El paulatino declive del unilateralismo, generado por la emergencia de un nuevo centro de poder en Eurasia, explica el creciente deterioro de la institucionalidad política al interior de los Estados Unidos. Una de sus expresiones domésticas es la judicialización de la competencia electoral, destinada a desprestigiar a quien en la actualidad expresa la descomposición del debate público y la proliferación de discursos de odio: el expresidente Donald Trump.
La otra, de cariz internacional, motiva la repetida utilización de las disputas internacionales para reposicionar a candidatos demócratas y/o republicanos como líderes capaces de evitar la reestructuración del mundo en formato multipolar.
El allanamiento realizado el último martes por el FBI en la residencia de Trump se inscribe en la lógica que articula lo doméstico y lo global. La requisa ejecutada por el FBI se realizó tres meses antes de las elecciones de medio término, en el periodo en el que se llevan a cabo los comicios internos para elegir los candidatos de cada uno de los Estados.
El exmandatario catalogó la requisa promovida por el Departamento de Justicia como propia de un país bananero y la asoció con la reciente victoria de sus candidatos en diferentes votaciones internas al interior del Partido Republicano. Según la última encuesta Harris de Harvard, el índice de aprobación de Trump es el más alto entre todos los políticos estadounidenses.
La progresiva judicialización de la política en ese país no parece ser una innovación de última hora. La debilidad estratégica, medida en términos económicos y geopolíticos, terminó impactando a nivel doméstico. Su resolución coincide, cronológicamente, con la asunción por parte del trípode del poder fáctico –el complejo militar-industrial, Wall Street y las trasnacionales– de que Beijing empezaba a desafiar la pretendida supremacía de Washington.
En 2016, cuando se profundizó la campaña propagandista contra China utilizando de forma tergiversada la situación de la minoría Uigur, se profundizaron también las contradicciones al interior del bipartidismo neoliberal: ese año, dos semanas antes de las elecciones, el entonces director del FBI James Comey decidió reabrir una investigación contra Hillary Clinton, escenario que condujo al triunfo de Trump.
El expresidente, que había iniciado su campaña electoral a través de la miniserie seudo-realista “El aprendiz”, se defiende en la actualidad de tres imputaciones diferentes. La que motivó el allanamiento del FBI se vincula con el hurto de documentos clasificados trasladados hacia su residencia de Mar-a-Lago sin autorización del Departamento de Justicia, luego de abandonar la Casa Blanca el 20 de enero de 2021.
El segundo expediente –tramitado inicialmente por un Comité de Investigación bipartidista de la Cámara de Representantes– se relaciona con su rol en el intento de golpe de Estado del 6 de enero, cuando el Comité Electoral se disponía a elegir a Biden como primer mandatario.
Según la investigación de la periodista Maggie Haberman, publicada en su libro “Confidence Man: The making of Donald Trump and the Breaking of America”, el expresidente hizo una utilización arbitraria, irresponsable e ilegal de la documentación oficial durante todo su mandato: pulverizó informes, incineró registros, se deshizo de material documental que la normativa exige archivar y trasladó varias cajas de papeles, sin autorización, a su domicilio particular en La Florida.
El Comité de Supervisión de la Cámara de Representantes, que conformó una comisión para investigar los hurtos presidida por la representante demócrata Carolyn Maloney, consideró que “Trump puso en riesgo nuestra seguridad por el mal manejo de información clasificada”.
Sistema político roto
Haberman recuerda en su investigación que en 1978 se aprobó la normativa relativa a los Registros Presidenciales, que estipula la propiedad de los documentos por parte del gobierno federal. El allanamiento fue autorizado por un tribunal luego de comprobarse el faltante de documentación que podría comprometer a Trump en la causa por el fracasado “putsch” del 6 de enero. Luego de la requisa del FBI, en la que se recuperaron 15 cajas de documentos, el senador Marco Rubio –uno de los ultraderechistas que trabaja para el regreso de Trump en 2024– consideró que el “asalto solo puede tener lugar en países rotos y tercermundistas”.
La imputación que sin embargo puede tener mayores consecuencias para el futuro político del sistema bipartidista es la que se focaliza en los sucesos del Capitolio, sus antecedentes y sus ramificaciones. El último martes, el semanario New Yorker publicó el avance de una publicación realizada por Peter Baker y Susan Glaser, “The Divider: Trump in the White House, 2017-2021”, de la cual se detallan acontecimientos que preceden al desenlace golpista del 6 de enero.
