Tratar la relación que Jesús tuvo con la política significa enfrentarse a uno de los obstáculos epistemológicos más serios. La práctica de Jesús, en efecto, tradicionalmente ha sido desvinculada completamente de toda actividad política y enmarcada en un ámbito puramente religioso. Debemos, pues, en primer lugar, tratar de dilucidar las principales variantes de esta interpretación apolitizadora de la práctica de Jesús.

Nos encontramos, en primer lugar, con la interpretación tradicional de los medios eclesiásticos, según la cual los ámbitos religioso y político se encuentran completamente separados, de tal manera que la práctica de Jesús hay que entenderla como estrictamente religiosa, sin atisbos de compromiso ideológico y político. En este sentido, se afirma en el documento de Puebla: “El Evangelio de Cristo no habría tenido tanto impacto en la historia sí Él no lo hubiera proclamado como un mensaje religioso, separando la tentación de mezclar “las cosas de Dios” con actitudes meramente políticas” (p.388); por ello, la Iglesia “no necesita (…) recurrir a sistemas de ideologías para amar, defender y colaborar en la liberación del hombre; en el centro del mensaje del cual es depositaria y pregonadora, ella encuentra inspiración para actuar en favor de la fraternidad, de la justicia, de la paz, contra todas las dominaciones, esclavitudes, discriminaciones, atentados a la libertad religioso, opresiones contra el hombre y cuanto atenta contra la vida” (p.411).

En este documento se trata en cierta manera de conectar los dos ámbitos, el religioso y el político, pero de hecho no se logra hacerlo, porque se parte de su sepación. El texto clásico mediante el cual se pretende fundamentar esta separación es la frase mediante la cual Jesús se deshace de sus enemigos cuando le preguntan si es licito pagar el tributo al César, Jesús entonces les dice, luego de pedir que le muestren la moneda: “Lo que es del César, devuélvanselo al César, y lo que es de Dios, a Dios” (Mc, 12, 17). Más adelante analizaremos su significado, que erróneamente se ha tomado para justificar la separación e independencia de los ámbitos religioso y político.

Esta separación de ámbitos ha llevado a algunos pensadores a colocar a Jesús en la categoría de “alma bella”, como hace Hegel, o del “amor acósmico”, como lo hace Max Weber. El “alma bella” es aquella que se retira del mundo por temor a mancharse. “La verdad de los dos opuestos, de la valentía y de la pasividad, se unifica en la belleza del alma, de tal manera que del primero se conserva la vida y se elimina la oposición, mientras que del segundo se conserva la pérdida del derecho sin sufrimientos, una elevación viviente y libre por encima de la lucha”.

El alma bella, por una parte, es valiente, pues se requiere una gran fuerza de voluntad para el auto renunciamiento; pero, por otra, es pasiva, no participa de las luchas reales del mundo. Es una “elevación” “por encima de la lucha”, “como una planta hipersensible se retrae más y más en sí misma cada vez que alguien la toca. Antes de convertir la vida en su enemigo, antes de suscitar frente a si un destino (particular), huye de la vida”. Esta huida de las luchas de la vida, este recontrarse en la pura interioridad, hará posible el tener el corazón siempre abierto a la reconciliación, el perdonar todo, incluso a los enemigos, el no juzgar a los demás.

De esta manera, el alma se encuentra en su refugio más íntimo, ante el que desaparece toda exterioridad como tal.”3 Naturalmente que se desinteresa completamente del Estado, de la política, de los problemas sociales, depurándose continuamente a sí misma. Pero de esa manera no se transforma en la figura más rica de la conciencia sino en “su figura más pobre, y la pobreza, que constituye su único patrimonio, es ella misma un desaparecer”.

Ello es así porque “le falta fuerza de la enajenación, la fuerza de convertirse en cosa y de soportar el ser. Vive en la angustia de manchar la gloria de su interior con la acción y la existencia; y para conservar la pureza de su corazón, rehúye todo contacto con la realidad y permanece en la obstinada impotencia de renunciar al propio sí mismo llevado hasta el extremo de la última abstracción”. “Ha renunciado a toda acción, su obrar es un anhelar” de tal manera que “arde consumiéndose en sí misma y se evapora como una nube informe que se disuelve en el aire”.

“La práctica de Jesús, en efecto, tradicionalmente ha sido desvinculada completamente de toda actividad política y enmarcada en un ámbito puramente religioso”

En sentido parecido, Max Weber interpreta la práctica de Jesús como perteneciente, junto con la de Buda, al tipo de “amor acósmico”, amor que se salta todas las barreras interpuestas por lo económico, lo social y lo político. Jesús no habría estado “interesado en absoluto en las reformas sociales en cuanto tales”6, sino que se ocupa de éstas en cuanto la injusticia provoca la ira de Dios, punto central de su pensamiento y preocupación.

“La experiencia universal que nos enseña que el poder engendra poder” habría dado origen “a la exigencia radical de la ética fraternal común al budismo y a las predicaciones de Jesús: no resistir al mal con la violencia”7. De esta manera se produce realmente la identificación de Jesús con Buda, y la interpretación de la famosa distinción entre Dios y el César como una expresión de “absoluta indiferencia por las cosas de este mundo”8. Por cierto, que no es la primera vez que se identifica la práctica de Jesús con la de Buda. Ya Nietzsche lo había hecho, subrayando, sin embargo, que en este sentido el budismo es mucho más coherente que el cristianismo.

Línea Profética-Apocalíptica y dilema de Jesús

Antes de enfocar directamente la actitud de Jesús frente a la política, es necesario echar un vistazo a la actitud frente a la misma que tuvieron los profetas y los autores del Apocalipsis, porque, como hemos considerado, la opción de Jesús es clara y definitivamente profética y asume rasgos apocalípticos fundamentales.

En cuanto a los profetas, no cabe la menor duda sobre su participación política. Más aún, ellos, debido al contexto monista en el que se movían, no podían concebir un ámbito religioso que no estuviese íntimamente conectado con el político. El Reino, meta final de su concepción de la historia, si significaba la plenitud de la presencia de Yavé, su reinado sin ningún tipo de limitaciones, también y esencialmente significaba la plenitud de la liberación, y en primer lugar la liberación política, que para los más radicalizados era la liberación de la monarquía.

En el horizonte de su pensamiento siempre está presente la confederación, la destrucción de los aparatos burocráticos; del ejército, con sus carros de guerra y sus caballos, con sus levas, con sus depredaciones; de los impuestos que el Estado exige para el mantenimiento de la corte y del ejército y para la construcción de las obras públicas; de la esclavitud por deudas en la que caían los pequeños campesinos; del crecimiento de los latifundios.

