En la agenda de debate sobre la elevada inflación en Argentina, con tendencias en ascenso por encima del alto índice de 2021, desde sectores liberales y de derecha aparece la propuesta de la “dolarización” para la economía local. La sugerencia apunta a terminar con la inestabilidad de los precios y se ofrece como respuesta de política económica ante la demanda social que identifica al alza de precios como el principal problema a resolver en la coyuntura.
Con la dolarización, se asocia la política monetaria y cambiaria a decisiones monetarias externas, las que provienen desde EEUU. No solo por la política estadounidense sobre su moneda y economía, sino por los vaivenes de la disputa económica mundial, en donde el dólar viene perdiendo terreno contra otras monedas nacionales del orden capitalista.
En los últimos 25 años, según el FMI, las reservas internacionales de los países, referidas al dólar, bajaron de más del 70% a menos del 60%. El propio organismo internacional incluyó desde el 2015 al renmimbí o yuan, la moneda china, como una de las 5 monedas que integran la canasta de referencia de los Derechos Especiales de Giro (DEG). Rusia acaba de anclar su moneda al oro, en donde 5.000 rublos equivalen a un gramo de oro. La decisión complementa la disposición de cobrar en moneda rusa las exportaciones, obligando a la demanda de rublos de los compradores externos.
Muchos países piensan en referencias monetarias asociadas a sus especificidades productivas, incluso asociando los esfuerzos con otros países en condiciones similares. La medida retrotrae desarrollos monetarios a tiempos previos a la reorganización del sistema mundial en Bretton Woods, al final de la segunda guerra mundial.
Por ello se nos ocurre un interrogante para pensar críticamente la realidad de nuestra región. ¿Puede Sudamérica, o algunos países de la región, organizar acuerdos múltiples para sustentar una moneda con producción local?
El tema estuvo planteado en la primera década del Siglo XXI para la región latinoamericana y caribeña. En ese sentido se lanzó el SUCRE (registro contable del comercio exterior a cancelar con monedas locales).
En el mismo sentido avanzaron, con escaso éxito, los acuerdos entre Brasil y Argentina para cancelar el comercio exterior bilateral en monedas locales, el real brasileño y el peso argentino.
Bolivia desarrolló la bolivianización de la economía y las finanzas desde el gobierno del MAS en 2006. La base de ese éxito está a la apropiación estatal de lo principal de la renta de los hidrocarburos.
La estabilización cambiaria es posible sustentando la soberanía monetaria.
Ahora, en Venezuela, con menor inflación anualizada que la Argentina, se intenta desalentar la dolarización de hecho. Esta fue construida en años de sanciones externas, por lo que se intenta gravar tributariamente las compras con divisas.
Resulta complejo el tema monetario, y vale recordar la estabilización de la moneda argentina entre 1991 y 2001, a costa de un inmenso costo social medido en pobreza, indigencia, desempleo y precariedad social. Además, vale registrar la emisión de cuasi monedas realizadas por los estados provinciales para cancelar obligaciones, entre ellas, sueldos del personal estatal y gastos de funcionamiento. El desemboque de aquella estabilización de precios resultó en la crisis del 2001 y un saldo de mayor inequidad en la distribución del ingreso y de la riqueza.
Más que buscar soluciones monetarias, cambiarias y fiscales desde la pérdida de soberanía con el atajo de la vinculación al dólar, habrá que pensar en un nuevo orden productivo en el país, al que se integre una política monetaria y cambiaria pensadas en satisfacer las necesidades de la población.
Así, la reorganización productiva para resolver las necesidades básicas de la población en su conjunto, empezando por los sectores sociales más desfavorecidos, requerirá más organización comunitaria, cooperativa y de autogestión, que una lógica individualista que privilegia la ganancia por sobre los ingresos populares, según la dinámica del mercado capitalista.