La problemática ambiental en la política regional del gobierno de Biden
A principios de julio del 2021 el asesor en Seguridad Nacional del gobierno estadounidense Anthony Blinken le escribía al canciller argentino Felipe Solá que “la colaboración entre nuestros gobiernos en relación con la diplomacia climática está ayudando a unir al hemisferio detrás de una agenda climática sostenida y ambiciosa”, y agregaba: “quiero aprovechar ese éxito para avanzar en la promoción de los derechos humanos y la democracia, concluida la pandemia de COVID 19, y fortalecer la seguridad regional” (la traducción es propia, Clarín: 2021). La posterior visita de Blinken a la Argentina a mediados de agosto ratificó la importancia de las problemáticas socioambientales –como el cambio climático y la pesca ilegal- en la política regional del nuevo gobierno de Joe Biden.
Ciertamente, como ha sido señalado por distintos analistas, dicha cuestión resulta una de las diferencias más notables entre esa administración y la anterior de Donald Trump. Mientras este último desplegó una política negacionista respecto de las causas antropogénicas del cambio climático y retiró a los EE. UU. de los llamados Acuerdos de París, el nuevo gobierno asumido a fines de 2020 adoptó una orientación contraria, regresando a ese tratado internacional y motorizando una serie de iniciativas globales y regionales sobre dicha cuestión.
La presente ponencia se propone examinar dicha política e iniciativas adoptadas por el gobierno de Biden con el objetivo de indagar sobre el papel que cumplen en la búsqueda y reproducción de la influencia regional de EE. UU. En ese sentido, parte de considerar que otra de las diferencias entre el nuevo y el anterior gobierno de ese país consiste en que la nueva administración persigue la (re) construcción de la hegemonía regional y global de EE. UU. que fuera minada por la política de “Primero América” (America First) impulsada por el presidente Trump y que resulta amenazada por la emergencia de China y, en menor medida, Rusia, en el escenario mundial. En similar dirección se ha señalado que esta nueva administración promueve el uso del llamado soft power (poder blando) en detrimento del hard power (poder duro) o, para decirlo en términos de la concepción gramsciana de la hegemonía, que recurre en mayor medida a la producción de consentimiento o adhesión sobre ciertas fracciones o grupos sociales nacionales que al uso o la amenaza de la coerción. Un cambio que puede identificarse también como el creciente énfasis en una de las dimensiones de la llamada “guerra híbrida”, conceptualización que supone una combinación de guerra no convencional con la promoción de constitución subjetiva y acción colectiva de actores de la sociedad civil y que abarca así a la acción de fuerzas estatales y de una variedad de actores no estatales (Korybko, 2019) en el sentido de construir una “dominación de espectro completo” que opera sobre el conjunto de los ámbitos de la vida social y, particularmente, sobre el dominio de los cuerpos, los corazones y las mentes de la población (Ceceña, 2013); y que fuera también considerada como “guerras asimétricas”, “guerras difusas” o “guerras de quinta generación” (Boron, 2019).
Partiendo de estas consideraciones, el presente texto persigue entonces indagar sobre el lugar que le cabe a la problemática ambiental dentro de la política hemisférica impulsada por el actual gobierno de EE. UU. en términos de garantizar su influencia y/o dominio del continente considerado habitualmente como su “patio trasero” o “área de influencia natural”. Para ello, se propone un recorrido reflexivo que comienza con la consideración del concepto de “imperialismo ecológico” para examinar luego, desde esa perspectiva, la emergencia de la llamada cuestión ambiental y analizar finalmente algunas de las principales iniciativas regionales que sobre la problemática ambiental fueron llevadas adelante por el gobierno estadounidense en el último año.
Comienzos y finales del imperialismo ecológico
El término “imperialismo ecológico” fue formulado primeramente por el investigador Alfred Crosby en su señalamiento de que la conquista y colonización europea de esos territorios que hoy llamamos América no puede explicarse solo en base a su superioridad tecnológica o militar, sino que debe reconocerse el papel jugado por el predominio biológico o ecológico de las biotas europeas que explican su poder en el largo plazo. En esta dirección, para Crosby, el conquistador europeo llegó acompañado por un poderoso ejército invasor compuesto de animales, plantas y virus que aseguraron su dominio y que constituyen la dimensión ecológica del imperialismo (Crosby, 1972 y 1999). Por otra parte, Bellamy Foster retoma el término para dar cuenta que “las transferencias en valores económicos se reflejan de forma compleja en flujos materiales ecológicos reales, que transforman las relaciones ecológicas entre la ciudad y el campo, y entre el centro y la periferia”; así “el imperialismo ecológico crea asimetrías en la explotación del ambiente, intercambio desigual y una fractura metabólica global” (Bellamy Foster, 2012, p. 15).