Esta actitud materialista, profundamente política, estaba en todos los profetas, si bien se presentaba con un grado de más radicalidad en los del norte, como Elías, Amós y Oseas, que en los del sur, más cercanos al poder real, si bien aquí se dan casos de radicalización extrema, como el de Miqueas. Pero en todos la realización del Reino implicaba la liberación en el ámbito político. Para algunos como Miqueas y Oseas, ello significa la destrucción del Estado monárquico y la refundación de la confederación. Para otros, como Isaías, en cambio, significa un Estado monárquico justo.

En los escritores del Apocalipsis, las posiciones se radicalizan. El Estado monárquico es el gran monstruo que será destruido. Ya no habrá reyes, nobles, ni palacios. “Ya no habrá más nobles, ni se nombrarán nuevos reyes, pues todos los príncipes habrán desaparecido. En sus palacios crecerán las zarzamoras, y en sus castillos las ortigas y los cardos. Serán una guarida de lobos, y un escondite para los avestruces. Allí se juntarán los gatos salvajes con los pumas… Allí tendrá su cueva la serpiente” (Is. 34, 12-15).

Resurge en los apocalipsis el tema del reconocimiento de Yavé como único Señor: “Otros señores fuera de ti nos han dominado, mas no recordaremos otro nombre que el tuyo, a ti solo conoceremos. Han muerto y no vivirán y sus sombras no se levantarán, pues los has castigado y exterminado, has borrado hasta el recuerdo de su nombre” (Is. 26, 13-14).

No se puede negar, sin embargo, que frente a esta poderosa vertiente profético-apocalíptica que ve la realización del Reino en la eliminación del estado monárquico, y, en consecuencia, a los humildes, los pobres, como sujetos de la liberación, se alza otra, la vertiente mesiánico-davídica, que ve en un rey al estilo David, más aún, perteneciente a la estirpe de David, al autor de la liberación.

Podemos hablar, pues, de una línea profética que mayoritariamente ve en los pobres el sujeto del Reino, y en la eliminación del Estado monárquico la realización plena de la liberación. Hay variantes matizadas, pero podemos poner estas características como propias de la corriente profético-apocalíptica. Esta línea encontrará su expresión gráfica en la figura del Mesías-siervo que describe el Deutero-Isaías.

Frente a ella se alza la otra línea, la davídica, la del Mesías-rey, según la cual el Mesías ha de ser un rey con todos los atributos y los poderes de tal, que ha de poner al servicio de la liberación del pueblo.

Menester es tener presentes estas dos líneas, ambas con fundamento en la Biblia, para entender las tentaciones de Jesús en el desierto. Trataremos de ver que se trata de optar entre ambas líneas de acción, y Jesús o las primeras comunidades cristianas interpretaran que una de ellas, la del Mesías-rey, constituye una verdadera tentación que es necesario rechazar.

“Una línea profética que mayoritariamente ve en los pobres el sujeto del Reino, y en la eliminación del Estado monárquico la realización plena de la liberación”

Jesús y el poder de las clases dominantes

Los tres sinópticos colocan las tentaciones en el desierto, espacio mítico, lugar ambivalente, habitado tanto por Dios como por el demonio. El desierto es el caos que rodea al cosmos de Palestina. Desde el desierto irrumpían en los lugares habitados de Palestina los beduinos, con sus secuelas de rapiña, violaciones, sufrimiento y muertes. Éste es el aspecto del desierto que aquí le interesa al evangelista.

Allí es llevado Jesús por el Espíritu y tentado (peiradsómenos) por el demonio (Lc. 4, 2). “Ser tentado” aquí significa ser puesto a prueba. Para que haya efectivamente tentación no es suficiente una incitación externa, sino que es necesario que en el interior del hombre tentado la incitación encuentre una determinada inclinación a una respuesta positiva. Si sólo se da una incitación externa, propiamente no existe la tentación: una invitación a beber vino no es una tentación si el invitado no siente alguna inclinación por esa bebida; una invitación al baile no es una tentación para quien no experimenta placer al bailar; una invitación a leer una novela no es tentación para quien no tiene inclinación a tal género de lectura.

Aclaramos esto porque el estereotipo religioso de Jesús implica su absoluta inmunidad a cuantas solicitaciones puedan venir de fuera si no están absolutamente de acuerdo con la misión que debe realizar. Los Evangelios nos hablan de tentaciones, y en consecuencia tomamos en serio el pasaje, tratando de analizar en qué consistieron tales tentaciones.

Tanto Mateo como Lucas – los únicos que las desarrollan, pues Marcos sólo las nombra- nos hablan de tres tentaciones. Así presenta la primera Lucas: “El diablo dijo entonces: -Si eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan-… Pero Jesús le contestó: -Dice la Escritura: El hombre no vive solamente de pan-“ (Lc. 4, 3-4).

Si nos fijamos bien en la propuesta o tentación del demonio, ésta consiste en que Jesús manifieste su naturaleza de Hijo de Dios mediante una demostración de poder. Ser Hijo de Dios Significa, en primer lugar, antes que todo, tener poder. Si Jesús demuestra que tiene poder suficiente como para convertir las piedras en pan, con ello habrá demostrado que es el Hijo de Dios, el verdadero Mesías.

Si tenemos presente la práctica mediante la cual Pedro reconoció a Jesús como Mesías, nos daremos cuenta del abismo existente entre esta concepción que ubica al Mesías como un ser dotado de un poder extraordinario, semejante a los héroes o semidioses griegos, y la que lo ubica como un ser capaz de realizar la práctica del don.

Precisamente en las escenas que describen la práctica del reparto del pan se intercala una que está directamente relacionada con la tentación del demonio que estamos considerando. En efecto, “se acercaron los fariseos para discutir con él, y le pidieron una señal del cielo como prueba. Jesús, suspirando profundamente, les dijo: “Por qué esta gente pide una señal? Yo les aseguro: No se dará a esta gente ninguna señal” (Mc. 8, 11-12). Una señal del cielo es una demostración de fuerza, de poder. Lo que el demonio le pidió en el desierto es lo que ahora le piden los fariseos. Demonios y fariseos tienen la misma concepción del Mesías. Éste ha de ser un señor poderoso, más poderoso que todos los reyes de la tierra. Por ello le exigen a Jesús una señal de su poder.

Con más claridad todavía aparece el sentido de las tentaciones en la segunda escena: “Habiendo llevado a una altura, le mostró todos los reinos de la tierra (tés oikuoménés) en un instante de tiempo; y le dijo el diablo: “Te daré todo este poder y su gloria, porque a mí me ha sido entregado y a quien quiero se lo doy. Si pues, te postrares ante mi todo será tuyo”. Respondiendo Jesús, le dijo: “Escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo darás culto” (Lc. 4, 5-8).

