En Lima escuchamos religiosamente RPP y leemos los diarios de un monopolio mediático conservador, ambos ideológicamente estancados en la década del noventa y de corazón furiosamente fujimorista. Los habitantes de esta ciudad ideológicamente amurallada, conservadora hasta el tuétano, nos encontramos a la derecha de nuestros pares en la región, por lo que nadie debería sorprenderse de que entremos en pánico ante la mínima brisa de cambio. 

La razón de nuestra neurosis electoral es obvia: Lima piensa como sus élites, vibra con ellas y asume sus terrores (de clase). Ha abrazado sus intereses como propios porque toda la comunicación imperante constituye poco más que una forma asolapada de inculcarnos esos intereses. Pero esa élite no es ni será jamás democrática: es fujimorista. Y no es democrática porque al neoliberalismo le resbala la democracia. Siempre le resbaló: sus ideólogos más célebres lo dejaron absolutamente claro. 

Y el fujimorismo es un fenómeno netamente neoliberal –situado en un tiempo muy concreto de la larga historia del capitalismo–, es lo que se impuso sobre el Perú como Augusto Pinochet, El Mercurio y la CIA se impusieron antes sobre el Chile democrático de Allende. Detrás se ocultan las mismas fuerzas y los mismos intereses. 

El “éxito” fujimorista es resultado de su alianza tácita con el orden hegemónico internacional y no de una supuesta eficiencia para solucionar nada. El “éxito” fujimorista, yendo más al fondo del asunto, se basó y subsiste gracias a la alianza no declarada entre las fuerzas armadas de un país pobre y sus mecenas estadounidenses, que los proveyeron tradicionalmente de armas y poder a cambio de información y colaboración, a cambio de asumir una doctrina. 

Por eso Latinoamérica está llena de ejércitos “anticomunistas”, siempre listos para el golpe planificado desde Washington. Siempre listos para salir a entrometerse en el proceso democrático si el “electarado” se sale de la línea. 

El “éxito” fujimorista es la conquista local de ese orden que, ya bien entrado el siglo veintiuno, sigue agazapado detrás de cada golpe de Estado –duro o blando– que sufren los gobiernos no alineados de Latinoamérica y el mundo. El mismo orden internacional que persigue y tortura a Julian Assange –el preso político más importante de los últimos tiempos–, por revelar su corrupción y salvajismo (la prensa corporativa no lo iba a hacer jamás). 

Y todo eso asusta, claro. Todo ese despliegue de poder amedrenta profundamente, inconscientemente. Nos invita a abrazar las creencias e ideología de esta élite local, subalterna y servicial, y nos invita a ver cualquier cosa que pudiera equipararse a “populismo” como una enfermedad mental. El pueblo, pues, es deplorable, ignorante y sucio, sus integrantes son aceptables solo en la medida en la que aspiren a convertirse en élite. ¡Y vaya que tenemos un país lleno de aspirantes! 

Es en respuesta a ese amedrentamiento que hemos abrazado lo opuesto al populismo, el elitismo, y con orgullo entonamos sus lemas de campaña: no hay alternativa; olvida ya esas ideas absurdas de cambio; el ser humano es egoísta; no hay sociedad, solo individuos. 

Todo eso ya era basura aristocrática –de viejísimo cuño– cuando fue proferido, hace 40 años, por Thatcher, Reagan y otros obvios servidores del poder tradicional (por mucho que hoy pasen por figuras “rebeldes” gracias al libertarianismo juvenil). 

 De espaldas al mundo   

Pero Lima también vive de espaldas al mundo, y no solo de espaldas a sus cerros de arena y esteras. Nuestros comentaristas mediáticos no sienten vergüenza de situarse a la derecha del Fondo Monetario Internacional. Se niegan, por ejemplo, a considerar la posibilidad de entregar un bono ideado por esa institución conservadora para que el país vuelva a índices de pobreza anteriores a la pandemia de Covid. 

¿Cómo explicar tal negativa? Statu quo o muerte, esa parece ser la consigna. ¿Un bono de más de dos mil soles para quienes nunca han visto esa cantidad de dinero en sus vidas?, ¿un bono que saldría de los impuestos de las grandes empresas y sus dueños, del dinero que no pudieron sacar a las Bahamas?, ¿un bono para sacarlos de la desesperación que los convierte en mano de obra barata? ¡Jamás!, así se revitalice la economía por varias décadas… ¡Ni hablar!, así nos ponga ad portas de la OCDE. 

La manipulación mediática y la prolongada ausencia de cultura han acabado con cualquier rastro de pluralidad ideológica o política, incluso la más elemental, por lo que ya no hay posibilidad de resistencia racional ante la propaganda. Y esa pluralidad no solo es requisito para una democracia sana, ¡es requisito para la salud mental! 

