Un mes antes de la segunda vuelta electoral peruana ha aparecido una propuesta de “Proclama Ciudadana. Juramento por la Democracia” que suscriben instituciones que se suponen (y suponemos) progresistas y democráticas, como son la Conferencia Episcopal Peruana, la Asociación Transparencia, la Unión Iglesias Cristianas Evangélicas del Perú y la Coordinadora Nacional de DDHH. (No discutamos aquí qué hacen tres de ellas en un Estado que, en el artículo 50 de su Constitución se reconoce como laico). En la Proclama se exige que los dos candidatos/as a la segunda vuelta de las elecciones peruanas, Pedro Castillo y Keiko Fujimori, juren cumplir los puntos de la propuesta. 

Sin menoscabo de los demás puntos, lo que llama la atención es la exigencia de mantener la “autonomía” del Banco Central (ABC), como parte de lo que deben jurar los dos candidatos/as. Y sorprende que nadie cuestione este punto y que los dos −al parecer− se hayan manifestado a favor de firmarlo. Cosa que no es de extrañar en Fujimori pero sí en Castillo. Aunque mi apoyo es para este último, no podemos saltar en garrocha y dejar de hacer algunos señalamientos. 

Esta exigencia, la de defender la ABC es una trampa y un amarre para que no se pueda salir del modelo neoliberal. Porque la ABC es una pieza esencial de la maquinaria neoliberal y la piedra filosofal de las políticas económicas que esgrime (e impone) el Fondo Monetario Internacional (FMI). Veamos. 

Como se sabe, la ABC coloca el objetivo de contener la inflación como punto principal de la política económica, al igual que el equilibrio fiscal con déficit cero. Es lo que se ha venido criticando durante décadas por diversos enfoques económicos, empezando por los neokeynesianos en todas sus variantes, pero que ha retrotraídos al pensamiento económico a su fase prekeynesiana. 

El neoliberalismo supone −generalizando dogmáticamente la experiencia de una fase de la evolución de las economías latinoamericanas− que la inflación anula el crecimiento. Esta fue la visión, simplificada y mecanicista, que hizo la escuela monetarista de Chicago con Milton Friedman a la cabeza. Había algo de verdad superficial en ello porque en las décadas de los años 60’s y 70’s las políticas económicas que impulsaban el crecimiento de la economía en base a la expansión monetaria −inmutable y persistente, sin planes simultáneos de ampliación productiva− generaron presiones inflacionarias y, en algunos casos, hiperinflaciones y solo leves efectos sobre el empleo y el nivel de la actividad económica. La política monetaria estaba absolutamente anclada a las pulsiones fiscales de los gobiernos, lo cual era un craso error si es que estas expansiones no eran dirigidas a estimular el crecimiento programado −de mediano y largo plazo y de manera importante− de la producción y de la planta productiva. 

Cuando el FMI evaluó estas fases inflacionarias, subvaloró el peso de la inflación importada mediante el alza gigantesca (900 %) de los precios del petróleo a nivel mundial durante los años 1973‑1979, que afectó a todos los países, especialmente a los no‑petroleros. 

Tampoco valoró el impacto que tuvo sobre las economías latinoamericanas la fase más altamente inflacionaria de la historia de Estados Unidos (entre la segunda mitad de los años 60’s y el primer lustro de los 70’s) cuando la Reserva Federal trató de detener la inflación mediante altas tasas de interés (buscando disminuir el consumo, y consiguiendo, más bien, retraer la producción y reestimular la inflación). Porque estas altas tasas de interés impactaron multiplicando los servicios del endeudamiento externo tomado por los países, generando y/o acentuando la crisis mundial de endeudamiento externo. 

Sin embargo, la conclusión del FMI, alentada y apoyada por los friedmanianos de Chicago (que años después confesarían que habían alterado las cifras con que corrieron sus modelos) fue antojadiza: a mayor expansión monetaria, se producían mayores alzas en los precios. Y este embuste se hizo dogma. 