El demonio habla aquí de “todos los reinos de la tierra”. A él le pertenecen, pues todos están basados en el poder y la acumulación de los sectores dominantes. El poder (eksousía) va acompañado de gloria (dóksa) o prestigio. Poder y prestigio significan también riqueza. Riqueza, poder y prestigio. Bienes inestimables que están en manos del demonio. Éste no es otra cosa que la conjunción de los tres. Basta adorarlos, quererlos por sí mismos, no importa cuántos crímenes, cuántos atropellos deban cometerse para alcanzarlos. Pero se requiere adorarlos.

“Si nos fijamos bien en la propuesta o tentación del demonio, ésta consiste en que Jesús manifieste su naturaleza de Hijo de Dios mediante una demostración de poder. Ser Hijo de Dios Significa, en primer lugar, antes que todo, tener poder”

Finalmente, “lo llevó a Jerusalén, lo puso sobre el alero del templo y le dijo: ¨Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo; porque está escrito: A sus ángeles te encomendará para guardarte, y: En sus manos te llevarán para que no tropiece contra una piedra tu pie¨ Pero Jesús le replicó: ¨Se ha dicho: No tentarás al Señor, tu Dios¨” (Lc. 4, 9-12).

La escena se conecta directamente con la primera. Jesús debe probar que es el Mesías, que es el Hijo de Dios, haciendo una demostración de fuerza. Esta vez se trata de un acto espectacular que todos verán y aplaudirán, un verdadero acto de superhombre. Llama la atención que después de la insurrección popular que Jesús lidera, los “sacerdotes jefes, los escribas y los ancianos le preguntan ¨Con qué autoridad haces estas cosas?¨” (Mc. 11, 28).

El termino griego que emplea Marcos es eksousía que aquí hemos traducido por “autoridad” y que en las escenas de las tentaciones traducimos por “poder”. De hecho, se trata de que Jesús debe mostrar poder para tener autoridad frente a la sociedad, o sólo tendrá autoridad, es decir, poder aceptado socialmente, si demuestra que tiene poder.

De esta manera los fariseos, los sacerdotes jefes, los escribas y los ancianos son asimilados al demonio. Todos ellos conforman una constelación de intereses que se enfrentan a Jesús como obra del demonio. Jesús, si quiere obrar con autoridad, debe mostrar ante ellos su poder. Pero él rechaza este poder. Es obra del demonio.

De esta manera, recoge la tradición profética que siempre se opuso al poder opresor. Es el caso de Moisés enfrentándose al poder del faraón; de Elías, enfrentándose al poder de Ajab y Jezabel; de Amós, luchando contra el poder de jeroboam. Así también Jesús rechaza el poder del demonio, que es el de Herodes al que Jesús despectivamente denomina “zorra” (Lc. 13, 32); que es el del César que debe ser echado fuera, al que no hay que pagarle tributo (Mc. 12, 17); que es el de los jefes de Israel, ciegos que guían a otros ciegos, a los que la viña les será quitada y entregada a otros (Mc. 12, 9).

Jesús se opone terminantemente, sin concesiones, al poder de las clases dominantes. Un primer problema que ahora se nos plantea es en qué sentido este poder pudo ser para Jesús una tentación. Evidentemente no podemos suponer que fue tentado por él para oprimir a las clases dominadas, a los campesinos y al pueblo pobre en general; pero sí en cambio por la oportunidad de aprovechar ese poder para realizar la liberación del pueblo, o, en otras palabras, para apresurar el advenimiento del Reino.

A los hombres idealistas, a los revolucionarios, cuando realmente están entregados a la causa, como es el caso de Jesús, el aprovechar las oportunidades que puede dar el poder dominador constituye una verdadera tentación. ¿Por qué estar luchando desde el llano, con medios escasos o insuficientes, cuando se puede aprovechar la oportunidad de manejar resortes de poder que ponen al alcance de la mano abundancia de medios con los cuales apresurar el proceso de liberación? Es ésta una verdadera tentación a la que muchos revolucionarios e idealistas han sucumbido a lo largo de la historia.

Jesús se encuentra frente a dos tradiciones firmemente asentadas en la Biblia, como hemos visto. La tradición propiamente profética, la del Mesías-siervo, que supone que la liberación, el advenimiento del Reino de Dios, se ha de hacer desde abajo, con la práctica de los pobres; y la del Mesías-rey davídico, que supone que el Reino ha de llegar por la acción fulgurante y llena de fuerza de un Rey. Se trata en este caso de una acción a realizarse desde arriba, desde el poder y la fuerza. Por otra parte, ésta era la línea en la que creían los zelotes, el partido más importante de los sectores populares.

¿Por qué motivo Jesús considero que esta posibilidad era una verdadera tentación del demonio, y no una posibilidad real de obrar para apresurar la venida del Reino? Aquí sí es pertinente la observación sobre el círculo diabólico del poder. El poder de las clases dominantes es esencialmente corruptor porque se basa en la opresión. Entrar en él es entrar en el círculo opresor-oprimido y la opresión se introyecta en el mismo sujeto que se transforma en opresor para liberar.

Jesús, retomando la línea profética, rechaza el entero ámbito de la opresión. La figura del rey davídico como liberador del pueblo, o es un engaño de las clases dominantes, o es un espejismo de los dominados que, en su impotencia, sueñan con el superhombre que los ha de liberar. Jesús condenó a tales liberadores: “Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas y los que ejercen la autoridad sobre ellas se llaman bienhechores” (euérgetai) (Lc. 22, 25).

El pueblo de Israel tenía muchos dirigentes, muchos conductores, todos ellos conocedores de la Biblia, pero Jesús los ve “como ovejas sin pastor” (Mc. 6, 34) pues en vez de pastorear las ovejas las oprimen: ve que las autoridades, en vez de cultivar la viña (Mc. 12, 1-11) la explotan. Así es siempre el poder de las clases dominantes.

“La tradición propiamente profética, la del Mesías-siervo, que supone que la liberación (…) se ha de hacer desde abajo, con la práctica de los pobres; y la del Mesías-rey davídico, que supone que el Reino ha de llegar por la acción fulgurante y llena de fuerza de un Rey”

¿Significa ello que Jesús renuncia a todo poder? ¿Se apartará por lo tanto él de toda acción política, puesto que la política necesariamente entraña búsqueda del poder o ejercicio del mismo? ¿Será cierto que Jesús se proclama completamente indiferente frente a este mundo dominado por la política? ¿Será un “alma bella” que se rehusará a obrar para no mancharse? ¿Habrá separado tajantemente su acción como acción religiosa, referida enteramente a Dios, de la acción política, referida al César? Es lo que debemos pasar a considerar.

