Cada primero de enero marca el inicio de un nuevo año en nuestra era. Quizás no siempre fue así. En nuestras latitudes, la colonización europea trajo consigo sus calendarios. Un recuerdo porfiado diría que estamos en el año 530, que el hito fundacional llegó en barco junto al genocidio más grande del que la historia tenga recuerdo. Pero, al final, “quien tiene la fuerza, tiene también el derecho. Téngase en cuenta el qué y el no el cómo. O yo no sé nada de navegación, o guerra, comercio y piratería son tres en una, imposibles de separar”.  

Fueron aquellos territorios dependientes de la Monarquía Hispánica, al mando del Rey Felipe II, los primeros en modificar sus antiguos calendarios en beneficio del actual sistema gregoriano. El cambio se produjo en 1582, por orden y deliberación de su santidad Gregorio XII, quien a través de su bula Inter Gravissimas buscaba corregir un error del que era portador el viejo método juliano usado en Roma desde su adopción por Julio César en el año 46 a.c. Para ello, el sistema gregoriano adelantaba cerca de medio minuto cada año (aprox. 26 s c/año). 

Varios siglos antes de la reforma, poco después de haberse implementado el calendario juliano, Roma conquistó Egipto, e impuso su sistema de contabilidad de los días. La promulgación de este calendario se fundamentó en los estudios de Sosígenes de Alejandría, basados en el fallido Decreto de Canopo dictado por el tercer faraón de la dinastía ptolemaica, Ptolomeo III Evergetes en 237 a. c, donde se proponían cálculos para modificar el calendario egipcio. Los senadores del Imperio Romano, al disponer el sistema juliano rompían con las antiguas tradiciones paganas que esperaban el año nuevo al comienzo de la primavera. 

Se cree que fue en el Antiguo Egipto, a principios del tercer milenio a. e. c., a orillas del río Nilo, donde se dio nacimiento al primer calendario solar. Artilugio que, sometiéndose a los designios de lo que en nuestra era fue escindido y desgarrado en ciencia, filosofía y arte (cuyas revelaciones para los antiguos eran una y la misma), tenía la capacidad de nombrar el momento del inicio de la crecida del Nilo, con una periodicidad anual. A propósito, un ingenuo descuido bárbaro podría creer que “antes de la era común” (a. e. c.) significa “antes de la era de la conquista”. 

En tierras y temperaturas lejanas, en lo que muchos nombran con obstinada terquedad Abya Yala, sus habitantes tuvieron la misma necesidad: nombrar al tiempo. Conjurar celebraciones y rituales. El Xihuitl, utilizado por los Aztecas, poseía 18 meses con 20 días y otros cinco días piadosos destinados a oraciones para los dioses. Xihuitl -palabra en náhuatl- puede ser traducido a nuestro idioma como: hierba o verdor, cometa, turquesa y año (el orden en que elegimos distribuir estas palabras es arbitrario, aunque sabemos que su composición es constitutiva del sentido). Su polisemia léxica hace que al traducirlo tengamos una pérdida, aunque sólo sea de medio segundo. Por su parte, el Haab, utilizado por los Mayas -entre otras culturas en la actual Mesoamérica-, también era empleado para medir el ciclo solar. Poseía una estructura similar al Xihuitl: 18 meses, 20 días y 5 “días sin nombre’’, al final del ciclo, conocidos como Wayeb’. 

Algunos estudiosos creen que esos días sin nombre engendraban peligros, donde deidades malignas causaban desastres. En la zona andina, fue Viracocha quien decretó que el año tenía 12 meses y que comenzaba con la luna nueva de Camay Quilla, lo que hoy llamamos enero. Sin embargo, Pachacútec, noveno gobernante a quien se le atribuye la construcción del imperio Tawantinsuyu, el más extenso de América precolombina, dispuso el comienzo del año en diciembre, cuando el Sol comienza a volver del último punto de Capricornio. Su calendario se ordenaba en torno a 12 lunas. 