Luego vino el “Consenso de Washington” (consenso logrado entre el FMI, el BM, el gobierno de EE. UU. y la Reserva Federal, donde no entraron los países sobre los cuales se aplicaría) para imponer en América Latina las políticas de desregulación de todas las esferas y mercados. Aunque se empezaron a aplicar medidas de este tipo, patrocinadas por el FMI desde fines de los años 70’s, fueron finalmente formalizadas y ajustadas, en este mal llamado “consenso” −como doctrina de política económica− a fines de la siguiente década. 

Han pasado más de 40 años de su aplicación y vemos hoy que de poco o nada han servido, más bien, sí para profundizar la pobreza y la dependencia de nuestras economías respecto a los centros financieros e industriales del imperio. Con la pandemia del Covid19 se ha puesto más que en evidencia. Países que tenían, como el Perú, supuestos récords de crecimiento han mostrado que los niveles de pobreza eran solo cifras frías que escondían el abandono de los pueblos y la desesperanza ante los desastres. 

Después de estos 40 años, el gasto público y el cobro de impuestos respecto al producto nacional han sido altos en la mayor parte de las economías latinoamericanas, las reservas internacionales han sido también las más elevadas de la historia económica de nuestros países, así como la inversión extranjera. La mayoría de los gobiernos de América Latina se han ceñido a las recetas del neoliberalismo del FMI y los resultados son pésimos para la economía popular. El enriquecimiento de una pequeña franja de la población de los ya más altos ingresos y la polaridad del ingreso nacional no es una fábula sino una realidad espantosa. La informalidad crece bajo esta situación sirviendo a la reproducción de los grandes capitales al abaratar los costos de reproducción de la fuerza de trabajo y de la fijación de salarios. 

Debe recordarse que la ABC es parte sustancial de lo que proclamó la Escuela de Chicago, que fue padre del neoliberalismo monetarista. Para los Chicago Boy’s, toda intervención del Estado en la economía sea cual fuere, es errada y tergiversa el funcionamiento inmanentemente correcto del mercado. Si se tiene un Estado al margen y con su Banco Central débil, todo irá bien −es lo que sostienen. Al margen, en realidad, significa incapacitado legalmente para impulsar el desarrollo de la economía (entre otras cosas mediante la emisión de dinero y préstamos al gobierno) pero muy capacitado para promover la dinámica financiera orientada a favorecer a los grandes capitales financieristas transnacionales. Para ellos, cuando el gobierno hace intervenir al Banco Central (que, si interviene, ya no sería autónomo) lo hace siempre de manera irracional, porque se colocaría fuera de las tendencias del mercado que no son otras que las manejadas por los grandes capitales financieros transnacionales. Para los enfoques neoliberales, cuando los políticos y el Estado intervienen, representando intereses populares −por ejemplo− para hacer crecer la economía, distorsionan los mercados financiero y monetario. 

Sin embargo, como se ve, hay quienes todavía enarbolan la bandera del modelo neoliberal, donde la ABC es uno de sus ejes básicos. Cuando se le convierte al Banco Central en “autónomo” se le suprime al gobierno la capacidad de controlar la moneda y se desregulan todos los movimientos monetarios. De esta manera, los gobiernos no pueden autofinanciarse −ni un ápice, porque es un precepto radical y estricto− con los recursos del Banco Central. Por lo que tiene que funcionar en medio de las exigencias de gastos exiguos (en especial de la reducción de gastos y subvenciones sociales, bajo el pretexto de: «No hay que regalar pescado sino enseñar a pescar» [así se estén muriendo de hambre]). 