Jesús y el poder de los pobres

En las respuestas al tentador, Jesús siempre recurre al Deuteronomio, el libro que concibe a la sociedad con la lógica del sistema de la deuda-don. El demonio le habla con la lógica de la acumulación. En las tentaciones, el tema central es el poder, que supone necesariamente riqueza, poder y prestigio (mammón, eksousía, dóksa). Jesús le responde con otra lógica, la del don o reparto.

En efecto, frente a la invitación a la demostración personal, individual de fuerza de convertir la piedra en pan, Jesús acude al poder de Dios: “El Hombre no vive solamente de pan” (Lc. 4, 4). Mateo Completa la frase del Deuteronomio: “Sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4, 4).

El texto del Deuteronomio está ubicado en el contexto de la travesía del desierto, donde el pueblo fue probado en su fidelidad al sistema del don sintetizado en el Decálogo. Ésta es la frase en su contexto: “Cuiden de cumplir con los mandamientos que hoy les ordeno, para que puedan vivir y ser numerosos y conquistar la tierra que prometió Yavé con juramentos a sus padres. Acuérdate de todos los caminos por donde te ha conducido Yavé, tu Dios, en el desierto, por espacio de cuarenta años para probarte y humillarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos. Y después de tus pruebas, cuando pasaste hambre te dio a comer maná, que ni tú ni tus padres habían conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino todo lo que sale de la boca de Dios es vida para el hombre” (Dt 8, 1-3).

El lugar de la tentación es el desierto. Ya sabemos el motivo. Es el lugar del caos. Allí habitan tanto el tentador como Dios. También el pueblo, durante su travesía, fue tentado; pero entonces por Yavé, para saber si era capaz de vivir de acuerdo con la lógica del don, o sea, de las diez palabras o decálogo. La abundancia no se crea mediante el acto individualista del Superhombre, sino con el cumplimiento del decálogo, mediante la mutua donación que es también donación del hombre a Dios y de Dios al hombre. El problema del hambre no se soluciona haciendo un milagro para satisfacer el hambre individual, ni, como se lo hará entender más tarde a los discípulos, llevando dinero para comprar pan – pues ello significa acumulación individual – sino siendo fieles a Dios, es decir a las diez palabras, al amor a Dios y al prójimo, o, en otros términos, compartiendo.

A las otras dos tentaciones, la de adorar al demonio para recibir el poder y la gloria de todos los reinos de la tierra, y la de arrojarse desde lo alto del Templo, para que todo el pueblo admire el poder de Jesús al caer a tierra sin el menor daño, Jesús responde con frases que pertenecen al capítulo sexto del Deuteronomio. El tema de este capítulo es la observancia del decálogo que fue formulado en el anterior, y especialmente el amor a Yavé. Allí se dice al pueblo: “Escucha, pues, Israel, guárdalos (a los mandamientos o palabras) y ponlos en práctica. Así te irá bien y te multiplicarás en esta tierra que mana leche y miel, como lo prometió Yavé, el Dios de tus padres” (Dt. 6, 3). Como se ve, la abundancia está ligada a la observancia de las diez palabras, o sea, a la práctica del don.

Luego, desde el versículo 10 al 19, el tema está centrado en el amor que se debe a Yavé, el único, con exclusión de todos los demás dioses. “Temerás a Yavé tu Dios, a él servirás e invocarás su nombre si debes hacer algún juramento. No vayas tras otros dioses… No pondrás a prueba a Yavé, como lo hiciste en el desierto. Guarda los preceptos, los mandamientos y las normas que te ha dado. Haz lo que es recto y bueno a los ojos de Yavé, para que seas feliz. Haz lo que es recto y llegues a tomar posesión de la espléndida tierra que prometió con juramento a tus padres, pues él destruirá delante de ti a tus enemigos” (Dt. 6, 13-14; 16-19).

Las tentaciones del demonio quieren sacar a Jesús de esta lógica del don, lógica comunitaria, según la cual los hombres deben vivir los unos para los otros, de acuerdo con las normas del berith. En este vivir de los unos para los otros, está el vivir para Yavé, el cual a su vez vive para la comunidad, para el pueblo. Todo esto es posible cumpliendo los mandamientos.

Jesús no ha de adorar un ídolo, el demonio que es aquí el poder y el prestigio, pues ello sería adorar a otros dioses frente al único Señor que solo puede ser Señor, paradójicamente en el espacio de la liberación que es mutuo don: no puede “tentar” a Dios queriendo utilizarlo para su beneficio personal, manipulándolo mágicamente. Jesús retoma la lógica del don a la que está prometida la “tierra que mana leche y miel”.

De esta manera él no renunció a todo poder, sino sólo al poder idolátrico, el de las clases dominantes, para optar por otro poder, el de Yavé, que solo se realiza en el seno del pueblo pobre, por cuanto Yavé, por medio del berith, sólo actúa por medio de su pueblo. Frente al poder que viene de arriba, el poder opresor que encierra en su diabólico circulo a quien lo toca, el poder que viene de abajo, poder liberador, el poder del amor de los oprimidos.

Es éste el poder del que hizo uso Moisés para liberar al pueblo hebreo. Él participa del poder de los opresores, pues pertenecía a la corte del faraón. Pero no pudo aprovechar esa situación para la liberación del pueblo oprimido. Para ello hubo de cambiar de lugar social, pasarse a los oprimidos. Allí encontró a Yavé y todo su poder liberador, con el cual pudo conducir al pueblo hasta las puertas de la tierra prometida.

Jesús expresó gráficamente este poder mediante la parábola del grano de mostaza: “Es semejante (el Reino de Dios) a una semilla de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra. Pero una vez sembrada crece y se hace más grande que todas las plantas del huerto. Entonces echa raíces tan grandes que los pájaros del cielo pueden refugiarse bajo su sombra” (Mc. 4, 31-34).

El grano de mostaza, “la más pequeña de todas las semillas”, es la práctica del pobre. Ésta es la más pequeña de todas las practicas. Está completamente desprovista de poder, de prestigio y de riquezas. ¿Qué se puede hacer con ella? Jesús descubre que esta carencia es meramente aparente, es un espejismo que se padece desde los sectores de la riqueza y el privilegio: que en realidad la práctica del pobre es poderosa, rica y prestigiosa. Tan es así que se siembra y luego se transforma en la planta más grande. Es decir, toda la sociedad resulta transformada por la práctica del pobre.

