En 2002, el presidente de Cuba Fidel Castro Ruz visitó la Escuela Nacional de Ballet para inaugurar el 18º Festival Internacional de Ballet de La Habana. Fundada en 1948 por la prima ballerina assoluta Alicia Alonso (1920-2019), la escuela atravesó dificultades económicas hasta que la Revolución Cubana decidió que el ballet —al igual que otras formas de arte— debía estar al alcance de todas las personas y, por tanto, ser financiado públicamente. En la escuela, en 2002, Castro recordó que el primer festival, celebrado en 1960, “afirmó la vocación cultural, la identidad y la nacionalidad cubanas aun en las circunstancias más adversas, cuando grandes peligros y amenazas acechaban al país”.
El ballet, como tantas otras formas culturales, había sido alejado de la participación y el disfrute popular. La Revolución Cubana quiso devolver esta práctica artística al pueblo, como parte de su determinación por fomentar la dignidad humana. Para construir una revolución en un país asaltado por la barbarie colonial, el nuevo proceso revolucionario debía tanto establecer la soberanía del país como construir la dignidad de cada uno de sus habitantes. Esta doble tarea es la obra de la liberación nacional. “Sin cultura no hay libertad posible”, dijo Castro.
En muchos idiomas, la palabra «cultura» tiene al menos dos significados. En la sociedad burguesa, la cultura ha llegado a significar tanto el refinamiento como las bellas artes. Propiedad de las clases dominantes, esta cultura se hereda a través de la transmisión de los modales y la educación de alto nivel. El segundo significado de cultura es el de modo de vida, incluidas las creencias y prácticas, de un pueblo que forma parte de una comunidad (desde una tribu hasta una nación). La democratización del ballet y la música clásica por parte de la Revolución Cubana, por ejemplo, formaba parte de su intento de socializar todas las formas de vida humana, desde la económica hasta la cultural. Además, los procesos revolucionarios intentaron proteger el patrimonio cultural del pueblo cubano de la perniciosa influencia de la cultura del colonialismo. Para ser precisos, «proteger» no significa rechazar la totalidad de la cultura del colonizador, ya que eso impondría una vida parroquial a un pueblo que debe tener acceso a todas las formas de cultura. La Revolución adoptó el béisbol, por ejemplo, a pesar de sus raíces en Estados Unidos, el mismo país que ha tratado de asfixiar a Cuba durante seis décadas.
Por lo tanto, un enfoque socialista de la cultura requiere cuatro aspectos: la democratización de las formas de la alta cultura, la protección del patrimonio cultural de los pueblos previamente colonizados, el desarrollo de elementos básicos de alfabetización cultural y la domesticación de las formas culturales procedentes de la potencia colonizadora.
En julio de 2022, ofrecí una conferencia en la Casa de las Américas de Cuba —una de las principales instituciones de la vida cultural de La Habana y un punto neurálgico de los procesos culturales desde Chile hasta México— que se centró en diez tesis sobre el marxismo y la descolonización. Pocos días después, el director de la Casa, Abel Prieto, también ex ministro de Cultura, convocó allí un seminario para debatir algunos de estos temas, principalmente cómo la sociedad cubana tenía que defenderse tanto de la irrupción de las formas culturales imperialistas como de la perniciosa herencia del racismo y el patriarcado. Este debate provocó una serie de reflexiones sobre el proceso del Programa Nacional contra el Racismo y la Discriminación Racial anunciado por el presidente Miguel Díaz-Canel en noviembre de 2019 y sobre el proceso que condujo al referéndum del Código de Familia 2022 (que llegará a votación popular el 25 de septiembre), dos dinámicas que tienen la capacidad de transformar la sociedad cubana en una dirección anticolonial.
El Dossier no. 56 (septiembre de 2022) del Instituto Tricontinental de Investigación Social y Casa de las Américas, Diez tesis sobre marxismo y descolonización, contiene una versión ampliada de esa conferencia con un prólogo de Abel Prieto. Para que se hagan una idea, aquí está la tesis nueve sobre “la batalla de las emociones”:
Tesis nueve: La batalla de emociones. Fidel Castro provocó un debate en la década de 1990 alrededor del concepto de la Batalla de ideas, la lucha de clases en el pensamiento contra las banalidades de las concepciones neoliberales de la vida humana. En los discursos de Fidel de este periodo no solo era clave lo que decía, sino cómo lo decía, con cada palabra impregnada de la gran compasión de un hombre comprometido con la liberación de la humanidad de los tentáculos de la propiedad, el privilegio y el poder. De hecho, la Batalla de ideas no se refería únicamente a las ideas en sí, sino también a una “batalla de emociones”, un intento de cambiar la gama de emociones de una fijación en la codicia a consideraciones de empatía y esperanza.