Esto obliga a que cualquier intento de crecimiento de los gastos, de uno u otro corte, deba financiarse mediante deuda privada nacional o extranjera. Porque el Banco Central “autónomo”, además de determinar la masa monetaria en circulación, fija las tasas de interés de referencia y, al operar de forma “autónoma” está legalmente prohibido de prestarle fondos al gobierno del país, cosa que así pueda −como se dice− «mantener la estabilidad de precios.» Y ahí es cuando aparece justamente el “generoso” FMI. El mismo FMI que elaboró esta trampa para obligar a los países a aumentar su endeudamiento con él, cuando estaba henchido de los fondos provenientes de las ingentes ganancias de los países y empresas petroleras (1973‑1980), que necesitaban prestarse para poder seguir reproduciéndose como capital. 

Lo más cínico de todo esto es que los bancos centrales intervienen realmente en la economía a través de una gran cantidad de instrumentos de política monetaria. Y lo hacen en función de los intereses de los capitales transnacionales. Los propios gobernadores de los bancos centrales de los países deben recibir los respaldos, venias y aprobaciones del mismo FMI para ser electos. No sucede en todos los casos, pero es lo más frecuente. 

En el transcurso de estos años, el Estado se ha ido achicando, como lo pregonaba el neoliberalismo. En simultáneo, las elites empresariales se catapultaron −con corrupciones de todo tipo− para influir en el manejo decisivo del Estado, y de los gobiernos. El resultado fue que el Estado empezó a ser operado por estos intereses y las inequidades se acentuaron, como se constata estadísticamente. La ABC se levantó como pieza clave y como atentado contra el desarrollo económico porque contraía el desarrollo del aparato productivo a largo plazo y generaba mayores rezagos de los que aseguraba superar. La esfera real de la economía se vio ampliamente afectada y ello, a su vez, acrecentó las dificultades para superar las pulsiones inflacionarias desde la raíz. Una estructura productiva contraída y poco flexible no es capaz de absorber los estímulos de la demanda sin generar tensiones inflacionarias. 

Para que los aumentos de masa monetaria puedan traducirse en inversiones de largo plazo, y por lo tanto, las presiones inflacionarias sean mínimas, se requiere que estos aumentos se conviertan en inversiones productivas de contenido estratégico, que solo pueden hacerse si el Estado puede adoptar −constitucionalmente− un rol activo y planificado y con un Banco Central que fije tasas de interés no solo según parámetros internacionales. Pero estas son, como sabemos, afirmaciones totalmente exóticas a los postulados del pensamiento neoliberal. 

Lo más perverso de este esquema es que la ABC les impone a los gobiernos la doctrina de contraer más deuda externa. La que impacta negativamente sobre las finanzas, el aumento de la inflación y restringe las posibilidades de desarrollo, justo lo contrario que dicen combatir. Si se hace una expansión de la infraestructura en base a emisión monetaria, el Banco Central “autónomo” dirá que ello aumentará la inflación, pero si se hace este mismo tipo de obras con deuda privada interna o externa, por los mismos montos, dirá que está bien, aunque se haya introducido en la economía la misma cantidad de masa monetaria. Sin embargo, la gran diferencia estriba en que, cuando el gobierno se autofinancia con el Banco Central, no debe pagar intereses ni devolverle el monto prestado porque todo es un movimiento interno de capitales. Lo contrario sucede cuando toma préstamos del sector privado externo (vía el FMI). Y luego, si el país llegara a tener dificultades en su capacidad de pagos, el FMI exigirá que se privaticen todo tipo de empresas. 

 En ambos tipos de préstamos, el pago generará un déficit que, si es cubierto con fondos públicos merecerá la sanción del FMI pero, si se cubre con deuda externa, cosechará el aplauso del mismo FMI y de todas las instituciones vinculadas a este, entre ellas, las calificadoras de riesgo. Como se observa, la ABC es un elemento clave de la desregulación de la economía y de lo financiero. Por eso las calificadoras de riesgo sancionan cualquier intento o declaración que vulnere o ponga en duda la ABC. He ahí lo perverso y absurdo del neoliberalismo y de la ABC. 