Ello es así porque en esa práctica, que brota del amor entre los pobres, del don entre ellos y con Dios, está presente Dios y todo su poder. Este poder no tiene las apariencias del poder de los ricos, los que viven según la lógica de la acumulación, pero en realidad es muchísimo más efectivo, tan efectivo que creará abundancia para todos y sobrará.

La práctica del pobre “es semejante a la levadura que una mujer mezcla con tres partes de harina, hasta que toda la masa fermenta” (Mt. 13, 33) o como “la sal de la tierra” (Mt. 5, 13). La levadura, en la medida en que realiza su trabajo con eficacia, desaparece, pero impregna, transforma toda la masa; la sal desaparece, pero impregna completamente el alimento. De la misma manera la práctica del pobre no tiene el brillo, el prestigio, la dóksa de la práctica de los líderes de los sectores dominantes.  Es humilde, se realiza comunitariamente, de forma escondida, pero tiene la máxima eficacia. Todo es transformado por ella. El Reino de Dios comienza a ser una realidad.

El poder como Diaconía

Naturalmente que esto conlleva una nueva concepción del poder. Jesús la explicitará a sus discípulos momentos antes de la insurrección popular en la que la pondrá en práctica, según la narración de Marcos. Mateo le da el mismo encuadre (Mt. 20, 20-28), mientras que Lucas sitúa la explicación en el contexto de la Última Cena (Lc. 22, 24-30). De cualquier manera, el contexto en los tres sinópticos es el que precede inmediatamente a los acontecimientos que precipitarán la muerte de Jesús –Mateo y Marcos- o se sitúa en el corazón mismo de los acontecimientos –Lucas-. Son los momentos decisivos en los que lo que Jesús hace y dice adquiere una relevancia especial.

Según el evangelio de Marcos ya se ha producido la decisión de Jesús de salir de Galilea, después del reconocimiento por parte de Pedro de su mesianismo (Mc. 8, 29-30) e ir a Jerusalén a enfrentar al poder opresor en su mismo centro. Evidentemente se está viviendo entre los discípulos un clima afiebrado. Se presienten grandes acontecimientos. Entonces se adelantan los hijos de Zebedeo –Juan y Santiago- para pedirle a Jesús los primeros puestos en la instauración del Reino que sin duda se siente cercana (Mc. 10, 35-40). Al enterarse los demás discípulos se enfuerecen contra los dos que se les habían adelantado (Mc. 10,41).

Entonces interviene Jesús expresando estos conceptos fundamentales en torno al poder: “Los que son tenidos por jefes (árchein) de las naciones, se enseñorean (katakyriéuousin) de ellas; y los grandes de entre ellos, ejercen poder (katekyriéuousin) sobre ellas” (Mc. 10,42). Ahora vienen las recomendaciones para los discípulos: “No así pues, será entre ustedes; sino el que quiera ser grande, será servidor (diákonos) de los demás: y el que quiera ser el primero de ustedes, será el siervo (doúlos) de todos: porque aún el Hijo del Hombre no vino a ser servido (diakonethénai) sino a servir (diakonesai)” (Mc. 10, 43-45).

Se está hablando del poder. Los discípulos disputan sobre la manera de ejercerlo cuando se instaure el Reino que presienten cercano. Jesús va a contestar sobre el mismo tema, explicando cuándo el poder es del demonio opresor, y cuándo es de Dios liberador.

En primer lugar, el poder opresor. Los términos mediante los cuales lo caracteriza son gráficos: “jefes”, traducción de un término griego (arché) que significa, por una parte, principio, causa primera, fundamento, y por otra, mando, dominio, autoridad. Evidentemente aquí la palabra está tomada en este segundo significado. Los jefes, dice Jesús, “se enseñorean”, se hacen “señores” es decir, dominadores, y “ejercen el poder”, esto es, oprimen. El jefe se hace “señor” (kyrios), ejerce el poder (eksousía), lo que equivale a oprimir. Todo esto es condenable. Jesús lo condena.

Después de la condenación viene la propuesta. El que quiera ser grande, primero, no se hará kyrios, sino doúlos –siervo-; no se hará arché sino diákonos –servidor-, de manera que no va a “enseñorearse” o a “ejercer el poder”, sino que va a “servir”.

Esto significa subvertir completamente los conceptos. Los antiguos conceptos de mando, dominio, señorío, son declarados odres viejos que deben ser tirados a la basura, y reemplazados por odres nuevos, cuales son los conceptos de servicio y diaconía. Entendidos estos conceptos en el contexto monista de los profetas, nunca pueden dar lugar a la monstruosa concepción dualista de dominar materialmente, efectivamente, para “servir” espiritualmente. Autoridades eclesiales embebidas de poder, prestigio y dinero pretenden ser “siervos”. Hasta los dictadores militares, asesinos y torturadores, tienen la pretensión de estar “al servicio” de los más altos intereses de la comunidad.

“El que quiera ser grande, será servidor (diákonos) de los demás: y el que quiera ser el primero de ustedes, será el siervo (doúlos) de todos: porque aún el Hijo del Hombre no vino a ser servido (diakonethénai) sino a servir (diakonesai)” (Mc. 10, 43-45)”

Insurrección popular y toma del Templo

El capítulo decimoprimero del evangelio de Marcos señala el final del camino que Jesús ha emprendido desde Galilea hacia Jerusalén, desde el momento del reconocimiento de su mesianismo por parte de Pedro (Mc. 8, 29-30). En las cercanías de Jerusalén se produjo la discusión sobre el poder que hemos comentado. A ella sigue la curación del ciego de Jericó (Mc. 18, 46-51), y luego viene el capítulo decimoprimero, con la entrada de Jesús en Jerusalén.

En Marcos 11, 1-3 se narran los preparativos clandestinos que ya hemos comentado, comparándolos con los de la cena. Todo se realiza según lo planeado (Mc. 11, 4-6), y, en consecuencia, “trajeron el asno a Jesús, le pusieron sus capas encima y Jesús montó en él. Muchos extendieron sus capas a lo largo del camino, y otros, ramas cortadas de los árboles. Tanto los que iban delante como los que seguían a Jesús gritaban ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que viene de nuestro Padre David! ¡Hosanna en las alturas!” (Mc. 11, 7-10).

Así entró Jesús en Jerusalén y se fue al templo, y después de revisarlo todo, siendo ya tarde, salió con los Doce para Betania” (Mc. 11, 11). Al día siguiente, al volver a Jerusalén, Jesús maldice a la higuera que no da frutos (Mc. 11, 12-14) y “llegaron a Jerusalén, y Jesús fue al templo. Ahí comenzó a echar fuera a los que se dedicaban a vender y comprar en el templo. Tiró al suelo las mesas de los que cambiaban dinero y los puestos de los vendedores de palomas, y no dejó que transportaran cosas por el templo. Y les hizo esta advertencia: “¿No dice Dios en la Escritura: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones”” (Mc. 11, 15-17).