Uno de los verdaderos retos de nuestro tiempo es el uso burgués de las industrias culturales y de las instituciones educativas y religiosas para distraer la atención de cualquier debate sustancial sobre los problemas reales —y sobre la búsqueda de soluciones en común a los dilemas sociales— hacia la obsesión por problemas fantasiosos. En 1935, el filósofo marxista Ernst Bloch llamó a esto la “estafa del cumplimiento”, plantar una serie de fantasías para enmascarar lo imposible de su realización. El beneficio de la producción social, escribió Bloch, “es apropiado por el estrato superior de los grandes capitalistas, que utiliza sueños góticos contra las realidades proletarias” (1991: 103). La industria del entretenimiento erosiona la cultura proletaria con el ácido de las aspiraciones que no pueden realizarse bajo el sistema capitalista. Pero estas aspiraciones son suficientes para debilitar cualquier proyecto de la clase trabajadora.
Una sociedad degradada por el capitalismo produce una vida social impregnada de atomización y alienación, desolación y miedo, rabia y odio, resentimiento y fracaso. Se trata de emociones desagradables que son moldeadas y promovidas por las industrias culturales (“tú también puedes tenerlo”), los establecimientos educativos (“la codicia es el motor principal”) y los neofascistas (“odia a los inmigrantes, a las minorías sexuales y también a cualquiera que te niegue tus sueños”). El dominio de estas emociones en la sociedad es casi absoluto y el ascenso de los neofascistas se basa en este hecho. El significado se vacía, tal vez como resultado de una sociedad de espectáculos que ya se ha agotado.
Desde una perspectiva marxista, la cultura no se considera un aspecto aislado y atemporal de la realidad humana, ni las emociones se consideran como un mundo en sí mismo o ajenas a los acontecimientos de la historia. Dado que las experiencias humanas se definen por las condiciones de la vida material, las ideas de destino perdurarán mientras la pobreza sea una característica de la vida humana. Si la pobreza se supera, entonces el fatalismo tendrá un fundamento ideológico menos seguro, pero no se verá automáticamente desplazado. Las culturas son contradictorias y juntan una serie de elementos de formas desiguales, del tejido social de una sociedad desigual que oscila entre la reproducción de las jerarquías de clase y la resistencia a elementos de la jerarquía social. Las ideologías dominantes impregnan la cultura a través de los tentáculos de aparatos ideológicos como un maremoto, arrollando las experiencias reales de la clase trabajadora y el campesinado. Al fin y al cabo, es a través de la lucha de clases y a través de las nuevas formaciones sociales creadas por los proyectos socialistas que se crearán nuevas culturas, y no por meras ilusiones.
Es importante recordar que, en los primeros años de cada uno de los procesos revolucionarios —desde Rusia en 1917 hasta Cuba en 1959—, la efervescencia cultural estaba saturada de emociones de alegría y posibilidad, de intensa creatividad y experimentación. Es esta sensibilidad la que ofrece una ventana a algo distinto de las macabras emociones de la avaricia y el odio.
En los primeros años después de 1959, Cuba se convulsionó con estos brotes de creatividad y experimentación. Nicolás Guillén (1902-1969), un gran poeta revolucionario que había sido encarcelado durante la dictadura de Fulgencio Batista, captó la dureza de la vida y el gran deseo de que el proceso revolucionario emancipara al pueblo cubano de la miseria del hambre y las jerarquías sociales. Su poema “Tengo”, de 1964, nos dice que la nueva cultura de la revolución era elemental: la sensación de no tener que inclinar los hombros ante un superior, de decir a las y los trabajadores en las oficinas que ellos también son compañeros y no “señor” y “señora”, de entrar como negro en un hotel sin que te digan que te detengas en la puerta. Su gran poema anticolonial nos alerta sobre los fundamentos materiales de la cultura:
Tengo, vamos a ver,
que ya aprendí a leer,
a contar,
tengo que ya aprendí a escribir
y a pensar
y a reír.
Tengo que ya tengo
donde trabajar
y ganar
lo que me tengo que comer.
Tengo, vamos a ver,
tengo lo que tenía que tener.
Al final de su prólogo al dossier, Abel Prieto escribe: “El sentido anticolonial tenemos que convertirlo en un instinto”. Reflexionemos sobre esto por un momento: el anticolonialismo no es solo la lucha contra la dominación colonial formal, sino un proceso más profundo, que debe arraigarse a nivel instintivo para que podamos construir la capacidad de resolver nuestras necesidades básicas (como superar el hambre y el analfabetismo, por ejemplo) y construir nuestra conciencia sobre la necesidad de culturas que nos emancipen y no nos aten a un mundo vistoso de mercancías inasequibles.