Una de las experiencias históricas que examina Bellamy Foster en relación con ello es el comercio del guano y nitratos en el siglo XIX. El despliegue de la primera ola de explotación capitalista de la agricultura y los efectos de la industrialización y urbanización de la primera mitad de ese siglo en Europa supusieron una significativa pérdida de los nutrientes de las tierras agrícolas de ese continente. Para suplir las consecuencias de esa ruptura del metabolismo social sobre la fertilidad de la tierra, se recurrió primeramente a los fertilizantes naturales. Así surgieron las actividades de apropiación y comercio del guano peruano y los nitratos chilenos en la segunda mitad de ese siglo, que eran llevados para enriquecer los suelos de Gran Bretaña y otros países europeos. De esta manera, mientras que en estos países latinoamericanos se degradaba el ambiente, se gestaban guerras, explotación y endeudamientos e incluso dominaciones oligárquicas –recordemos la llamada “República del guano” en Perú entre 1845 y 1866- las potencias europeas se beneficiaban de ese “sobregiro ambiental” e intentaban gestionar las consecuencias ambientales del propio desarrollo capitalista.
En este sentido, el estudio de las relaciones entre el norte capitalista industrializado y el sur o periferia proveedor de bienes naturales, las teorías latinoamericanas del desarrollo y de la dependencia han hecho en el pasado énfasis en el llamado intercambio económico desigual expresado en el conocido señalamiento del deterioro de los términos de intercambio que perjudica y subordina a los países del sur. En relación con ello, Bellamy Foster resalta la dimensión ecológica de este intercambio desigual –un intercambio ecológico desigual- señalando que esta relación conlleva también el saqueo y agotamiento de tales bienes, así como el deterioro social y ambiental en beneficio de las potencias centrales.
La constitución y despliegue del llamado “modelo extractivo exportador” en América Latina y el sur del mundo en general en el contexto de las transformaciones neoliberales de las últimas cinco décadas y sus consecuencias en términos de despojo, destrucción socioambiental y nueva dependencia que han sido señaladas y estudiadas por el pensamiento crítico contemporáneo son un ejemplo trágico de esta dimensión del imperialismo ecológico. Posiblemente, la expansión de la megaminería a cielo abierto extremadamente contaminante y destructiva de las condiciones de vida en el territorio y que sobreutiliza el agua en regiones semidesérticas o desérticas para la extracción de oro que se dedica en su gran mayoría para el atesoramiento o la elaboración de joyería, en ambos casos apropiado o consumido para las elites globales asentadas fundamentalmente en los países del viejo centro del capitalismo, resulta la expresión más cabal de la distribución social y geográficamente desigual de los costos socioambientales en el Sur y los beneficios y ganancias de las corporaciones trasnacionales y las elites del norte.
Por otra parte, retomando el desarrollo de Bellamy Foster, otros estudiosos, como Vega Cantor, han señalado que en la actualidad, en el proceso de neoliberalización capitalista y de “expansión imperialista hasta el último rincón del planeta, ocurre una acelerada destrucción de los ecosistemas y una drástica reducción de la biodiversidad…resultado directo de la generalización del capitalismo, de la apertura incondicional de los países a las multinacionales, de la conversión en mercancía de los productos de origen natural, de la competencia desaforada entre los países por situarse ventajosamente en el mercado exportador, de la caída de precios de las materias primas procedentes del mundo periférico, de la reprimarización de las economías, en fin, de la lógica inherente al capitalismo de acumular a costa de la destrucción de los seres humanos y de la naturaleza” (Vega Cantor, 2012).
En esta dirección, los procesos de recolonización de la periferia que caracterizan a las transformaciones contemporáneas y a la llamada “globalización” suponen también una agudización de la dimensión ecológica de la dominación imperial y de las relaciones centro-periferia. En relación con ello, Vega Cantor señala los procesos de explotación y mercantilización de la naturaleza que conllevan la destrucción acelerada de los ecosistemas; la profundización del saqueo de los bienes comunes naturales; la biopiratería y la apropiación mercantil de la diversidad biológica; el traslado de desechos tóxicos (nucleares y radiactivos) del Norte al Sur; las exportaciones forzadas de especies animales y vegetales; y, finalmente, el desconocimiento de la deuda ecológica que el imperialismo le debe al mundo dependiente.
En relación a dicha deuda ecológica, que en el caso de Nuestra América se remonta a la explotación y apropiación colonial del oro y la plata desde el siglo XVI, puede señalarse también las causas y tratamiento del cambio climático resultado de la emisión y concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera. La industrialización basada en el uso de los combustibles fósiles -concentrada fundamentalmente en los países ricos del norte- ha sido desde el siglo XX y lo sigue siendo hoy la principal causa del incremento de la presencia de estos gases en la atmósfera mientras que los efectos de la crisis climática en progreso afectan al mundo en general y, en particular, a los países del Sur con menos recursos económicos y tecnológicos para afrontar sus consecuencias. Como ha sido señalado por las organizaciones sociales y la intelectualidad crítica desde los años ‘90, en esta dirección puede identificarse una deuda climática; incluso en 2009 el Estado Plurinacional de Bolivia presentó una propuesta a la Convención de la ONU sobre Cambio Climático, suscripta por otros países del Sur, para reconocer y reparar esa deuda climática[1]. En esta misma dirección, la presión de los países del sur había obtenido en la negociación que culminó con la adopción de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático presentada en la llamada Cumbre de Río en 1992 la adopción del principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas (CBDR, por sus siglas en inglés, Common But Differentiated Responsibilities)[2] que afirma que todos los países tienen una responsabilidad en abordar los desafíos del cambio climático pero que no todos tienen las mismas obligaciones ni responsabilidades respecto de esos desafíos ya que reconoce la disparidad de la contribución al problema del cambio climático entre países desarrollados y países en desarrollo relacionado con los mayores niveles de industrialización de los primeros que implica que estos históricamente generaron más emisiones de gases de efecto invernadero. Así, mientras el Protocolo de Kyoto –acuerdo de Naciones Unidas para el tratamiento internacional del cambio climático adoptado en 1997- ratificó este principio, décadas más tarde y con el agravamiento de la crisis climática, el llamado Acuerdo de París adoptado en 2015 disolvió en la práctica dicho principio al eliminar la distinción de responsabilidades entre países desarrollados y no desarrollados y sólo referir que cada país debe aportar a la reducción de gases de efecto invernadero teniendo en cuenta “las distintas capacidades y circunstancias nacionales”.