Los sacerdotes jefes y los escribas al saber esto, se preguntaron cómo lo matarían: porque le tenían miedo, pues toda la gente estaba admirada de su doctrina (Mc. 11, 18-19.).

Esta sucesión de escenas culmina con la constatación de que la higuera maldecida se ha secado (Mc. 11, 20-26).

Varios puntos de suma trascendencia se presentan a nuestro análisis:

El centro de todo este relato lo ocupa la insurrección popular, conocida comúnmente como “entrada triunfal en Jerusalén”. El clima insurreccional no es nuevo en Palestina. Se lo vive desde el siglo II a. de C. a partir de la ocupación griega realizada por Alejandro Magno, y especialmente a partir de Antíoco IV Epífanes (175-164 a. de C.), rey seléucida que pretendió hacer perder al pueblo judío su identidad, para lograr la homogeneización del imperio.

Los libros de los Macabeos narran la atmósfera de insurrección que vive el pueblo, atmósfera que se continúa en la época de la ocupación romana, a partir del 63 a. de C., cuando Pompeyo se apodera de Jerusalén. Se suceden los movimientos mesiánicos, cuyos actores principales son los zelotes, que culminarán con los alzamientos del 66 y de 131 d. de C. cuando Pompeyo se apodera de Jerusalén. Se suceden los movimientos mesiánicos, cuyos actores principales son los zelotes, que culminarán con los alzamientos del 66 y de 131 d. de c. y la total destrucción y dispersión del pueblo judío.

La insurrección nos coloca en un clima apocalíptico y esto tiene extraordinaria importancia. Más adelante desarrollaremos ampliamente las características del movimiento apocalíptico, pero es necesario desde ahora tener presente que, si en toda la práctica de Jesús dicho movimiento tiene mucha importancia, encontrándose íntimamente relacionado con el profético, en las escenas estamos comentando adquiere una relevancia de primer orden, tanto que, luego de las discusiones con las autoridades del pueblo judío, Jesús desarrollará ampliamente su concepción apocalíptica de la realidad.

Jesús lidera esta insurrección montando un asno. Esto adquiere una significancia particular. No significa que Jesús esté contra la violencia. Un movimiento apocalíptico que esté en contra del uso de la violencia es un contrasentido. El uso del asno y no del corcel alude directamente al ideal de la confederación, cuando los campesinos israelitas luchaban en asnos, y el jefe circunstancial también iba montado en un asno, en contra de los ejércitos monárquicos que iban en corceles, como vimos.

Es este mismo ideal que había sido evocado por el profeta Zacarías: “Salta llena de gozo, oh hijo de Sion. Lanza gritos de alegría, hija de Jerusalén. Pues viene tu rey hacia ti; él es santo y victorioso, humilde y va montado sobre un burro, sobre el hijo pequeño de una burra. Destruirá los carros de Efraim y los caballos de Jerusalén. Desaparecerá el arco con flechas y dictará la paz a las naciones. Extenderá su dominio desde el mediterráneo hasta el mar rojo y desde el Éufrates hasta el fin del mundo” (Zac. 9, 9-10).

Aparece claramente la contraposición entre el asno del rey y los carros y caballos de los enemigos. El asno, símbolo de los campesinos, los pobres; y los carros y caballos, símbolo de los ejércitos monárquicos. Los pobres, liderados por su rey, vencerán a los ejércitos de las monarquías, y “desaparecerá el arco con flechas”, se inaugurará la paz del reino mesiánico.

La confederación campesina es comunista. Es el comunismo el que se pone en marcha con la insurrección. En efecto, un poco más adelante, en el capítulo decimocuarto, Marcos relatará la cena, el reparto del pan entre los pobres.

Hemos visto que los preparativos de la insurrección fueron clandestinos. Pero no es éste el único signo de clandestinidad que nos presentan los textos que estamos analizando. Después de entrar en Jerusalén y en el templo, “salió con los Doce para Betania” (Mc. 11, 11). Ya hemos visto que Betania es uno de los lugares donde Jesús se esconde. Finalmente, después de echar a los mercaderes del templo, “al anochecer salió de la ciudad” (Mc. 11, 19).

De día Jesús no tiene miedo, se mueve con libertad, porque tiene el apoyo del pueblo enfervorizado que, acompañándolo, ha experimentado el triunfo sobre sus odiados enemigos y opresores, al apoderarse del templo y arrojar de allí a los mercaderes, el negocio de los sacerdotes. Marcos relate que los sacerdotes jefes y los escribas “le tenían mucho miedo, ya que su enseñanza producía un gran impacto entre la gente” (Mc. 11, 18).

El problema era de noche, cuando la gente se retiraba a descansar. En esos momentos Jesús toma precauciones, sale de la ciudad que se ha tornado insegura y recurre a algunos escondites que tiene preparados. La clandestinidad es el lugar fértil donde germinan los apocalipsis. Es el contexto en el que es necesario leer el apocalipsis del capítulo decimotercero, junto al contexto clandestino de la comunidad romana a quien va destinado.

La insurrección que Jesús lidera tiene todos los rasgos de una insurrección zelote, apareciendo Jesús como un líder zelote. En efecto, la multitud gritaba “¡Hosanna en las alturas!” (Mc. 12, 20). “¡Hosanna!” significa “¡Sálvanos!”. ¿De quién? Si luego se habla de la instauración del reino davídico, evidentemente el pueblo clama a Jesús que lo salve de sus opresores, los romanos, y todos sus aliados internos.

El sentido es completamente claro. Pero aparece todavía con más claridad si efectivamente la traducción correcta no es “¡Sálvanos en las alturas o en los cielos!” sino “¡Sálvanos de los romanos!”.

Otro grito de la multitud era: “¡Bendito (eugeménos) el que vine en nombre del Señor (Kyrios)” y “¡Bendito (eugeméne) el reino que viene de nuestro padre David!” (vv. 10-11). Ya conocemos el significado de la bendición. En este caso sobresale particularmente su significado político. La bendición es el augurio de victoria sobre el enemigo, el romano y sus aliados.

Jesús viene en nombre del único Kyrios, el único Señor, y viene para instaurar el reino davídico. No podemos menos de notar aquí una contradicción entre el asno que monta Jesús y el único Kyrios en cuyo nombre entra en Jerusalén y toma el templo, por una parte, y la alusión al comienzo o restauración del reino davídico, por la otra. El asno apunta a la confederación en la cual no existía el Estado, es decir, la monarquía davídica, que se estableció en contra de los ideales libertarios e igualitarios representados por la antigua confederación. ¿Cómo se explica esta contradicción?

