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La violencia política ha escalado en Colombia durante la campaña electoral y ha adoptado formas de terrorismo características del pasado, tal vez como últimos coletazos de un viejo régimen que se resiste a desaparecer. El terror ha regresado al escenario urbano con extraños atentados con maleta bomba en Bogotá, y ha vuelto a irrumpir en el escenario rural bajo la forma de terrorismo de estado, concretamente en la región amazónica de Putumayo, donde el ejército asesinó a 11 civiles que disfrutaban de un festival bailable en el pueblo.

La colocación de una maleta bomba en lugares concurridos de la capital del país tiene un efecto claramente disruptivo sobre la normalidad de una campaña electoral; solo comparable al que produce la conmoción de una masacre de civiles perpetrada por un comando dirigido por un militar de reconocido historial en ejecuciones extrajudiciales de civiles inocentes, conocidas como “falsos positivos’.

Esta especie de vuelta al pasado se completa con la desatada intervención de grupos paramilitares en la campaña electoral. Tras las primeras amenazas del Clan del Golfo y otros grupos narco-paramilitares, aparecieron por diversos departamentos panfletos amenazantes de las misteriosas Águilas Negras dispuestas a “dar de baja” a líderes sociales, defensores de derechos humanos y dirigentes políticos, en este caso toda la plana mayor del Pacto Histórico.

Estos grupos criminales adquirieron notoriedad mediática incluso antes de la campaña electoral. En agosto de 2021 el Clan del Golfo amenazó a Carlos Caicedo, gobernador del departamento del Magdalena y líder del partido Fuerza Ciudadana, aliado del Pacto Histórico (PH). Desde enero de 2022 los paramilitares están también muy activos en el sur y la costa del Pacífico. A lo largo del mes de marzo aparecieron varios panfletos del autodenominado Bloque Occidental de las Águilas Negras en los departamentos del Cauca y Valle del Cauca, con amenazas de muerte a listados de dirigentes sociales.

En uno de los casos la amenaza de muerte se llegó a concretar, con el asesinato del líder indígena nasa Miller Correa el 14 de marzo, justo al día siguiente del histórico triunfo de la izquierda en las elecciones legislativas. Miller se desempeñaba como consejero de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN), era muy reconocido en su comunidad por su activismo ambiental y en protección de los derechos humanos e hizo campaña por el PH en las elecciones legislativas. Con su homicidio se registraron 14 asesinatos de líderes indígenas solo en el departamento del Cauca en apenas dos meses y medio, desde inicios de 2022. El 16 de marzo se conoció un nuevo panfleto en el que las Águilas Negras se responsabilizaron del asesinato de Miller Correa y amenazaron a otros líderes del pueblo Nasa: “Estamos cumpliendo nuestro comunicado anterior, ya comenzando a limpiar de líderes indígenas y sociales. No se la creían, ahí tienen a su líder izquierdoso Miller Correa en las cuatro tablas. Vamos a hacer masacres colectivas, no nos vamos a dejar doblegar por el llamado Pacto Histórico”.

Las Águilas Negras amenazaron después a Francia Márquez, candidata a la vicepresidencia por el PH. En un tuit del 4 de abril la lideresa afirmó: “Es la tercera amenaza que recibo en menos de un mes, también amenazaron a Gustavo Petro. Nos quieren imponer la política del miedo en Colombia. El cambio es imparable. Vamos a vivir sabroso hasta que la dignidad se haga costumbre. ¡Exigimos garantías para nuestro ejercicio político!”.

En el panfleto fotografiado que acompaña al tuit, puede leerse su nombre entre insultos malsonantes y amenazas de muerte, extensivas a decenas de líderes progresistas enumerados al pie del panfleto, incluido Gustavo Petro. El “comunicado” está firmado por un supuesto Bloque Capital de esta organización y fechado vagamente en abril. Los paramilitares hacen un llamado a “que todos los sectores que creen en la seguridad democrática se unan y eviten que el comunismo vuelva a Colombia una nueva Venezuela…” E<

s decir, sus ideólogos o titiriteros emplean el propio panfleto como táctica de deslegitimación política de las víctimas para excusar los crímenes. Además del grave intento de intimidación que suponen unas amenazas tan directas, es evidente que detrás de los autores hay un elaborado trabajo de Inteligencia (“de campo”, dicen en otro panfleto) para dar listados de dirigentes políticos y sociales de varias regiones del país.

Atentados con maleta bomba en Bogotá

Durante el mes de marzo de 2022 se produjeron dos atentados con potentes explosivos en Bogotá, los días 5 y 26 de marzo, contra sendos Comandos de Atención Inmediata (CAI) de la Policía Nacional. En la última de estas explosiones hubo dos víctimas mortales: un niño de 12 años y una niña de cinco, y otras 34 personas resultaron heridas. En el área circundante quedaron 60 viviendas con afectaciones materiales, lo que indica que se trató de una operación programada y ejecutada por una organización con cierto grado de infraestructura.

Simultáneamente, los propagandistas de la ultraderecha difamaron a la candidata a vicepresidenta por el Pacto Histórico, Francia Márquez, con fake news en las redes sociales, divulgando un supuesto mensaje suyo en el que justificaría que los CAI son “objetivos legítimos”. Con esta burda manipulación se pretendió arrojar dudas sobre la autoría de los atentados, insinuando que serían simpatizantes del Pacto Histórico. La propaganda uribista insiste en presentar sin fundamento a los candidatos de la izquierda como aliados de organizaciones guerrilleras, allanando el camino a las masacres y el asesinato de los líderes sociales que hacen campaña a su favor.

El contexto y desarrollo de los dos atentados contra los CAI es muy llamativo. Ambos se cometieron mediante el mismo procedimiento de dejar una maleta bomba en las proximidades de un CAI de Ciudad Bolívar, distrito del sur de Bogotá de estrato socioeconómico bajo. