La atmósfera que se consolidó a escala global hacia inicios de los años noventa, es bien conocida por aquellas personas que se ubican en el campo político de las izquierdas. Fueron los años de la llamada hegemonía política, económica y cultural del neoliberalismo, del Consenso de Washington: mientras el muro de Berlín se derrumbaba, emergían las teorías de los finales -léase- de la historia, de las clases, de las ideologías, de los grandes relatos. Para encontrar un paralelismo -de seguro un tanto forzado- a la significativa dimensión que asumió la ofensiva contra el pensamiento revolucionario, quizá tengamos que remontarnos a la derrota de la Comuna de París y las subsiguientes tres décadas sin revoluciones.
Desde Nuestramerica surgieron las primeras respuestas, insospechadas, inesperadas por todo el globo. Localizamos tres procesos políticos que comenzaron a resquebrajar la pretendida larga noche neoliberal, a saber: la del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) del sureste mexicano, la del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) del Brasil, y la de las organizaciones vecinales y campesino-indígenas de Bolivia. Cada una a su forma plateó una agenda “desde abajo”, con basamento en la autonomía política, el poder territorial, y la defensa de los bienes comunes contra la privatización de la vida.
En sintonía a la oposición al Consenso de Washington, el triunfo electoral de Chávez en 1998 inaugura -en términos de Ouviña y Thwaites Rey (2018)- el Ciclo de Impugnación al Neoliberalismo en América Latina (CINAL), es decir, el período que surgió como resultado de un proceso de activación de luchas populares iniciado en los años ‘90 y que puso límites a las salidas propuestas por la ortodoxia neoliberal; se desplegó en un contexto económico mundial donde China fue comprador de variados commodities (aportando así al alza de sus precios), permitiendo crecimiento económico, alivianando las balanzas comerciales y permitiendo políticas redistributivas orientadas desde el Estado; continuó o profundizó los esquemas productivos basados en la explotación de bienes naturales (extractivismo y reprimarización); priorizó “pactos de consumo y empleo”; intentó impulsar un proceso de integración regional alternativo a, y en confrontación con, la hegemonía estadounidense; y, por último, resultó insuficiente para contrarrestar la recomposición de fuerzas neoliberales que organizó una contraofensiva política desde el año 2015.
“El Ciclo de Impugnación al Neoliberalismo en América Latina fue el período que surgió como resultado de un proceso de activación de luchas populares iniciado en los años ‘90”
Sin lugar a dudas, en el plano local, la experiencia del movimiento piquetero será el basamento originario de la llamada nueva izquierda. Existe más de una biblioteca entera dedicada al estudio de éste fenómeno, que a grandes rasgos nos brindó un conocimiento acerca de cómo las y los trabajadores excluidos del trabajo asalariado por el modelo neoliberal, redefinieron el sentido de lo político (entendido clásicamente como partido/ líder y pueblo), y construyeron “desde abajo” al calor de “la ruta y el barrio” la identidad del movimiento piquetero que se plasmó tanto en acciones de protesta colectivas como en la proliferación del trabajo asociativo y del autoempleo. La heterogeneidad de este movimiento es tan basta como las siglas que aparecían en las banderas que encabezaron las multitudinarias movilizaciones que en los albores del 2001/2 logró canticos como “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. En este espectro intervinieron diferentes corrientes político-ideológicas identificadas con la izquierda nacional, el peronismo, el anarquismo, la izquierda trotskista/maoísta/guevarista, y la nueva izquierda independiente. Los formatos de organicidad ligados a sindicatos, partidos políticos o movimientos autónomos, consolidaron -a partir de un repertorio común de acciones- el “movimiento piquetero” en creciente ascenso político-social.
El otro gran afluente de la izquierda naciente referida, provino del movimiento estudiantil -principalmente- universitario. El punto de inflexión sucedió el 28 de diciembre del 2001, cuando la Franja Morada (Unión Cívica Radical) perdió la conducción de la FUBA -la federación de estudiantes más grande de Sudamérica- en manos del “Frente 20 de Diciembre” conformado por agrupaciones independientes y de izquierda. Tal suceso condensó al menos seis años de resistencia a la política neoliberal de la Ley de Educación Superior que movilizó a miles de estudiantes organizados en ámbitos asamblearios de base, ad hoc a las conducciones de la Franja Morada, e incluso arrebatándole federaciones de peso como la de Comahue y Córdoba. Tal movimiento enfrentó la política de ajuste menemista del “déficit cero” y plasmó la unidad de acción en cada huelga docente.
Claro está que estos dos afluentes no son los únicos que confluyeron en la construcción de la izquierda estudiada, pues las organizaciones y sectores de militancia antipatriarcal, ambiental, educación popular, de medios alternativos de comunicación, sindicatos de base, y cooperativistas/empresas recuperadas, fueron parte de esta conformación política, pero no tuvieron en el emerger un peso político símil al que condensaron -e irradiaron- tanto las organizaciones de desocupados como la de las y los estudiantes universitarios.
En este marco, la militancia del universo descripto que abrazó la idea de construir una nueva izquierda independiente, desplegó en la dinámica propia de la acción cotidiana, un conjunto de coordenadas políticas que edificaron cierto marco ideológico general, o mejor dicho un ethos militante en tanto identidad común basada en orientaciones políticas compartidas que nutren una forma específica de militancia, que tuvo su “acontecimiento-fundador” o bautismo de fuego en diciembre del 2001.
Los vectores que ordenaron las principales definiciones -que avanzan un paso más que aquellas netamente por la oposición, es decir anticapitalista o antiimperialista- son variados, pero resaltaron principalmente nociones como poder popular, acción directa, antiburocrátismo, autonomía, y otras no adoptadas -al menos desde el inicio- por el conjunto de agrupamientos como nueva cultura militante, clasismo y antipatriarcado.
El anticapitalismo se sostuvo desde la posición que no existía la posibilidad de apostar a un “capitalismo con rostro humano” en debate explícito con las organizaciones kirchneristas; el antiimperialismo desde el más visceral repudio a la injerencia de Estados Unidos sobre Nuestramérica, vale mencionar que esta última posición se nutrió con la impronta latinoamericanista de ciertas organizaciones la cual se consolidó en la activa solidaridad con Cuba, una defensa explícita a la Revolución Bolivariana y un apoyo al gobierno de Evo Morales en Bolivia.
“El anticapitalismo se sostuvo desde la posición que no existía la posibilidad de apostar a un ‘capitalismo con rostro humano’ en debate explícito con las organizaciones kirchneristas”
La acción directa fue una noción clave para dar cuenta de la iniciativa desde abajo contra la moderación institucional que planifica sus pasos al ritmo de los “escenarios posibles”, lo políticamente correcto/aceptado y el calendario legislativo; pero también en debate directo con las organizaciones de la izquierda tradicional que ven “vanguardismo izquierdista” en aquellas acciones que manifiestan la digna rabia frente a injusticias puntuales que extienden el sentimiento de la necesaria justicia popular. El antiburocratismo se plasmó en dos esferas fundamentales, en el plano sindical en oposición a las direcciones burocráticas que acuerdan por arriba sin desarrollar un proceso de apropiación y deliberación por abajo, dos premisas que levantó el sindicalismo de base; pero tal concepción se trasladó hacia el plano político-organizativo donde se propuso la construcción de anticuerpos necesarios al interior de las propias organizaciones para borrar la distinción entre dirigentes y dirigidos -volveremos sobre tal aspecto nodal de la izquierda estudiada en las siguientes tesis-.
Asimismo, existen otras definiciones que no fueron adoptadas por el conjunto, como por ejemplo: nueva cultura militante, es decir la disposición de adoptar una nueva cultura política que impulse el avance del movimiento de masas por encima de la acumulación sectorial de tal o cual grupo político, combatiendo así el sectarismo y la autoconstrucción; el clasismo, al realzar el rol estratégico de la clase obrera ocupada y desocupada en la estructura social, y definiendo claramente el carácter irreconciliable para con la clase dominante, es decir ponderando la contradicción capital-trabajo como rasgo fundamental la sociedad que vivimos; y el antipatriarcado en tanto concepción estratégica que comprende al patriarcado como sistema específico que antecede al capitalismo pero se retroalimentan el uno al otro, oprimiendo en especial a mujeres y disidencias que sufren múltiples violencias.
A modo de adelanto -pues trabajaremos más adelante estos ejes- aclaramos que cada una de estas tres definiciones estuvo (y mantuvo) en constante tensión al espacio de izquierda. Para algunos la nueva cultura militante anidaba cierta posición ingenua sobre la dinámica de acumulación organizativa propia en el marco de la lucha social y política, aspecto que se trasladaba en un no reconocimiento de las relaciones de fuerzas al interior del propio campo político de la izquierda. Para otros el clasismo era una definición un tanto “rígida” que no contemplaba la pluralidad de sujetos y en efecto se mantenía una mirada estrecha de qué significaba la clase trabajadora. Y por último, quienes combatieron al principio la adopción del término antipatriarcal, lo hicieron esgrimiendo que la “contradicción capital-trabajo era prioritaria a la contradicción de género”. En el “mejor de los casos” se afirmaba que la primera ya contenía a la segunda, en el peor, se subestima el debate por ser “una discusión alejada de las preocupaciones de la clase”.
Un aspecto que sí fue compartido por el espacio político fue asumir que la tarea principal de la etapa política era la acumulación de fuerzas, es decir, que claramente no se estaba frente a un momento de avance de las fuerzas revolucionarias, pero tampoco se encontraba en lo más profundo de la “larga noche neoliberal”. Por ende la actividad primordial era reconstruir los vasos comunicantes de una organización social o reivindicativa que cimente los primeros escalones de una construcción duradera de masas. En efecto las organizaciones se focalizaron en la construcción de base, con propuestas orientadas a dar respuestas a los reclamos sectoriales, los cuales en algunos casos tendieron puentes en organizaciones de tipo multisectorial, pero no del tipo partidarias o de alcance estratégico.
Retomando los puntos en común, en cierto modo la proclama de luchar, crear, poder popular, sintetizó la proyección política del espacio durante su emerger. En su formulación de la izquierda por venir, Miguel Mazzeo (2014) sostuvo que “posiblemente lo que mejor distingue este universo sea la recurrente utilización de dos palabras en un tándem que remite a las formas de construcción, a un modelo de acumulación militante, a un modo de producir decisiones alternativas y, al mismo tiempo, a un horizonte: poder popular” (p. 279). En efecto, la proclama antes dicha funcionó como constelación político-ideológica que agrupó los símbolos y significantes del espacio, que creció al calor de la deslegitimación de un Estado carente de cualquier protección social, de construir hegemonía sobre la sociedad. La nueva izquierda se ubicó precisamente en el hueco donde la estatalidad eclosionaba, por ello la noción de poder popular encaja ahí, en la búsqueda de construir una nueva institucionalidad radicalmente diferente a la defendida por los de arriba.
A nuestro parecer, existieron a grandes rasgos tres tendencias que desde diferentes ángulos dotaron de sentido a dicha consigna, dando cuenta que la categoría de Poder Popular resalta por su carácter polisémico, es decir, muchos sujetos/colectivos/organizaciones la evocan desde tradiciones políticas e ideológicas diferentes. En criollo, hablan entre sí, pero no dicen lo mismo. Volviendo, dichas tendencias hacen hincapié en aspectos distintos, a saber, (i) en el carácter autónomo/ autogestivo; (ii) en la praxis política prefigurativa; (iii) en la confrontación con el poder Estatal. Vale aclarar que no consideramos posible encasillar a cada una de las variadas organizaciones que conformaron el espacio de la nueva izquierda en una determinada tendencia, pues se compartieron ciertas premisas de las tres perspectivas apuntadas- al tiempo que algunos agrupamientos mutaron sustancialmente durante los años- pero sí consideramos que existieron formas singulares de comprender la idea de poder popular.
I. Han sido principalmente las organizaciones de tradición libertaria quienes resaltaron el carácter de autónomo de la construcción de poder popular en los territorios en el sentido amplio (es decir no ligado estrictamente “al barrio”) potenciando experiencias de auto-organización y autogestión en oposición a la lógica institucional. Retomando a Mazzeo (2014), podríamos afirmar que para este sector, “el poder popular nace siempre de una intersubjetividad horizontal y de nuevas relaciones sociales en las que priman el altruismo, la solidaridad y la cooperación. Por eso la construcción de relaciones sociales críticas y alternativas a las del capital, es construcción de poder popular” (p. 121).