Su explicación no nos parece complicada si tenemos en cuenta que se trata fundamentalmente de un hecho político protagonizado por los zelotes. Evidentemente, la masa popular que sigue a Jesús está formada por elementos pobres, cuya expresión política más connotada era la de los zelotes. Por otra parte, los eslóganes que se agitaron: ¡Hosanna! ¡Bendito el Reino davídico que viene!, eran zelotes. Junto a estos estaba el grupo de Jesús. Este tiene un proyecto con características propias, distinto en varios aspectos del proyecto zelote.

El proyecto de Jesús está simbolizado por el asno, el de los zelotes, por la aclamación del reino davídico. Ahora bien, en todo movimiento político en el que confluyen fuerzas que tienen una gran franja de intereses comunes frente a un enemigo común, es natural que se expresen los matices distintos de los proyectos de las distintas fuerzas. En este sentido debe destacarse cómo Jesús no se mantiene en una actitud purista intransigente a nivel ideológico. Lo importante por el momento es enfrentar al poder opresor movilizando a todos los sectores populares. Además, como veremos, Jesús irá perfilando su estrategia a medida que el proceso avance.

“La confederación campesina es comunista. Es el comunismo el que se pone en marcha con la insurrección”

La maldición de la higuera que no frutos se produce en dos tiempos significativamente entrelazados con la toma del templo y la expulsión de los mercaderes. En efecto, Jesús la maldice –según el relato de Marcos- luego de la toma del templo al frente del pueblo, y el efecto de la maldición a los mercaderes. La expulsión de los mercaderes es la condenación de la religiosidad del templo con todo lo que ello significa – economía de acumulación, política de poder de las clases dominantes, religiosidad cultural, de la pureza-. Así como la higuera se secó después de la maldición, también acontecerá con el templo.

No caben dudas de que la higuera significa el templo. El texto subraya que “no era tiempo (kairos) de higos” (Mc. 11, 13), significando con ello que la maldición no está dirigida directamente a la higuera, sino a lo que ella representa, el templo. El que no da frutos es el templo. Los frutos que debiera dar son los de liberación del pueblo, realización de la comunidad de hermanos donde se reparta el pan, donde los hombres puedan amar los unos a los otros. En cambio de ello, sirve para legitimar la opresión y es su mismo centro, el lugar donde se guarda el tesoro que sale de las manos de los campesinos, el lugar donde los sacerdotes hacen sus negocios aprovechando el sentimiento religioso del pueblo.

Desde ese momento el templo ha sido condenado a la destrucción. Los sacerdotes jefes y los escribas lo supieron muy bien, por lo cual “buscaban como lo matarían” (Mc. 11, 18). El texto esta inmediatamente después de la expulsión de los mercaderes, e inmediatamente antes de la constatación del efecto de la maldición sobre la higuera.

Discusiones Ideológicas – políticas

En este contexto insurreccional, en presencia del pueblo enfervorizado por el triunfo sobre sus enemigos tradicionales se produce una acalorada discusión ideológica – política entre Jesús y representantes de los sectores dominantes. El evangelio de Marcos las distribuye a lo largo del capítulo decimoprimero, inmediatamente después de la expulsión de los mercaderes, y del capítulo decimosegundo. Las seguiremos en el orden en que las dispone el Evangelio.

Pero es menester, para interpretarlas correctamente, tener presente el contexto en el que se realizan y los objetivos que persiguen:

1. El contexto es el de un pueblo insurreccionado que se ha apoderado de la ciudad y del templo. La victoria que ha obtenido evidentemente no es decisiva, y los hechos lo probaran fehacientemente, pero en los momentos en que se produce la discusión se sienten vencedores, en situación de imponer condiciones. Las condiciones estarán teñidas por la exaltación que se vive en esos momentos.

2. El objetivo que persiguen tanto Jesús como sus enemigos es ganarse al pueblo, obtener su aprobación y la descalificación del adversario. Esto reviste importancia. Será necesario interpretar en cada intervención de Jesús el momento estrictamente político, dirigido a descalificar al adversario frente al pueblo, y el momento del mensaje, es decir, lo que Jesús quiere transmitir como fondo, como significado ultimo de su intervención.

En las intervenciones de Jesús siempre están presentes ambos momentos. Si se los tiene en cuenta, no se caerá en el error de dogmatizar lisa y llanamente sobre ellas. El pueblo, a su vez, interviene aprobando, desaprobando, aceptando, rechazando. Se vuelve a producir la actuación de los tres actores que hemos visto en el capítulo IV de la segunda parte.

Primera Escena: Legitimidad de la práctica de Jesús

Lo primero que entra en discusión es la legitimidad de la práctica de Jesús: “Se le acercaron los sacerdotes Jefes, los escribas y los ancianos” (Mc. 11, 27). Son los representantes de la totalidad de las clases dominantes, pues a todas ha dañado Jesús con su práctica.

La respuesta de Jesús contiene los dos momentos indicados, el político y el del mensaje, poniendo en primer lugar el político, pues se trataba de destruir el ataque que acababa de sufrir. En la pregunta – trampa que le hacen se supone que la legitimidad de la práctica de Jesús podía provenir de dos fuentes: o de la autorización recibida por parte de quienes podían autorizar en nombre de Dios, es decir, de parte de los componentes del Sanedrín –sacerdotes jefes, escribas y ancianos – o de una demostración de poder que hiciese Jesús para mostrar que actuaba en nombre de Dios.

“Son los representantes de la totalidad de las clases dominantes, pues a todas ha dañado Jesús con su práctica”

Evidentemente a Jesús no lo podía haber autorizado el Sanedrín, pues su actuación dañaba sus intereses; ni podía recibir autorización mediante la demostración de un poder que pertenecía a la lógica de la dominación, como ya lo hemos examinado a propósito de las tentaciones y de la “señal del cielo” que le pedían los fariseos.

El trasfondo, o sea el mensaje, que contiene la respuesta de Jesús es que su práctica está legitimada por Dios y eso aparece con claridad en cuanto el Bautista lo anunció como envidado por Dios; pero como Dios está presente en el pueblo pobre, se lo otorgó mediante el poder que le dio el pueblo.

Sin embargo, Jesús trasmite el mensaje políticamente, reduciendo al silencio a sus enemigos: “Jesús les contestó: Les voy a preguntar una sola cosa. Si me contestan les diré con qué autoridad (eksousía) lo hago: ¿El bautismo de Juan era del cielo o de los hombres?” Ellos comentaban entre sí: si decimos “del cielo”, dirá: “¿Por qué, pues, no creen en él?” Pero, ¿Vamos a decir “de los hombres”? Tenían miedo de la gente. Todos en efecto pensaban que Juan era verdaderamente un profeta. Por eso respondieron a Jesús: “No Sabemos”, y Jesús les contesto: “Tampoco yo les digo con qué autoridad hago estas cosas” (Mc. 11, 29-33).

