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Foto: Marcos Esperón

El mundo quiere que el conflicto en Ucrania termine. Sin embargo, los países de la OTAN quieren prolongarlo, aumentando el suministro de armas a Ucrania y declarando que buscan “debilitar a Rusia”. Los Estados Unidos ya habían destinado 13.600 millones de dólares para armar a Ucrania. Biden acaba de solicitar 33.000 millones de dólares más. A modo de comparación, para acabar con el hambre en el mundo para el 2030 se necesitaría invertir 45.000 millones de dólares por año.

Incluso si las negociaciones tienen lugar y la guerra se acaba, es muy probable que no sea posible una solución pacífica real. Nada hace pensar que las tensiones geopolíticas vayan a disminuir, ya que detrás del conflicto en torno a Ucrania está el esfuerzo de Occidente por frenar el desarrollo de China, romper sus vínculos con Rusia y acabar con las asociaciones estratégicas del país asiático con el Sur Global.

En marzo, los comandantes del Mando de África de los EE. UU. y del Mando Sur (el general Stephen J. Townsend y la general Laura Richardson respectivamente) advirtieron al Senado estadounidense sobre los peligros percibidos del aumento de la influencia china y rusa en África, así como en América Latina y el Caribe. Los comandantes recomendaron que Estados Unidos debilite la influencia de Moscú y Pekín en estas regiones. Esta política forma parte de la doctrina de seguridad nacional de 2018 de Estados Unidos, que enmarca a China y Rusia como sus “desafíos centrales”.

No a la Guerra Fría

América Latina no quiere una nueva guerra fría. La región ya ha sufrido por décadas de gobiernos militares y políticas de austeridad justificadas en base a la llamada “amenaza comunista”. Decenas de miles de personas perdieron la vida y muchas decenas de miles más fueron encarceladas, torturadas y exiliadas sólo porque querían que sus países fueran soberanos y sus sociedades decentes. Esta violencia fue producto de la guerra fría impuesta por los Estados Unidos en América Latina.

América Latina quiere la paz. La paz sólo puede construirse sobre la base de la unidad regional. Este proceso comenzó hace 20 años, después de que un ciclo de levantamientos populares – impulsados por el tsunami de la austeridad neoliberal – condujera a la elección de Gobiernos progresistas: Venezuela (1999), Brasil (2002), Argentina (2003), Uruguay (2005), Bolivia (2005), Ecuador (2007) y Paraguay (2008). Estos países, a los que se unieron Cuba y Nicaragua, crearon un conjunto de organizaciones regionales: la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP) en 2004, la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) en 2008 y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en 2011. Estas plataformas pretendían aumentar el comercio regional y la integración política. Sus logros se encontraron con una mayor agresión por parte de Washington, que trató de socavar el proceso intentando derrocar a los Gobiernos de muchos de los países miembros y dividiendo los bloques regionales para adaptarlos a los intereses de Washington.

Brasil

Por su tamaño y su relevancia política, Brasil fue un actor clave en estas primeras organizaciones. En 2009, Brasil se unió a Rusia, India, China y Sudáfrica para formar el BRICS, una nueva alianza con el objetivo de reordenar las relaciones de poder del comercio y la política mundiales.

El papel de Brasil no le gustó a la Casa Blanca, que – evitando la crudeza de un golpe militar – organizó una exitosa operación en alianza con sectores de la élite brasileña. Utilizando el poder legislativo, el sistema judicial y los medios de comunicación brasileños derrocaron el Gobierno de la presidenta Dilma Rousseff en 2016 y provocaron la detención del presidente Lula en 2018 (quien en ese momento lideraba las encuestas en las elecciones presidenciales). Ambos fueron acusados de formar parte de una cadena de corrupción que involucraba a la petrolera estatal brasileña. La justicia brasileña realizó una investigación conocida como “Operación Lava Jato”. La participación del Departamento de Justicia de Estados Unidos y del FBI en esa investigación se reveló tras una filtración masiva de los chats de Telegram del fiscal principal de la Operación. Sin embargo, antes de que se descubriera la injerencia estadounidense, la destitución política de Lula y Dilma devolvió el poder a la derecha en Brasilia. Brasil dejó de desempeñar un papel destacado en los proyectos regionales o mundiales que podían debilitar el poder de Estados Unidos, abandonó la UNASUR y la CELAC, y permanece en el BRICS sólo formalmente – como también es el caso de India –, debilitando la perspectiva de las alianzas estratégicas del Sur Global.