¿Qué se celebra cada nuevo año? ¿Sobre qué memorias, relatos e historias se hilvanan sus días? La historia se burla de los límites que se le intenta trazar. Las clases dominantes, con su desmedida admiración del éxito, celebran las memorias y relatos de los vencedores, y vociferan que la historia no conoce otra posibilidad. Brindan por lo que es y desean que siga siendo. Y sin embargo, ahí mismo, en Nuestramérica, el continente de lo real-maravilloso, la perspicacia de la historia nos recuerda que el año nuevo puede significar la posibilidad de celebrar las promesas de un nuevo mundo. Celebrar a las y los anónimos que se volvieron protagonistas de epopeyas colectivas y orfebres de su propio destino. Conmemorar sus experiencias, nombres, sueños y anhelos de rebeldías. Sabiendo que las promesas de un nuevo mundo seguirán encendidas a condición de no olvidar la tradición de las y los derrotados y oprimidos. Un reconocimiento en la historia que es a la vez un reconocimiento de quienes somos o podríamos ser. Haciendo nuestro aquello de que “sólo a la humanidad redimida le cabe por completo en suerte su pasado”. 

Celebrar nuestra historia 

Un 1 de enero de 1804 se declaraba la primera independencia de América Latina y el Caribe, la cual daba inicio al ciclo independentista del siglo XIX del continente. Ese día de año nuevo, luego de trece largos años de continuas guerras de liberación, las y los insurrectos de Saint-Domingue conquistaron su independencia. Nacía la primera nación de esclavos del mundo. Aquellos insurrectos, conscientes de que su nuevo mundo necesitaba un nombre distinto al que los opresores usaban para nombrar esas tierras, retomaron una vieja tradición con la que los nativos Taínos denominaban aquella isla y la rebautizaron como “Hayti”. 

La Revolución Haitiana fue la revolución triunfante más radical de todo el ciclo independentista y quizás por ello la más silenciada por la historiografía oficial. Una revolución se propuso modificar la desigualdad política que el yugo colonial imponía. Pero también, modificar la profunda desigualdad social, en pos de construir una verdadera emancipación humana. 

Un año después de declarada la independencia, Jean-Jacques Dessalines, uno de sus principales dirigentes, promulgó la flamante constitución revolucionaria. El documento estaba inspirado en borradores que habían sido redactados por Toussaint Louverture en 1801, poco antes de su captura por parte del ejército de Bonaparte. La constitución haitiana de 1805 constituye una pieza de filosofía política que atestigua la “barbarie” de las y los esclavos; y oficia de herida en la modernidad abierta por la Revolución Francesa. La libertad, la igualdad y la fraternidad se declaraba, esta vez, desde el punto de vista de las y los esclavos de la colonia.   

Antes de la independencia, Francia cuantificaba a los negros en la isla con 126 tonalidades de “negritud” que, a su vez, calificaba su estatus social. Práctica que se extendía a lo largo y ancho del continente. La constitución revolucionaria, disputando la noción de universalidad desde un punto de vista de las y los oprimidos, en su artículo 12 planteaba que: “Ninguna persona blanca, de cualquier nacionalidad, podrá poner pie en este territorio en calidad de amo o propietario, ni en el futuro adquirir aquí propiedad alguna”. A continuación, con un agudo sentido de la estructura de dominación, en el artículo 13 se declaraba: “el artículo precedente no tendrá efecto ninguno sobre las mujeres blancas que hayan sido naturalizadas por el gobierno”. Finalmente, en el artículo 14 se manifestaba: “Todos los ciudadanos, de aquí en adelante, serán conocidos por la denominación genérica de negros”.

A Haití nunca le perdonaron, ni le perdonarán, ese mal ejemplo. Aquellos esclavos y esclavas encendieron algo para no apagarlo más. 

El 1 de enero de 1959, contra todo pronóstico y realismo político, el júbilo de los festejos populares invadía la Habana. El año nuevo acompañaba con afiebradas celebraciones la caída de la dictadura de Fulgencio Bautista. Luego de siete años de resistencia a la dictadura, entró a la capital de la isla el Ejército Rebelde. 

El triunfo de la Revolución Cubana encendió un faro de esperanza y entusiasmo en todo el continente. Fue la primera revolución socialista triunfante en América Latina. Cuba fue el ejemplo de que era posible la construcción del socialismo en el Sur global. Una revolución en el “subdesarrollo” de Latinoamérica, en contra de toda visión estalinista de la revolución por etapas, y del aparente inquebrantable dominio estadounidense sobre su autoproclamado patio trasero. 