Subrayamos que los enemigos de Jesús “tenían miedo a la gente”, al pueblo presente. Jesús, políticamente, les planteó una cuestión que ellos no podían resolver satisfactoriamente para sus intereses, por miedo al pueblo presente, Jesús, aquí, no es ni el “alma bella” ni “el profeta del amor acósmico”, ni el “rey de otro mundo”, sino el hombre que emplea la astucia para no caer en la trampa de sus adversarios y para hacer caer a éstos en la suya.

Segunda Escena: Los viñadores asesinos (Mc. 12, 1-12)

Avanzando en la discusión, Jesús comparó a las autoridades de Israel con unos viñadores a los que el dueño les alquilo su viña. Ellos intentaron adueñarse de ésta y mataron a cuantos el verdadero dueño envió para cobrar la parte de los frutos que le correspondía. Finalmente, el dueño manda a su propio hijo, quien corre la misma suerte.

El relato – parábola – termina: “Díganme, ¿Qué hará entonces el señor (kyrios) de la viña? Vendrá, dará muerte a esos trabajadores y entregará la viña a otros. ¿No has leído el pasaje de la Escritura que dice: la piedra que los constructores desecharon llegó a ser la piedra principal del edificio –(literalmente: cabeza del ángulo)? De parte del Señor se hizo esto y es cosa maravillosa a nuestros ojos” (Mc. 12, 9 -12).

Las alusiones eran de una claridad meridiana. El viñador es Dios. La viña es el pueblo de Dios, como ya lo hemos visto al comentar el pasaje de Isaías (Is. 1 – 7; 27, 1 – 13), que ha sido confiado a las autoridades. Éstas, en lugar de considerarse simples delegadas para cuidar, cultivar, limpiar y regar la viña, se consideraron dueñas y la explotaron. En consecuencia, Dios castigará a los culpables y pasará la viña a otros. La bendición, con todo lo que ella significa, pasará a otras manos.

La alusión fue comprendida sin lugar a dudas. “Pretendieron apoderarse de él, pero tuvieron miedo de la gente: comprendieron, en efecto, que la parábola se refería a ellos. Y dejándolo se fueron” (Mc. 12, 12). Jesús gana la discusión. El pueblo amotinado está con él. Sus enemigos temen al pueblo.

Todavía debemos remarcar dos elementos de esta escena: por una parte, que los otros a los que aquí se refiere Jesús son sin duda los paganos. El evangelista tiene en cuenta la comunidad de Roma a la que se dirige. Por otra parte, la figura de la viña para expresar al pueblo prepara el terreno para interpretar la célebre escena del “tributo al César”.

Tercera escena: El tributo al César (Mc. 12, 13-L7)

Viene luego la célebre y tergiversada escena del impuesto al César. La reproduciremos tal cual la relata Marcos, porque toca un aspecto importante del mensaje de Jesús. Además, es la escena que clásicamente se cita para probar la separación de lo político con relación a lo religioso. Es menester no mezclar los asuntos que se refieren a Dios con los que se relacionan con la política. De esta manera, por ejemplo, se pretende condenar a los cristianos, y sobre todo a los sacerdotes, que toman un compromiso activo junto a las clases populares.

El relato dice así: “Enviaron donde Jesús a algunos fariseos junto con partidarios de Herodes. Esa gente venía con una pregunta que era una verdadera trampa. Y dijeron a Jesús: ¨Maestro, sabemos que eres sincero y no te preocupas de quien te oye, ni te dejas influenciar por él, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios. Dinos, ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?¨ Pero Jesús, desenmascarándolos, les dijo: ¿Por qué me ponen trampas? Tráiganme una moneda para verla. Le mostraron un denario y Jesús les preguntó: ¿De quién es esta cara y lo que está escrito? Ellos le respondieron: Del César. Entonces Jesús les dijo: Lo que es del César, devuélvanselo al César y lo que es de Dios, a Dios. (Mc. 12, 13-17).

Para interpretar correctamente la escena es menester primero conocer la posición de los distintos sectores sociales frente al problema del impuesto, que era objeto de amplios debates en esa época en Palestina. En un extremo se ubicaban los zelotes, quienes en su estrategia de enfrentamiento al Imperio Romano incluían la negativa a pagar el impuesto. En el extremo contrario, los colaboracionistas en general – como herodianos, saduceos, sacerdotes- quienes propagaban que era necesario pagarlo. En el medio los fariseos, teóricamente pensaban que no había que pagarlo, pero en la práctica lo pagaban. Típico comportamiento de los sectores medios. Siempre incluimos a los fariseos entre las clases dominantes porque en la práctica su política dependía de la de aquellas.

Si nos fijamos bien en la respuesta que da Jesús a la pregunta tramposa que le dirigen los fariseos y herodianos, veremos que se centra en la imagen, en la cara del César. Siendo del César debe ser devuelta a él, es decir, debe ser arrojada fuera. En otras palabras, no hay que pagar el tributo. Rechazo abierto del impuesto y, en consecuencia, también de la ocupación.

Por otra parte, “lo que es de Dios, a Dios” ¿Qué es de Dios? La viña, el pueblo oprimido. Es necesario tener una práctica de acuerdo con la tradición profética, la del reparto del pan, la del óbolo de la viuda… y entonces el pueblo será de Dios. Jesús habla aquí del Dios de su práctica, el Dios de los vivos, del que tratará directamente en la próxima discusión. El Dios de la práctica de Jesús está diametralmente opuesto al César, el elemento central del poder económico opresor.

La pretendida separación entre Dios y política, entre lo religioso y lo político, no tiene ningún asidero en esta discutida frase de Jesús. De ninguna manera podría Jesús predicar una separación entre lo sagrado y lo profano, entre lo religioso y lo político, pues se inscribe plenamente en el ámbito de la tradición que, como sabemos, es monista.

Además, el contexto en el que se da la discusión coloca a Jesús en una posición totalmente contraria al dualismo de la interpretación tradicional. En efecto, Jesús viene de liderar insurrección política, de haber tomado el templo y arrojado violentamente a los mercaderes. Son hechos de denso contenido político. Poco después compartirá en una casa anónima, profana. Por otra parte, léase detenidamente no sólo el evangelio de Marcos, sino todos los demás evangelios, se verá a Jesús asumiendo un compromiso pleno, totalmente ajeno al contexto dualista de la religión.