La huella zapatista fue un ordenador para dicha tradición política -o al menos la máxima del “mandar obedeciendo”. Esto se evidenció en que en la mayoría de los casos la base organizativa se proclama horizontal-asamblearia, y se concibe al poder popular como ejercicio independiente del Estado, que no merece su -mutuo- reconocimiento e intervención a través de éste para incidir en la disputa social general. Una vertiente conocida de tal tradición ha sido el autonomismo entendido como la huida del poder, que abreva en sus propias construcciones como un fin en sí mismo, descartando todo tipo de confrontación con la estatalidad y el poder de la clase dominante, idealizando las propias construcciones locales y suponiendo que un cambio social que devenga en una profunda transformación, supone meramente la extensión y proliferación de tales experiencias organizativas de baja escala.
II. Quienes resaltan el carácter de ejercicio prefigurativo del poder popular se distancian de la huida del poder, pero también de la estrategia -que ellos denominan- instrumentalista por reducir toda estrategia a la toma del poder. Es quizás el Frente Popular Darío Santillán (FPDS, 2015) el agrupamiento que con mayor trayectoria organizativa ha planteado dicha cuestión desde un principio, al afirmar “una perspectiva distinta: ni limitar toda la estrategia revolucionaria al momento de la ‘toma del poder’, ni descalificar cualquier tipo de estrategia de poder. Desarrollar, en cambio, un proceso de construcción de poder desde el pueblo, hacer las experiencias prácticas en la lucha cotidiana y madurar la reflexión teórica que retroalimente la práctica. De esta forma llegamos al concepto de Poder Popular” (p.181).
Tal como se menciona, el poder popular es un punto de llegada en delimitación con otras perspectivas estratégicas, definiéndolo -al decir de Mazzeo- como la fuerza del pueblo en manos del propio pueblo, como puesta en acto del poder colectivo y de la fuerza colectiva de la hermandad de los explotados y oprimidos. En sintonía Orchani, Nahuel Martin y López Monja (2015) -militantes del FPDS al escribir el artículo que citaremos- han planteado al poder popular como la superación de las dos visiones antes dichas, por ser “la vía de reconciliación entre el momento de la construcción por abajo, en sí, y el asalto al poder, para sí. El poder popular es medio y fin que forman una totalidad” (p.202). Concluyen en que el poder popular no niega la “toma del poder” aunque entiende tal suceso como un momento en la transición necesaria entre un gobierno popular y la sociedad sin explotación ni opresión fruto de experiencias político-organizativas surgidas en el momento de la prefiguración.
III. Una tercera tendencia de organizaciones han retomado la noción de poder popular como perspectiva política que pretende “construir poder para la toma del poder” en un claro debate con las corrientes que buscan huir del poder, pero también con quienes plantean un cambio revolucionario de transformación general, relativizando la necesidad de plantear explícitamente la toma del poder, mostrándose abiertos a “varias formas de estrategias revolucionarias”. Entre los agrupamientos que sostuvieron tal premisa se encuentran múltiples vasos comunicantes con las tradiciones de la izquierda marxista que irrumpieron en la política latinoamericana durante los años sesenta y setenta. Incluso muchos militantes de las organizaciones político-militares de raigambre leninista-guevarista han sido formadores de nuevos colectivos militantes que se ubicaron en la narrativa de la nueva izquierda independiente. En su mayoría se reivindicó la forma partido como expresión organizativa de los sectores más avanzados en consciencia de la clase trabajadora, se bregó por la necesidad de elaborar una estrategia de poder, pero en la mayoría de los casos sin adaptar los legados históricos a los tiempos actuales. En ese sentido la noción de poder popular en su fase teórico/conceptual se emparentó -implícitamente- con formulaciones como la de doble poder o la creación de zonas liberadas bajo el control popular.