Una revolución de las y los pobres que tomaban en sus propias manos las riendas de sus destinos. Una revolución contra el imperialismo, que demostraba que las clases dominantes de nuestro continente no son más que los socios menores en la estructura de dominación del continente. Cuba demostraba que, al decir del Che Guevara, en su Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental: “las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de oposición al imperialismo -si alguna vez la tuvieron- y sólo forman su furgón de cola. No hay más cambios que hacer; o revolución socialista o caricatura de revolución”. 

La Revolución Cubana hizo carne aquella máxima de que “Patria es Humanidad”, como ejemplifica su rol en los procesos de liberación africanos. Para ello se dispuso a mandar al propio Che a la República Democrática del Congo, por ese entonces Zaire, hasta colaborar con más de 200 mil tropas que combatieron en Angola; codo a codo, con las fuerzas revolucionarias de la FAPLA, logrando victorias decisivas en muchas ocasiones, que incluyeron la crucial batalla de Cuito Cuanavale, la derrota militar y política del Apartheid Sudafricano. Cuba jugó un rol decisivo en la independencia del continente africano todo, y de allí no se llevó nada más que la certeza de que vale la pena la lucha por la emancipación humana: ni una gota de petróleo, ni un diamante; solo la satisfacción moral de saber que la lucha por la libertad nunca estará completa si sigue existiendo la opresión. 

Luego de 63 años del inicio de esa Revolución, Cuba resiste pese al criminal bloqueo económico que asedia al país. Tal es así que esa pequeña isla bloqueada, en plena pandemia, fue el primer país en América Latina en desarrollar una vacuna propia contra el Covid-19. Y a contracorriente de las políticas de las principales potencias globales envió de manera desinteresada médicos a combatir la pandemia en distintos rincones del mundo. 

En medio de los sombríos tiempos neoliberales, en el momento más inesperado y el lugar más remoto, irrumpieron en la madrugada decenas de miles de indígenas con los rostros tapados, alzando su voz y proclamando ¡Ya Basta! El 1º de enero de 1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional tomaba por asalto las cabeceras municipales de San Cristóbal de Las Casas y Las Margaritas, en el estado mexicano de Chiapas. Aquellas y aquellos encapuchados tomaban su nombre de los integrantes del Ejército Libertador del Sur que en la Revolución Mexicana de 1910 eran conocidos como “zapatistas”. A la vez, que se reconocían como “producto de 500 años de lucha”. 

Ese 1 de enero, entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, conocido como NAFTA. La insurgencia no sólo puso en vilo al pretendido eterno neoliberalismo, sino que volvió encender las esperanzas revolucionarias que el Capitalismo pretendía sepultadas. Con la digna rebeldía, nacía en la noche, una vez más, la certeza de que los pueblos pueden y deben mandar y los gobiernos obedecer; que es posible y necesario construir un mundo donde quepan muchos mundos. 

En las propias palabras del zapatismo: “De cara a la montaña hablamos con nuestros muertos para que en su palabra viniera el buen camino por el que debe andar nuestro rostro amordazado. Sonaron los tambores y en la voz de la tierra habló nuestro dolor y nuestra historia habló nuestro dolor y nuestra historia habló. “Para todos todo” dicen nuestros muertos. Mientras no sea así, no habrá nada para nosotros.” 

Años más tarde, en su Sexta Declaración de la Selva Lacandona, el EZLN proclamaba: “El Capitalismo todo lo convierte en mercancías, hace mercancías a las personas, a la naturaleza, a la cultura, a la historia, a la conciencia. (…) El neoliberalismo es la idea de que el capitalismo está libre para dominar todo el mundo”.  

De esta manera, el EZLN volvió a nombrar, al decir de Bertolt Brecht, al genocida más respetado de la historia que no le gusta que lo llamen por su nombre. 

 ¿Qué celebramos cada 1 de enero? Celebramos aquellas promesas de un mundo nuevo, forjadas al calor de las luchas de nuestros pueblos, que cada año nuevo nos recuerda que de historias está hecha nuestra historia. Y que mientras mantengamos encendida la memoria de nuestra historia, la victoria del enemigo será siempre parcial.

Hace algunos días, el colectivo Utopix, lanzó un hermoso calendario cuyos días se hilvanan rememorando esas historias de luchas y resistencias. Producto de la belleza de su trabajo fue que nos preguntamos sobre la utilidad de los calendarios.