En la emergencia de la cuestión ambiental
La producción y reproducción de las sociedades humanas, desde sus comienzos, supuso un proceso de alteración y transformación del ambiente y la naturaleza, aunque ello no siempre implicó el deterioro a gran escala o (la amenaza de) la destrucción de las propias condiciones de existencia de la vida en los territorios. Esta fractura del metabolismo social se desplegó al calor de las transformaciones capitalistas alcanzando una proyección global y será particularmente con la expansión de la fase capitalista posterior a la Segunda Guerra Mundial –con el acelerado crecimiento de un patrón productivo, de urbanización y de consumo basado en el uso de los combustibles fósiles, particularmente en los países centrales- que la problemática sobre los modos de vida y de relacionamiento con la naturaleza se situaran en el centro de las preocupaciones sociales y de la conflictividad social. Un período de relevancia en la historia de los pueblos cuando se desplegó un proceso de intensa y amplia conflictividad, movilización y radicalización social que recorrió, con sus desigualdades y heterogeneidades socioespaciales y temporales, todo el planeta con un protagonismo particular de amplios sectores juveniles, fracciones de los asalariados ocupados y sectores urbanos y, en el Sur del Mundo, también de movimientos campesinos, indígenas y comunidades rurales. Los sucesos de los años 1968 y 1969 son una muestra de este proceso. Este largo proceso global de conflictividad, confrontaciones y cambios ha sido considerado, desde el pensamiento crítico, como una nueva y global “primavera de los pueblos”, en referencia a la europea de 1848 (Amin, 2002), como una “revolución en el sistema mundo” (Wallerstein, 1989), como una “revolución mundial” (Arrighi, Hopkins y Wallerstein, 1999), como una “revuelta global” (Ali, 2008), como un “ciclo de rebelión contra el orden mundial del capital” (Gilly, 1993 y 2008), como el rechazo global del mundo capitalista-burocrático (Castoriadis, 1986) o, podría decirse, como la emergencia de un período de crecientes cuestionamientos al patrón colonial de poder (Quijano, 2000a y 2014).
En este contexto, la emergencia y configuración de la cuestión ambiental como campo de intervención y construcción por parte de los gobiernos –o para decirlo desde la perspectiva de Foucault como objeto de gobierno de las conductas- puede ser entendida también como parte del tratamiento dominante de este ciclo de rebelión global, particularmente referido a los cuestionamientos, programáticas y prácticas vinculadas a la disputa sobre las condiciones de existencia y reproducción de la vida social que éstas planteaban. La invención de la cuestión ambiental puede considerarse así, simultáneamente, uno de los agentes y uno de los resultados de la conjuración o frustración del cambio social planteado. Podríamos decir entonces –parafraseando a Donzelot– que la cuestión ambiental constituye la brecha o contradicción (y la gestión de la misma) entre el compromiso de posguerra y la realidad efectiva; entre las promesas de bienestar y paz asociadas a la sociedad de posguerra y sus narrativas de desarrollo y modernización, y la realidad efectiva de deterioro, degradación, amenaza y tecno-mercantilización de las condiciones de existencia (Seoane, 2017).
Como ejemplo de ello, podemos señalar la política ambiental impulsada por la administración Nixon en EE. UU., particularmente entre 1969 y 1972, que tuvo una de sus primeras expresiones en la creación en 1969 del Consejo de Calidad Ambiental y, en el mismo año, la Agencia de Protección Ambiental (Environmental Protection Agency, EPA) y en la promoción y promulgación a principios de 1970 de la primera Ley Nacional de Política Ambiental (National Environmental Political Act, NEPA). El propio presidente Nixon dedicó una parte importante de su mensaje del Estado a la Unión (apertura de las sesiones parlamentarias) de 1970 a la problemática ambiental agrupando los problemas de contaminación con las carencias de la vida urbana, la violencia y el delito, todos considerados fuentes de un similar terror que planteaba la necesidad de “limpiar el ambiente” (textual en el original) e interpelando a la “gente”, los “vecinos” y los “jóvenes” bajo el señalamiento de que ya era hora de que los que hacen demandas masivas se planteen exigencias mínimas para sí mismos y convocando a enlistarse en esta “guerra por el ambiente” si se quiere ganar (Nixon, 1970). Dichos que tenían claramente un carácter cuestionador del proceso de movilización juvenil contra la Guerra de Vietnam y crítico del modo de vida urbano industrial. En este sentido, esta política ambiental del gobierno de Nixon ha sido considerada, junto a la “guerra contra las drogas” y “contra el cáncer” también promovidas por el mismo gobierno, como parte de las estrategias de neutralización de los procesos de movilización, conflictividad y radicalización de amplios sectores sociales (Simon, 2011; Meyssan, 2010a).
