dotada de fines políticos específicos. En cualquier caso, cabría preguntarse por qué en aquellos años tenía tanta importancia, para Marx y Engels la publicación y difusión de un escrito programático destinado a guiar la teoría y la praxis del comunismo. Lo que torna pertinente responder a este interrogante es el hecho de que el Manifiesto es una de las obras más leídas y discutidas, pero también más distorsionadas y manipuladas en la historia del marxismo. Como otros escritos de Marx, también él padeció el infortunio de ser sustraído a sus condiciones históricas de surgimiento, y de ser convertido en una suerte de escritura sagrada que, en cuanto tal, debería contener las respuestas definitivas a todos los problemas que plantean la naturaleza y la historia. Lo concreto es que el Manifiesto ocupa un lugar específico en la evolución del pensamiento marxiano y, en cuanto tal, se beneficia del desarrollo político e intelectual recorrido precedentemente por su autor, pero asimismo carece (ante todo, en el plano de la teoría y el análisis económicos) de numerosos componentes que irán integrándose al pensamiento maduro y tardío de Marx. Interpretar, por otro lado, el estilo aforístico del escrito -su expresión, al decir de Antonio Labriola, a través de “frases breves, rápidas, concisas y memorables”³- como signo de una voluntad dogmática de exponer verdades científicas universales implica desconocer tanto el proceder habitual de Marx como la peculiaridad genérica del Manifiesto. En cuanto a lo primero, es oportuno recordar que desde sus primeros escritos -la tesis de doctorado, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, las críticas de la filosofía del derecho de Hegel-, Marx celebró el resquebrajamiento de los grandes sistemas cerrados y procuró diferenciarse de aquellos pensadores y activistas que, de un modo meramente epigonal, se hallaban impedidos de desarrollar un pensamiento autónomo a raíz de la reverencia ciega que experimentaban frente a las posiciones de sus maestros. Así, a la hora de considerar la filosofía de Hegel, Marx se distingue de los neohegelianos por el hecho de combinar desde muy temprano una asimilación profunda del pensamiento del filósofo alemán con la adopción de la distancia crítica y la resolución de ir más allá que el autor de la Fenomenología del espíritu. Tal como dice Lukács, en Marx:
“[…] ya desde el comienzo es intenso el impulso hacia una apropiación y elaboración universal del patrimonio científico de la época; incomparable es la posición crítica con la que aborda en cada oportunidad el material intelectual existente. Además, se distingue por la resolución y franqueza -sumamente excepcionales en la historia de la filosofía- a la hora de comprender los problemas centralmente importantes que elabora a partir de un complejo de cuestiones que le había sido legado por sus predecesores en un estado intrincado, confuso, desprovisto de claridad.”⁴
Esta conjunción de estudio exhaustivo y distancia crítica define desde un principio la reflexión de Marx con los economistas políticos ingleses y franceses. La aversión hacia el servilismo frente a la letra muerta de los predecesores contribuyó a apartar a Marx de un vicio en el que han caído muchos de sus presuntos seguidores: la construcción de esquemas reductores, a los que debe sujetarse bajo coacción la realidad sociohistórica. Los neohegelianos -como luego los marxistas dogmáticos- no admitían que las circunstancias concretas no se adecuaran a sus propios modelos de pensamiento abstractos, y por ello se obstinaban en utilizar a estos últimos como a agentes de policía encargados de vigilar y castigar la conducta de aquellas; si los hechos históricos no se adaptaban a sus conceptos especulativos, tanto peor para los hechos. De ahí que el análisis de personas, movimientos o acontecimientos particulares resultara en los neohegelianos una mera ceremonia: se trataba tan solo de verificar la relación de servil dependencia en que el proceso particular se encontraba respecto del marco global construido por el filósofo. Con razón ha señalado Sartre que, si en los escritos marxianos los procesos particulares aparecen insertos en el cuadro de un sistema general:
“En ningún caso, en los trabajos de Marx, esta puesta en perspectiva pretende impedir o volver inútil la apreciación del proceso como totalidad singular. Cuando él estudia, por ejemplo, la breve y trágica historia de la República de 1848, no se limita -como se haría hoy- a declarar que la pequeña burguesía republicana ha traicionado al proletariado, su aliado. Intenta, al contrario, presentar esta tragedia en el detalle y en el conjunto. […] Jamás, en Marx, se encuentran entidades: las totalidades […] son vivas; se definen por sí mismas en el cuadro de la investigación.”⁵
“La aversión hacia el servilismo frente a la letra muerta de los predecesores contribuyó a apartar a Marx de un vicio en el que han caído muchos de sus presuntos seguidores: la construcción de esquemas reductores, a los que debe sujetarse bajo coacción la realidad sociohistórica”
Posteriores amantes del dogma se encargaron de cerrar esta disposición marxiana para elaborar y aplicar conceptos abiertos; para ellos, “el análisis consiste únicamente en deshacerse del detalle, en forzar la significación de ciertos acontecimientos, en desnaturalizar los hechos o incluso en inventarlos a fin de encontrar por debajo, como sustancia, ‘nociones sintéticas’ inmutables y fetichizadas”⁶.