Una de las más significativas –cuentan Baker y Glaser– refiere a 2017, cuando Trump exige a sus generales la realización de un desfile militar “más grandioso que el ofrecido por Emmanuel Macron en ocasión de conmemorar el 14 de julio, día de la Toma de la Bastilla”. “Trump regresó a Washington decidido a que sus generales le organizaran el desfile militar más grande y grandioso de la historia para el día de la independencia de Estados Unidos”, el 4 de julio de 2018.
Frente a sus subordinados, el entonces presidente exigió además que en dicha parada militar futura no debían exhibirse veteranos de guerra con heridas ni soldados en sillas de ruedas, tal cual había divisado en París. “Eso no quedaría bien”, afirmó Trump frente al general John Kelly, perteneciente a la Infantería de Marina, entonces jefe de gabinete de la Presidencia. Indignado, Kelly le respondió que los veteranos que regresan con heridas del combate son los héroes de cualquier país.
“En nuestra sociedad solo hay un grupo de personas que son más heroicas que ellos, y están enterrados en Arlington”. Según Baker y Glaser, el general hizo –con ese comentario– una referencia explícita a su hijo Robert, muerto en Afganistán. “No quiero mutilados”, repitió Trump. “No se ven bien para mí”.
La disputa con Kelly –que duró un poco más de un año en funciones– se repitió en los debates con los jefes del Estado Mayor Conjunto, quienes aconsejaban criterios discordantes con los caprichos de Trump: “Malditos generales, ¿por qué no pueden ser como los generales alemanes?”, vociferó el presidente. “¿Qué generales?”, preguntó Kelly. “Los generales alemanes en la Segunda Guerra Mundial”, respondió Trump. “¿Sabes que intentaron matar a Hitler tres veces y casi lo logran?” deslizó Kelly. “No, no, no, le fueron totalmente leales”, clausuró la discusión el empresario devenido en primer mandatario.
Otro de los oficiales cuyo testimonio podrá ser tomado en cuenta en la comisión que investiga la intentona golpista de enero es el de Mark Milley, quien fue nombrado como jefe del Estado Mayor Conjunto en el último año y medio de la gestión trumpista. En junio de 2020, luego de las protestas por el asesinato de George Floyd y la irrupción del movimiento “Black Lives Matter”, Trump exigió que las fuerzas armadas reprimieran las movilizaciones lideradas por las asociaciones afroamericanas.
“Parecemos débiles”, les dijo a los militares, solicitándoles la aplicación de la Ley de Insurrección de 1807 que los autorizaba a participar en la represión interna. Según Milley, exigió 10.000 soldados en las calles y que la comandancia fuera ocupada en forma directa por el jefe del Estado Mayor. La resistencia de los militares enojó al primer mandatario, quien no dudó en dirigirse a Milley: “¿No puedes simplemente dispararles? ¿Simplemente dispararles en las piernas, o algo así?”, preguntó.
El tercer grupo de imputaciones contra Trump remite a las acusaciones sobre sus manipulaciones fiscales. El 10 de agosto tuvo que presentarse ante la fiscalía general de Nueva York, en el distrito de Manhattan, para ser interrogado bajo juramento por las prácticas comerciales de índole delictiva. Quien le tomó juramento y testimonio fue la procuradora Letitia James, integrante de la comunidad afrodescendiente. Trump rechazó responder los cuestionamientos de la fiscalía y acusó a James de racista.
El envalentonamiento de los sectores supremacistas estadounidenses, promovido por el asalto al Capitolio, ha tenido consecuencias inmediatas: permitió que los sectores conservadores habiliten el fin del derecho al aborto, promovió una serie de nuevas normativas estaduales orientadas a limitar el voto de todos aquellos que no sean blancos, y puso en agenda la teoría conspirativa del Gran Reemplazo.
La novelista puertorriqueña Giannina Braschi escribió hace más de una década: “Odio la pulcritud porque me suena a negación (…) Pero a mí me gusta lo evidente. Me gusta ver las cosas como son… Nada tengo contra el olor de la podredumbre, pero sí mucho contra aquellos que esconden lo podrido de los Estados Unidos”. En 2011 Braschi publicó “Estados Unidos de Banana”.