También podemos hacer similar señalamiento si examinamos el despliegue de algunas iniciativas internacionales o regionales adoptadas en ese período sobre la problemática ambiental y sus efectos geopolíticos en el sentido de una intervención de la tríada del capitalismo central sobre la guerra fría y sobre los países del sur y sus cuestionamientos al patrón colonial. Ejemplo de ello puede considerarse al llamado Plan de Acción sobre el Mediterráneo suscripto en 1974 (MAP, por su nombre en inglés, Mediterranean Action Plan) que implicó la construcción de un acuerdo entre los países que compartían el Mediterráneo en un “tiempo donde los Estados árabes estaban en guerra con Israel, Turquía y Grecia disputaban la propiedad de Chipre, Argelia y Marruecos se proyectaban ambos sobre el Sahara, y la Guerra Fría seguía configurando las relaciones internacionales” (Mostafá Tobar citado en Johnson, 2012: 59). En ese sentido, la configuración de la cuestión ambiental supuso también una intervención específica de carácter geopolítico sobre el orden mundial de posguerra y los cuestionamientos y cambios que durante los años `60 y `70 se proponían reconfigurarlo, particularmente alrededor de la iniciativa del llamado bloque de los países no alineados en relación con el control, propiedad y explotación de los recursos naturales.
De la securitización de los desastres naturales al combate de la pesca ilegal: el SOUTHCOM “ambiental” en Nuestra América.
Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el lanzamiento de la doctrina de la guerra infinita como nuevo paradigma de intervención imperial supuso también una creciente militarización de la política regional promovida por el gobierno de los EE. UU. hacia Nuestra América. En este contexto, sus esfuerzos por garantizar su influencia, integración subordinada y/o control sobre los países latinoamericanos se expresaron en la centralidad y amplitud que adoptó la doctrina de la seguridad hemisférica y la promoción de las nuevas amenazas no tradicionales como el narcotráfico o terrorismo. Sin embargo, como se señaló, los gobiernos progresistas o populares de la región tendieron a rechazar la adopción de estas “nuevas amenazas” en su política de cooperación y de seguridad externa e interna; frente a ello, el gobierno estadounidense “buscó establecer una agenda ‘positiva’ de cooperación mediante una multiplicidad de iniciativas de cooperación bilateral y multilateral con base en una securitización de los desastres naturales” (Frenkel, 2019).
En este contexto, por ejemplo, la Agencia Federal de Administración de Emergencias estadounidense pasó a depender directamente del Departamento de Seguridad Nacional y en 2003, la Declaración sobre seguridad en las Américas adoptada por la OEA afirmó tanto el concepto de seguridad multidimensional y el paradigma de las “nuevas amenazas” como incorporó a los desastres naturales como uno de los factores de riesgo (OEA 2003). El Comando Sur de los Estados Unidos (United States Southern Command, US SOUTHCOM, por sus siglas en inglés) fue el principal brazo ejecutor de este movimiento de securitización basado en acciones de cooperación regional como lo había sido antes respecto de las nuevas amenazas.
Recordemos que el Comando Sur de los Estados Unidos (USSOUTHCOM) es uno de los diez comandos de combate unificado pertenecientes al Departamento de Defensa de los Estados Unidos. Su jurisdicción comprende los países de América Latina, con excepción de México, que pertenece al Comando Norte, y 12 islas bajo soberanía europea; también abarca los océanos Atlántico y Pacífico entre los meridianos 30° y 92° oeste.
En 2008, este organismo elaboró un documento titulado US Southern Command Strategy 2008: Partnership for the Americas17 que incluyó a los desastres naturales como una de las amenazas principales del hemisferio proponiendo incrementar las actividades y financiamiento para asistencia humanitaria y los ejercicios militares regionales vinculados con desastres naturales patrocinados por el gobierno estadounidense (US SOUTHCOM 2008) y en 2017 publicó un nuevo documento de posicionamiento estratégico -denominado Theater Strategy 2017-2027-, en el cual se sostienen lineamientos similares (US SOUTHCOM 2017). Incluso, la decisión de reactivar la IV Flota en 2008 fue justificada para atender a la respuesta ante desastres naturales, operaciones humanitarias, de asistencia médica, contra el narcotráfico y cooperación en asuntos de medio ambiente y tecnología (Gallo, 2008; Frenkel, 2019).