Pero, en cuanto a la especificidad genérica del Manifiesto, también es preciso tener en cuenta que este no es, en sentido estricto, un tratado filosófico o científico sino, ante todo, un panfleto, y que las formulaciones aforísticas, como también la abundancia de imágenes y referencias intertextuales, no buscan tanto informar como convencer y determinar para la acción: su eficacia es menos científica que persuasiva. En este sentido tiene razón Labriola cuando sostiene que el Manifiesto “no puede ser remplazado por ninguno de los escritos anteriores o posteriores de los mismos autores que, por extensión y alcance científico, son de mucho mayor peso”⁷. La evidencia de que el Manifiesto comunista es uno de los ensayos más destacados del siglo XIX alemán no rebaja en modo alguno su significación: nos encontramos ante un escrito tan prominente en su género como lo son, dentro del suyo, los Grundrisse o El capital; el error sería tratar de juzgar un tipo de obra según los parámetros del otro. En última instancia, la aptitud para generar obras tan disímiles entre sí enaltece aún más la producción de un autor que podía destacarse tanto en la composición de obras teóricas abstrusas como en la escritura de ensayos polémicos y propagandísticos destinados a un público amplio. Esto no impide que las virtudes de un género aporten, con frecuencia, elementos provechosos para el otro; y en ese sentido ha dicho Siegfried Landshut que la eficacia del Manifiesto reside, en buena medida, “en un lenguaje que une la sintética rigurosidad de una orden con la infalible certeza de una demostración matemática, y cuyo arrebatador patetismo no procedía tanto del empleo de grandes palabras como del poder de la inexorable coherencia de los hechos desplegados”⁸.
Orientado por esta doble intención de revisar escrupulosamente la tradición histórica precedente y, a la vez, ir más allá de ella, Marx pasa revista, en el Manifiesto, a los movimientos socialistas y comunistas anteriores y contemporáneos. Reacio a darle la espalda a la historia, prefiere interrogarla para extraer de ella (y no de un cúmulo de especulaciones abstractas) la respuesta a los enigmas que plantea la praxis. En el plano más concreto, comparte con Engels la determinación de romper con una tradición conspiratoria, sectaria que había llegado a imponerse en el movimiento revolucionario decimonónico, y del que se trataba de liberar a la Liga de los Comunistas. La alusión inicial al fantasma que recorre Europa se enlaza, de hecho, con esta determinación: lo que querrían Marx y Engels es fundar la lucha política de los comunistas, no en algún tipo de vanguardia aislada de las masas y relegada a las sombras, sino en el mayor grado de publicidad y de apertura democrática posibles; por ello señala Marx que es hora “de que los comunistas expongan abiertamente ante todo el mundo su modo de ver, sus objetivos, sus tendencias, y que enfrenten al cuento maravilloso sobre el fantasma del comunismo un manifiesto del propio partido”⁹, y por eso había dicho ya Engels que los comunistas “saben muy bien que todas las conjuras no solo son inútiles, sino incluso nocivas”, ya que “las revoluciones no pueden ser realizadas en forma intencional y arbitraria, y […] en todas partes y en todas las épocas, fueron la consecuencia necesaria de circunstancias que son totalmente independientes de la voluntad y la conducción de partidos individuales y de clases enteras”¹⁰. Puede verse aquí hasta cuál punto Marx y Engels, que eran hostiles frente a la creencia mecanicista en que la historia avanza automáticamente hacia lo mejor, también eran escépticos ante las posiciones voluntaristas que afirman la posibilidad de desarrollar una praxis al margen de la historia: en esta última posición veía, ante todo, Marx una nueva expresión del desdén idealista frente a la realidad material concreta y de la subordinación de esta bajo esquemas reductores¹¹.