Así fue como en los años 80’s las economías de América Latina fueron trasvasando ingentes cantidades de recursos hacia los centros financieros de los países más desarrollados, acrecentándose nuestros raquitismos gubernamentales y las fragilidades institucionales que, a la vuelta de la esquina, serían señaladas por el FMI como impedimentos para prestar a bajas tasas fijas y a largo plazo «dado que no existen las certidumbres institucionales suficientes en América Latina.» Lo que ellos provocan lo utilizan después para ahondar las amarras del subdesarrollo. Y se produce, así, un círculo malévolo, al lado de un mercado financiero que simula ser libre y patrocinar la libertad económica contra cualquier intento “estatista” o “socialista” de anularla. 

Así pues, las crecientes dificultades de la acumulación capitalista que fueron achacadas de manera absurda a la inflación por igual en todas partes, se transmutaron en la base “teórica” de la aplicación de los paquetes de ajuste estructural a manos de los “especialistas” del Banco Mundial y del FMI. A pesar de la vasta oposición de sectores populares en los distintos países estos ajustes se impusieron. Ahora, tenemos pueblos exhaustos en la pobreza generada por el neoliberalismo financierista en América Latina. 

 La autonomía de los bancos centrales es pues, para ellos, el principio de todos los principios. Porque al quedar los bancos centrales en “autonomía”, es decir, al margen de la política (en especial al margen de cualquier nueva hegemonía popular) quedarán en manos del mercado financiero transnacional. Por igual, las políticas de tasas de interés quedan sujetas a estos mercados. Una política agraria, por ejemplo, que busque créditos con tasas de interés subsidiadas a los campesinos no podría llevarse a cabo si el Banco Central “autónomo” no aprueba esas tasas, o bien, si define unas tasas de interés referenciales tan altas que bloqueen este tipo de políticas. Además, que el gobernante sería condenado por incumplir con juramento de respetar la ABC. 

 Toda política económica crediticia, aunque se diseñe como parte de la banca de desarrollo, quedaría sujeta, en primera instancia, al criterio que tenga el Banco Central “autónomo”. Cualquier movimiento que haga este banco se juzgará como intervencionista y como una pérdida de la autonomía a favor de la cual se juró. Igualmente, las políticas económicas en donde el gobierno asuma un papel dinámico en lo financiero, para estimular el desarrollo podrán juzgarse como anatemas. 

 Así pues, poner a la ABC como parte de lo que tendrían que firmar los posibles gobernantes, significa −real y simbólicamente− avalar que juren a favor de la continuidad del modelo neoliberal. ¿Es posible que organizaciones democráticas y progresistas peruanas hayan llegado a este extremo? Sí, desgraciadamente, porque −al parecer y sin pensar que haya algún gato encerrado− el neoliberalismo en el Perú se ha logrado colar hasta en los tuétanos. Esto es lo preocupante. El mayor problema es que la ABC se ha erigido, como sagrado principio neoliberal que nadie cuestiona y que ha creado una especie de escudo ideológico que es, paradójicamente, adorado como el Vellocino de oro. La mentalidad neoliberal y la ABC campean sin tener en cuenta a quiénes ha beneficiado y a quiénes seguirá beneficiando. 

 El neoliberalismo seguirá vigente hasta que no nos deshagamos del dogma neoliberal de la ABC. Es imprescindible zafar a las economías de este dogma y darle al Banco Central los márgenes de actuación flexible que le permitan romper estas amarras. Salir del neoliberalismo y adoptar una amplitud de miras en política económica es fundamental. Desenganchar a las economías nacionales del esquema de reproducción mundial del capitalismo salvaje y redefinir esas relaciones es fundamental. 

 Regresando al pacto que se ha propuesto, lo extraño es también que muchos economistas y políticos considerados progresistas en el Perú, respalden este tipo de exigencias y compromisos.