En similar dirección, en el 2017 los documentos sobre la estrategia de seguridad de EE. UU. incluyeron, por primera vez, el combate a la pesca ilegal dentro de esas amenazas para la seguridad regional (Bruzzone, 2021) Así, en septiembre de 2020, la institución de Guardacostas de los EE.UU. publicó su informe titulado Illegal, Unreported, and Unregulated Fishing Strategic Outlook (Visión estratégica de la pesca ilegal, no declarada y no reglamentada, traducción propia, también conocida por las siglas IUU) donde se señala que “la pesca ilegal, no declarada y no reglamentada (IUU) es una permanente amenaza de seguridad a los intereses nacionales de los EE. UU….pone en peligro la seguridad alimentaria mundial, con importante efectos desestabilizadores a los Estados ribereños vulnerables…priva a los pescadores legales de sus medios de vida, poniendo en peligro la seguridad económica de todas las naciones con fronteras marítimas…[y]… pueden aumentar las tensiones geopolíticas, socavando los derechos de las naciones a ejercer su soberanía y beneficiarse de sus recursos económicos” (USCG, 2020, p. 4; la traducción es propia) y para ello plantea, entre sus conclusiones, que “la Guardia Costera de los Estados Unidos construirá y mantendrá cooperación con socios clave para potenciar la conservación y gestión de recursos regionales… ayudará a los Estados costeros en riesgo y naciones afines a desarrollar y mantener su propia capacidad contra la pesca ilegal… reforzando sus sistemas de gobernanza y aplicación y afirmando a Estados Unidos como su socio preferido… [y]… mantendremos y fortaleceremos las conexiones con los países socios que apoyan la gobernanza internacional de los océanos” (ídem).
En esta dirección, a principios de 2021 el buque Stone de la Guardia Costera estadounidense inició un viaje hacia Sudamérica para realizar la primera operación de cooperación regional para el combate de la pesca ilegal (Operación Southern Cross) y llevó adelante ejercicios conjuntos y visitas en Guyana, Brasil y Uruguay; mientras en el caso de la Argentina surgieron tensiones que impidieron su realización.
Meses después, en marzo de 2021, el almirante Craig Faller compareció ante el Senado estadounidense para dar su último informe. Allí manifestó que “ahora más que nunca, existe un clima de urgencia por las amenazas globales que enfrentamos aquí en nuestro vecindario. Esta región es nuestro hogar. Este vecindario es nuestro hogar. Es un vecindario compartido. Es un Hemisferio de sumo interés para los EE. UU. Las principales amenazas que enfrenta el Hemisferio son China y las organizaciones criminales transnacionales y su participación en prácticas predatorias como la pesca ilegal, no regulada y no reglamentada” (Diálogo, 2021).
Finalmente, a principios de abril, precediendo a la última visita de Faller a Buenos Aires, cobró difusión una serie de noticias relativas a la pesca ilegal en el mar argentino; las fotos de esa ciudad de luces de los pesqueros trasnacionales en acción bajo la noche; el vuelo de avistaje y el video promovido por un gran multimedia; e incluso el estreno de un documental sobre ello en la plataforma Netflix. A su llegada, Faller denunció la pesca ilegal promovida por China justificando con ello la urgencia de articular esfuerzos y operativos militares conjuntos para proteger la seguridad hemisférica (Bruzzone, 2021; Seoane y Vértiz, 2021).
Como lo señaló Faller en el Simposio Nacional Anual de la Asociación de la Armada de Superficie de 2021, “China sigue siendo una amenaza significativa para este hemisferio y está buscando puertos de aguas profundas en El Salvador, Jamaica y otros lugares, y los chinos están tratando de ejercer control sobre el Canal de Panamá. También están tratando de obtener acceso a vías navegables interiores en Brasil y países vecinos a través de contratos de dragado y remolcadores. Las flotas pesqueras chinas están recolectando capturas ilegales en muchas áreas de SOUTHCOM” (citado en Bruzzone, 2021).
El combate a la pesca ilegal e, indirectamente, a la presencia de los pesqueros chinos en el Atlántico fue justificada entre otros aspectos, como ya señalamos, por sus efectos socioambientales. Así se la consideró tanto una amenaza a la seguridad alimentaria global y a los acuerdos internacionales y las medidas de conservación de pesquería además de una violación de las soberanías de los Estados. Ciertamente, el modo de pesca industrial intensiva trasnacional y de grupos locales que se realiza de forma ilegal y legal suponen tanto el saqueo de bienes comunes como el deterioro y amenaza de destrucción de la propia fauna ictícola en lo que bien puede llamarse un “extractivismo pesquero”; pero las flotas que realizan esas actividades pertenecen a diferentes países y, en el caso del litoral atlántico de Sudamérica, con gran presencia de buques salidos de puertos españoles.
En síntesis, del tratamiento de los desastres naturales al combate de la pesca ilegal, en esta última década evidenciamos el modo y lugar en que la problemática ambiental fue adoptada y constituida como campo de intervención de la política hemisférica promovida por los EE.UU. sobre Nuestra América en la inflexión securitaria ejercida particularmente por el Comando Sur.