En síntesis, si bien el planteo “luchar, crear, poder popular” sintetizó en cierto modo las aspiraciones del espacio, nunca existió una perspectiva uniforme sobre los significados y consecuencias de tal propuesta política. En efecto, dicho lema quedó a mitad de camino, entre categoría estratégica y marca identitaria, pues en ninguno de los tres casos esta noción fue enmarcada dentro de una estrategia de poder a largo plazo, pero en ambos fue una consigna principal. Esto es una diferencia sustancial con las experiencias pasadas, ya que organizaciones como el MIR (chileno) y el PRT (argentino) ubicaron tal perspectiva dentro de una propuesta política integral o “vía al socialismo” (como se le solía decir).
“El planteo ‘luchar, crear, poder popular’ quedó a mitad de camino, entre categoría estratégica y marca identitaria, pues en ninguno de los tres casos esta noción fue enmarcada dentro de una estrategia de poder a largo plazo”
Consideramos que será el proceso político bolivariano -que planteó desde un gobierno popular la conformación de comunas y un Estado que debería “desarmarse”- el que comenzará a dar un marco lógico-estratégico a algunas organizaciones de la nueva izquierda en relación a la construcción de poder popular. A su vez, recién en el año 2011 a partir del debate electoral, se evidenciará con mayor nitidez las diferentes concepciones del poder popular al interior del espacio de nueva izquierda. Hasta entonces primaron concepciones que confundieron el poder popular realmente existente (entendido como momento específico y excepcional donde el pueblo toma la cosa pública en sus manos creando una nueva institucionalidad que confronta con el orden social imperante) con la genuina construcción de base limitada a las apuestas locales. Por ello abundaron lecturas sobre las propias apuestas como gérmenes o ensayos de poder popular, obviando que por más valerosas relaciones sociales que se establezcan allí, no significaba tal construcción una institucionalidad alternativa con importante participación popular (y no principalmente de activistas o militantes) frente al desgarramiento del Estado.
En conclusión, la hipótesis que guía este primer punto es que, la llamada nueva izquierda -naciente de la confluencia entre la vanguardia del movimiento piquetero y el activismo estudiantil en auge pos 2001- emergió retomando un conjunto de experiencias, signos, símbolos, significados y místicas de la resistencia social, sin pretender abordar el debate estrictamente estratégico y programático como punto de partida. La heterogeneidad política se plasmó como virtud en tanto amplitud de tradiciones y trayectorias que se identificaron dentro de tal espacio, pero evidenció sus límites al tener más de una definición abstracta y/o genérica sobre nudos estratégicos. Por ello decimos que hubo un nuevo ethos militante pero no enmarcado en una nueva estrategia revolucionaria, aspecto que no tuvo un lugar central en la agenda de debate, al menos, hasta el año 2011. Durante esta primera etapa, lo central fueron las luchas sociales básicas o la agenda reivindicativa orientada a reconstruir el tejido social y organizativo en tanto condición necesaria para reconstruir un movimiento político de transformación radical. La ausencia de una discusión estratégica no significó un problema de primer orden, al tiempo que la idea de poder popular cubrió momentáneamente dicho déficit (mientras operaban las consecuencias del desgarramiento del Estado burgués producto de las jornadas antineoliberales de principios de siglo). Pero cuando el sol giró a favor del orden burgués recomponiéndose el Estado, movió el suelo sobre el que pisaba la nueva izquierda y alumbró la ausencia de una estrategia común. Sobre esto último nos focalizamos en las siguientes hipótesis.
Por último, vale mencionar que tal estado de situación de la nueva izquierda en emergencia y primera etapa no se debe (unicamente) a los problemas políticos, organizativos y de cultura militante de las organizaciones, estos deben ser comprendidos como efectos de la derrota a escala histórica que sufrió la clase trabajadora a nivel global y local. Ser una izquierda hija de la derrota, no es algo gratuito.
El fragmento pertenece a 8 Hipótesis sobre la Nueva Izquierda post 2001, del militante e investigador Lisandro Silva Marinos. El libro fue editado por la revista Jacobin Latinoamérica y puede descargarse aquí. Publicamos este fragmento en homenaje a los militantes Darío Santillan y Maximiliano Kosteki, dos jóvenes piqueteros que fueron asesinados en una movilización convocada el 26 de junio del 2002, hace 20 años. Asesinados por la represión del gobierno del Partido Justicialista encabezado por Eduardo Duhalde, represión que dejo otros 32 heridos con armas de fuego. Las responsabilidades políticas de la “Masacre de Avellaneda” siguen impunes.