Cambio de rumbo

En los últimos años, América Latina ha experimentado una nueva ola de Gobiernos progresistas. La idea de la integración regional vuelve a estar sobre la mesa. Después de cuatro años sin celebrar una cumbre, la CELAC volvió a reunirse en septiembre de 2021, bajo el liderazgo del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador y el presidente argentino Alberto Fernández. Si Gustavo Petro triunfa en las elecciones presidenciales colombianas en mayo de 2022, y Lula gana en su campaña para la reelección a la presidencia de Brasil en octubre de 2022, por primera vez en décadas, las cuatro mayores economías de América Latina (Brasil, México, Argentina y Colombia) estarían gobernadas por la centro-izquierda, en particular los partidarios de la integración latinoamericana y caribeña. Lula ha dicho que si gana la presidencia, Brasil regresará a la CELAC y retomará una posición activa en el BRICS.

El Sur Global podría estar preparado para resurgir a finales de año y crearse un nuevo espacio dentro del orden mundial. Una prueba de ello es la falta de unanimidad que ha suscitado el intento de la OTAN de crear una mayor coalición para sancionar a Rusia. Este proyecto de la OTAN ha suscitado una reacción violenta en todo el Sur Global. Incluso los Gobiernos que condenan la guerra (como Argentina, Brasil, la India y Sudáfrica) no están de acuerdo con la política de sanciones unilaterales de la OTAN y prefieren apoyar las negociaciones para una solución pacífica. La idea de reanudar un movimiento de los no-alineados (inspirada en la iniciativa lanzada en la conferencia celebrada en Bandung, Indonesia, en 1955) ha encontrado eco en numerosos círculos.

Su intención es correcta. Buscan desescalar las tensiones políticas mundiales, que son una amenaza para la soberanía de los países y tienden a impactar negativamente en la economía global. El espíritu de no confrontación y paz de la Conferencia de Bandung es hoy urgente.

Pero el Movimiento de los No-Alineados surgió como un rechazo de los países del Tercer Mundo a elegir un bando en la polarización entre Estados Unidos y la URSS durante la Guerra Fría. Luchaban por su soberanía y el derecho a tener relaciones con los países de ambos sistemas, sin que su política exterior se decidiera en Washington o en Moscú.

Este no es el escenario actual. Sólo el eje Washington-Bruselas (y sus aliados) exigen la alineación con su llamado “orden internacional basado en reglas”. Los que no se alinean sufren las sanciones aplicadas contra decenas de países (devastando economías enteras, como las de Venezuela y Cuba), la confiscación ilegal de cientos de miles de millones de dólares en activos (como en los casos de Venezuela, Irán, Afganistán y Rusia), las invasiones e injerencias que resultan en guerras genocidas (como en Irak, Siria, Libia y Afganistán) y el apoyo exterior a las “revoluciones de color” (desde Ucrania en 2014 hasta Brasil en 2016). La exigencia de alineamiento proviene únicamente de Occidente, no de China o Rusia.

La humanidad se enfrenta a retos urgentes, como la desigualdad, el hambre, la crisis climática y la amenaza de nuevas pandemias. Para superarlos, las alianzas regionales del Sur Global deben ser capaces de instituir una nueva multipolaridad en la política mundial. Pero los sospechosos de siempre pueden tener otros planes para la humanidad.