El cambio climático en el gobierno de Biden y la economía verde
Como parte de los compromisos difundidos en la campaña electoral, a mediados de febrero el nuevo gobierno de Biden anunció oficialmente la reincorporación de EE. UU. a los Acuerdos de París sobre cambio climático. Pero la iniciativa gubernamental sobre dicha cuestión no se limitó a esta decisión. Meses después, entre el 22 y 23 de abril, tuvo lugar la llamada Cumbre de Líderes sobre el Cambio Climático (Leaders Summit on Climate) convocada por el presidente Biden. Desde uno de los salones de la Casa Blanca, el secretario de Estado de los EE.UU. Anthony Blinken, la vicepresidente Kamala Harris y el propio Biden abrieron esta cumbre virtual que contó con la participación del Secretario General de Naciones Unidas, 40 presidentes del mundo (de América Latina estuvieron los de Argentina, México, Colombia, Brasil y Chile)[3], así como de representantes de ONG y del campo científico además de diferentes funcionarios del gobierno estadounidense, entre otros el enviado especial presidencial para el cambio climático John Kerry.
El presidente Biden inició la Primera Sesión (organizada bajo el título “Elevar nuestra ambición climática”) “enmarcando la acción climática como necesaria tanto para abordar la crisis del clima como para promover oportunidades económicas, incluida la creación de empleos bien remunerados… [y] que los países que tomen medidas decisivas ahora cosecharán los beneficios económicos en un futuro con las energías limpias”, así como el Secretario de Estado Blinken “señaló que Estados Unidos está decidido a trabajar con otros países para participar en todas las vías de cooperación para “salvar nuestro planeta” (US Department of State, 2021; la traducción es nuestra). La centralidad de la convocatoria internacional detentada por el gobierno estadounidense se expresó también en el discurso de Biden con el señalamiento de que “tenemos que actuar, todos. Y esta cumbre es nuestro primer paso en el camino que recorreremos juntos, si Dios quiere, todos nosotros, hacia y a través de Glasgow en noviembre y la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático” (The White House, 2021; la traducción es propia). En esta dirección, el presidente Biden anunció su voluntad de reducir las emisiones de efecto invernadero de EE. UU. a la mitad para el año 2030, así como otros gobiernos plantearon también distintos compromisos[4]. Finalmente, también la cumbre sirvió para que EE.UU. promocionara el lanzamiento de diferentes coaliciones e iniciativas para limitar el cambio climático y ayudar a reducir sus impactos; entre otras, la iniciativa de ambición climática global para ayudar a los países de bajos ingresos a alcanzar esos objetivos y un “Foro de productores Net-Zero” con Canadá, Noruega, Qatar y Arabia Saudita (países que representan el 40% de la producción mundial de petróleo y gas).
La importancia otorgada por la administración estadounidense al combate al cambio climático en el relanzamiento de su política de alianzas y liderazgo internacional también se expresó en Latinoamérica. Para comprender dicha política basta releer, luego del recorrido propuesto en este texto, los señalamientos que el Secretario de Seguridad Nacional de dicho gobierno Anthony Blinken le hizo llegar al canciller argentino Felipe Sola en 2021. Allí Blinken resaltaba que “la colaboración entre nuestros gobiernos en relación con la diplomacia climática está ayudando a unir al hemisferio detrás de una agenda climática sostenida y ambiciosa”, dando cuenta de en qué medida la agenda climática promovida por EE. UU. servía a la construcción de cierta unidad hemisférica. Un objetivo que resulta incluso más explícito en el mismo texto líneas más adelante cuando el funcionario estadounidense afirma: “quiero aprovechar ese éxito para avanzar en la promoción de los derechos humanos y la democracia, concluida la pandemia de COVID 19, y fortalecer la seguridad regional” (la traducción es propia, Clarín: 2021).
Asimismo, en mayo John Kerry le propuso al presidente Alberto Fernández que el gobierno argentino fuera uno de los anfitriones de la cumbre americana sobre cambio climático que promovía el gobierno estadounidense como capítulo continental de la cumbre mundial de abril (Cibeira, 2021). En dicha reunión, ya el presidente argentino anticipó su propuesta de computar los recursos destinados al tratamiento de la crisis climática a cuenta de la deuda externa que aflige a los países del Sur. Finalmente, a principios de septiembre tuvo lugar dicha cumbre bajo el nombre “Diálogo de alto nivel sobre acción climática en las Américas”, coorganizada por los gobiernos de Argentina, Barbados, Chile, Colombia, Costa Rica, Panamá y República Dominicana que reunió “a representantes de Estado, sector privado, financiero, académico, organismos multilaterales de crédito y organizaciones de la sociedad civil, para pensar juntos sobre ambición climática, medios innovadores de implementación y medidas para mejorar la adaptación y la resiliencia en los países del continente” (MADS, 2021). Con la participación de 21 países, la reunión se inició con un mensaje de bienvenida y propuestas del presidente argentino que tanto resaltó, por una parte, las desigualdades entre los países desarrollados y en desarrollo planteando los tópicos de deuda ambiental y acreedores ambientales para reclamar el canje de deuda por acción climática, la liberalización de patentes, la ayuda para la transición tecnológica y beneficio para las economías emergentes del nuevo impuesto mínimo global; como señaló la necesidad de poner en valor los activos ambientales modificando la contabilización del PBI, de los pagos por servicios ecosistémicos y de los incentivos de mercado e impositivos para que la inversión privada se concentre en las prioridades ambientales con impacto social, que son parte de la agenda de la economía verde. A continuación, siguió con la palabra el enviado estadounidense John Kerry que comenzó su intervención agradeciendo a su antecesor el haber exhortado a “tener niveles sin precedentes de cooperación… nunca antes el mundo ha necesitado, ha demandado, ha exigido un esfuerzo mundial de coordinación… desde nuestro punto de vista todos estamos ayudando a unir el mundo para reunirnos en Glasgow… es alentador ver como los países de las Américas se están uniendo para reafirmar nuestro compromiso compartido de abordar esta crisis” y anunció planes de financiación y alianzas para el desarrollo de las energías renovables, la conservación de bosques, la gestión de los desastres naturales y la adaptación para la región concluyendo agradeciendo el liderazgo del presidente argentino (MADS, 2021).