Mucho de lo que hoy pide la izquierda, y que hoy es tachado de “comunista”, era capitalismo puro y duro hace unas pocas décadas atrás. Muchas de las reivindicaciones “imposibles” que exigen los partidos de izquierda moderados de Latinoamérica y el mundo en vías de desarrollo –como educación y servicios de salud dignos y gratuitos– eran parte esencial de las sociedades capitalistas de la posguerra, las más prosperas de la historia. 

Se entendía perfectamente que sin esa base no había desarrollo posible. Lo que los amos de mundo jamás confesaron es que ese capitalismo no aplicaba a la periferia no blanca, al área de servicio, a donde se exportarían las formas más abyectas de explotación del ser humano y en donde se fomentarían el subdesarrollo y la corrupción para beneficio del primer mundo.    

Tampoco confesarán jamás que los países desarrollados alcanzaron ese estado tal como lo hizo China en las últimas décadas, basándose en la planificación central y la protección estratégica de sus industrias nacientes, y no a través de la ideología basura con la que la propaganda ha adoctrinado al planeta y que obliga al mundo en vías de desarrollo a competir en completa desigualdad con quienes se desarrollaron hace siglos, gozando de la protección de poderosos ejércitos y violentando a quienes se pusieran en el camino, como cuando Inglaterra deseaba abrir China a su comercio de opio. 

La especialización entre la ignorancia, propia del profesional de estos tiempos, lo torna incapaz de entender el desarrollo desde un plano que exceda lo puramente técnico. Desde ese punto de vista unidimensional, el desarrollo se alcanza comparando indicadores económicos e imitando las políticas de liberalización tomadas por esos países que, como señalamos, se desarrollaron hace tiempo y en otras condiciones. Países donde el ciudadano se encuentra tradicionalmente protegido por políticas que, aunque en franco retroceso gracias al neoliberalismo, aún velan por su integridad frente al poder corporativo, por lo que pueden tolerar ciertos niveles de liberalización. 

Hoy nos encontramos en estado catatónico, paralizados ideológica e intelectualmente. Nos hemos vuelto incapaces de considerar factible, incluso, el más mínimo cambio. Cualquier cosa que suene a condena del capitalismo rapaz reproduce en nuestras mentes, de manera automática y condicionada, imágenes de Nicolás Maduro. 

Nuestra parálisis intelectual es una bomba de tiempo que solo despierta la atención del limeño –a salvo de la realidad gracias a la concentración mediática conservadora– cada cinco años. El tic-tac de esa bomba se consolidó con la llegada de la universidad-negocio, creada para producir cualquier tipo de empleadillo que las empresas pudieran necesitar en una determinada coyuntura temporal, pero jamás ciudadanos pensantes, participantes de la cosa pública. 

¿Por qué sería diferente? Quienes mandan tienen mucho que perder en una democracia real, de iguales. 

La pequeñez cultural resultante viene acompañada del terco convencimiento de que se puede reflexionar sobre el mundo –entenderlo, incluso–, sin jamás abrir un libro. Ese es el gran logro de la propaganda. La orfandad intelectual se comunica a gritos y sin vergüenza alguna, debate sin escuchar y, paradójicamente, expresa sus dos o tres ideas con absoluta certeza. A quienes solo repiten lo que escuchan en la televisión, la propaganda parece insuflarles esa sensación altanera de autosuficiencia y sabiduría. Elimina sus dudas. El resto son tontos, ¿cómo podrían, si no lo fueran, defender ideas opuestas al consenso mediático, a la opinión “experta”? 

Ese es el molde en el que cada cinco años cocinamos un nuevo pánico electoral y muy limeño. Es decir, muy alejado de la realidad. Y vale la pena redundar en esto: son los segmentos profesionales, especializados en una sola cosa e ignorantes de todo lo demás, los más ideologizados, los más engañados por la propaganda. También son los que con mayor energía deben manifestar su alianza con el poder económico, con la gran trasnacional. 

La orfandad cultural a la que han sido sometidas varias generaciones de profesionales les impide, incluso, entender el capitalismo como ideología. Les impide ver el neoliberalismo por lo que es: la excreción blanda y descolorida de un pequeño grupo de ideólogos al servicio del dinero, la Sociedad Mont Pellerin.     

Pero incluso el Foro Económico Mundial –que se reúne anualmente en Davos– ya le bajó el dedo al neoliberalismo. No contamos con más planetas Tierra para seguir destrozando. El sistema, desgraciadamente, caducó demasiado tarde. Mientras tanto, en esta lejana provincia, cognitivamente secuestrada, perdida en el tiempo, seguimos siendo más papistas que el papa.