“Comparte con Engels la determinación de romper con una tradición conspiratoria, sectaria que había llegado a imponerse en el movimiento revolucionario decimonónico, y del que se trataba de liberar a la Liga de los Comunistas”
Si son lúcidas y originales las reflexiones detalladas en el Manifiesto acerca de las diversas orientaciones socialistas y comunistas de la época, no lo son menos las que se refieren a la evolución histórica de la clase burguesa. Marx reconoce el demoledor efecto revolucionario que en sus comienzos ejerció la burguesía como agente de la destrucción de todas las “relaciones fijas y herrumbradas”¹² que sustentaban al feudalismo; la clase burguesa no puede existir sin revolucionar continuamente la estructura social: crea un mundo de la actividad y el dinamismo, pero también de la inestabilidad y la inquietud, de la miseria y la crisis, de la lucha y la revolución permanentes. Mucho antes de que fuera una realidad efectiva la mundialización del capitalismo, pudo diagnosticar Marx que la burguesía obliga a todas las naciones “a introducir en sus propios ámbitos la así llamada civilización, es decir, a volverse burguesas. En pocas palabras, crea un mundo a su propia imagen”¹³. Para reconocer la verdad de esta tesis, ha escrito Wheen, “uno solo necesita visitar Beijing -la capital de un Estado presuntamente comunista-, cuyo centro urbano ahora se asemeja siniestramente a Main Street, EE.UU., con sus McDonald’s, Kentucky Fried Chicken, Haagen-Dazs y Pizza Hut, además de varias sucursales de Chase Manhattan y Citibank en las cuales es posible depositar las ganancias” ¹⁴. Marx comprendió que “el ritmo del cambio tecnológico habría de tornarse cada vez más vertiginoso, creando una suerte de revolución permanente, en la cual todo software para computadoras comprado hace poco más de un par de años es totalmente obsoleto” ¹⁵. Como puede verse, la situación descrita por Marx no es una abstracción, sino nuestra propia realidad cotidiana; y esto es algo que apenas necesitamos destacar a finales del año 2008, en medio de una de las mayores crisis históricas del capitalismo, y en circunstancias bajo las cuales obras como el Manifiesto y El capital vuelven a dar muestras de su inagotada vigencia.
Tan provechoso como recuperar los diagnósticos y las críticas de Marx en relación con el capitalismo contemporáneo es revisar las reflexiones del Manifiesto sobre los partidos socialistas y comunistas de entonces, con vistas a comprobar su actualidad en relación con la izquierda contemporánea. Aquí podemos ver que las críticas al sectarismo y el dogmatismo, a la desatención voluntarista hacia la historia, a cualquier praxis política antidemocrática y, por sobre todo, a quienes se aferran anacrónicamente a letanías y fórmulas anquilosadas e incuestionables que no guardan relación alguna con la realidad concreta, mantienen hoy plena validez. En este sentido es en especial revelador y emblemático que esta nueva traducción del Manifiesto sea editada por Herramienta, es decir: por un proyecto que lleva más de una década trabajando para promover un marxismo intelectualmente serio, políticamente comprometido, y en todos los casos abierto y contrapuesto a las ortodoxias y al espíritu sectario. En la medida en que esta apertura persista y se expanda, el marxismo -parafraseando el final del Manifiesto– tendrá un mundo que ganar.
Referencias:
[1] Mehring, Walter, Geschichte der deutschen Sozialdemokratie. Vol. I: Von der Julirevolution bis zum preußischen Verfassungsstreite – 1830-1863. Ed. de Thomas Höhle. 2ª ed. corregida. Berlín: Dietz, 1976, p. 346.
[2] Wheen, Francis, Karl Marx: a Life. New York, London: W.W. Norton, 2001, p. 119.
[3] Labriola, Antonio, “En memoria del Manifiesto Comunista“. En: -, La concepción materialista de la historia. México: Editorial de Ciencias Sociales, 1973, pp. 67-118; aquí, p. 76.
[4] Lukács, György, Sobre la evolución filosófica del joven Marx. En: -, Lenin – Marx. Introducción y notas de Miguel Vedda. Traducción de Karen Saban y Miguel Vedda. Buenos Aires: Gorla, 2005, pp. 115-195; aquí, p. 116.
[5] Sartre, Jean-Paul, Questions de méthode. París: Gallimard, 1960, pp. 37-38.
[6] Ibíd., p. 40.
[7] Labriola, Antonio, loc. cit.
[8] “Einleitung”. En: Marx, Karl, Die Frühschriften. Ed. de Siegfried Landshut. Stuttgart: Kröner, 1971, pp. IX-LX; aquí, p. XLVIII.
[9] Cf. infra, p. *.
[10] Cf. infra, p. *.
[11] En las posiciones “fichteanas” del hegeliano Lassalle veía Marx, de hecho, la expresión de un voluntarismo semejante.
[12] Infra, p. *.
[13] Infra, p. *.
[14] Wheen, Francis, op. cit., p. 121.
[15] Ibíd.