Las iniciativas de hacer del tratamiento del cambio climático una base para la reconstrucción del liderazgo regional y global estadounidense y de impulsar para ello las propuestas de la economía verde[5] no son nuevas. Ya fue parte del programa impulsado por el presidente Obama. Recordemos que en 2016 y en 2017 se realizó en la Argentina las dos primeras ediciones de la Cumbre de la Economía Verde promovida por la Advanced Leadership Foundation, fundación estrechamente vinculada al propio Obama y al partido demócrata que con la organización anual de estos congresos decidió hacer de la Argentina el centro de su política regional de promoción y divulgación de la economía verde como nuevo y central paradigma para el tratamiento de la cuestión ambiental (Seoane, 2017a). En esta dirección, la economía verde se publicita como una propuesta que resuelve la contraposición entre el desarrollo económico y la conservación de la naturaleza a partir de integrar esta última al primero, reduciendo el tratamiento de la problemática ambiental a la promoción de ciertas actividades económicas consideradas “verdes” en desmedro de otras vistas como dañinas del ambiente. Desde esta perspectiva, entonces, el cuidado del ambiente resulta también una forma de hacer negocios. Así lo señaló el presidente Biden en la cumbre global ya mencionada y lo recordó el gobernador de Córdoba Juan Schiaretti en la inauguración de la cumbre de 2017 en Argentina afirmando que “en ningún lado está escrito que tenga que estar reñido el cuidado del medio ambiente… con el avance productivo, con el avance tecnológico, es hora que ambos se fundan para poder garantizar la sustentabilidad…que hay oportunidad de negocios en la economía sustentable, que no es algo que va a significar pérdidas para las empresas o para los Estados y las obras que hacen; por el contrario, se está probando con la cantidad de empresas de economía verde que tiene el propio EE. UU.… que es absolutamente compatible y es rentable el trabajar en la economía verde… para el sector empresario” (Cumbre Economía Verde, 2017) En esta dirección, la economía verde más que consagrar un “enverdecimiento” de la economía supone en realidad la economización de lo “verde”; objetivo que aparece en la promoción que la misma hace de todos los procesos de valorización monetaria del ambiente y la naturaleza como por ejemplo: la contabilidad ambiental, la construcción del capital natural, la extensión de los servicios ecosistémicos y de los mecanismos de mercado en el tratamiento de las problemáticas ambientales; y los mercados de carbono respecto del cambio climático. Por otra parte, la economía verde implica también reducir la problemática ambiental a la naturaleza y lo verde, identificándola con un mundo físico no humano e incluso con la reproducción de ciertos procesos biológicos; quitándole a lo ambiental su dimensión social e histórica. Ambos procesos distinguen el tratamiento neoliberal de la cuestión ambiental; por un lado, la mercantilización o capitalización de la naturaleza; por el otro, la naturalización o biologización del ambiente (Seoane, 2017b). En esta dirección, la economía verde coincide programáticamente y sirve a promover este mismo proceso al plantear la mercantilización de la naturaleza como respuesta a la cuestión ambiental.
A modo de síntesis
A lo largo de este texto, hemos analizado; a partir de las nociones de imperialismo ecológico, intercambio ecológico desigual y deuda ambiental y climática; la matriz colonial y dependiente que signa la desigual distribución de los procesos de deterioro y destrucción socioambiental en el sistema mundo. Asimismo, hemos examinado el papel que le cupo a la construcción emergente de la cuestión ambiental en el despliegue de modos de gobierno de las conductas en el espacio nacional o de las formas de intervención geopolítica sobre el conflicto Este-Oeste y Norte-Sur entre los años ´60 y ´70.
Finalmente, en los dos últimos apartados consideramos dos casos recientes en que la cuestión ambiental ha sido configurada y utilizada para promover políticas de cooperación, intervención y/o liderazgo del gobierno estadounidense en relación con América Latina y el Caribe. En primer lugar, con la centralidad ganada por el llamado Comando Sur en el contexto de militarización de la política internacional norteamericana post-11 de septiembre, indagamos en la inclusión de los desastres ambientales como parte de las nuevas amenazas a la seguridad nacional y hemisférica y su papel en la viabilización de las políticas de coordinación, cooperación e intervención militar en la región y, posteriormente, la promoción de similares políticas bajo el objetivo de combate a la pesca ilegal.
En segundo lugar, estudiamos los efectos en términos de construcción de alianzas, cooperación y liderazgo estadounidense en relación con América Latina y el Caribe a partir de la conformación e intervención sobre la crisis climática haciendo hincapié en las iniciativas adoptadas sobre ello por el gobierno del presidente Biden y sus diferentes características y reflexionando también sobre sus antecedentes en relación con las cumbres sobre la economía verde realizadas en 2016 y 2017.
Ciertamente, este abordaje y constitución de la llamada cuestión ambiental no es el único posible. El proceso de neoliberalización capitalista del último medio siglo conllevó el despliegue de una crisis civilizatoria que es efecto y motor de sus propias transformaciones. El deterioro socioambiental es parte de dicha crisis, y frente al mismo se han levantado importantes movimientos y coordinaciones sociales regionales así como prácticas y programáticas alternativas, incluso en el campo de la crisis climática y la urgencia de una transición post extractivista, productiva y energética.
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[1] Una parte de esta deuda climática refiere a los impactos de la emisión excesiva de gases de efecto invernadero que causan el calentamiento global y que en el lenguaje de la ONU son llamados como “costos de adaptación”. Un segundo elemento remite al costo de transformar las economías y sociedades para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero; lo que se llama habitualmente “mitigación”. Para el gobierno boliviano ello apunta también a la llamada “deuda por desarrollo”. Una tercera parte es llamada “deuda de las emisiones” y apunta al hecho de que los países ricos gastaron la mayor parte de la capacidad de la atmósfera para absorber sus gases de efecto invernadero, sin dejar “espacio atmosférico” para el que el Sur pueda crecer. El gobierno boliviano incluyó otros dos elementos en el cálculo de esta deuda climática además de la adaptación, la mitigación y la deuda de las emisiones. Uno refiere a la “deuda de migración”, que quedaría compensada por el abandono de prácticas restrictivas de la migración; mientras que el otro señala a la deuda con la Madre Tierra.
[2] El principio CBDR se menciona en el primer párrafo del artículo 3 y en el primer párrafo del artículo 4 de la CMNUCC.
[3] La lista completa de los países participantes incluye a Alemania; Antigua y Barbuda; Arabia Saudita; Argentina; Australia; Bangladesh; Brasil; Bután; Canadá; Chile; China; Colombia; Corea del Sur; Holanda; Emiratos Árabes; España; Francia; Gabón; India; Indonesia; Israel; Italia; Jamaica; Japón; México; Nigeria; Noruega; Polonia; Kenia; Reino Unido; Islas Marshall; República Democrática del Congo; Rusia; Sudáfrica; Singapur; Turquía; Vietnam.
[4] Según la página del Departamento de Estado referida a la cumbre los anuncios durante la misma incluyeron, entre otros: 1) Japón reducirá las emisiones entre un 46% y un 50% por debajo de los niveles de 2013 para 2030; 2) Canadá fortalecerá su NDC a una reducción del 40-45% con respecto a los niveles de 2005 para 2030; 3) India reiteró su objetivo de 450 GW de energía renovable para 2030 y anunció el lanzamiento de la “Alianza 2030 de Energía Limpia y Clima 2030 entre Estados Unidos e India”; 4) Argentina fortalecerá su NDC, desplegará más energías renovables, reducirá las emisiones de metano y acabará con la deforestación ilegal; 5) el Reino Unido incorporará en la ley una reducción de gases de efecto invernadero del 78% por debajo de los niveles de 1990 para 2035; 6) la Unión Europea promoverá el objetivo de reducir las emisiones netas de gases de efecto invernadero en al menos un 55% para 2030 y un objetivo neto cero para 2050; 6) la República de Corea, que será sede de la Cumbre P4G de Seúl de 2021 en mayo, terminará la financiación pública del carbón en el extranjero y fortalecerá su NDC este año para que sea coherente con su meta cero neto para 2050; 7) China indicó que se unirá a la Enmienda de Kigali, fortalecerá el control de los gases de efecto invernadero distintos del CO2, controlará estrictamente los proyectos de generación de energía a base de carbón y reducirá gradualmente el consumo de carbón; 8) Brasil se comprometió a lograr cero neto para 2050, poner fin a la deforestación ilegal para 2030 y duplicar la financiación para la aplicación de la ley de deforestación; Sudáfrica anunció que tiene la intención de fortalecer su NDC y cambiar su año máximo de emisiones previsto diez años antes hasta 2025; 9) Rusia destacó la importancia de la captura y almacenamiento de carbono de todas las fuentes, así como la eliminación de carbono atmosférico (Fuente: https://www.state.gov/leaders-summit-on-climate/day-1/)
[5] La propuesta de la economía verde comenzó a formularse a fines de los años ’80 a partir del trabajo de un grupo de académicos vinculados al campo de la economía ambiental que propone un cruce entre lo ambiental y la economía liberal (Pearce, Markandya y Barbier, 1989). Pero solo dos décadas después, en el contexto de un nuevo episodio económico de crisis global, fue adoptada por el Programa de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente (PNUMA, 2009 y 2011) y luego propuesta en la Cumbre mundial de Río+20 del 2012 como nuevo paradigma para implementar el desarrollo sostenible. Se planteó así como una respuesta tanto a la crisis económica como a la crisis ambiental, como una oportunidad para promover los negocios y el crecimiento “verdes”.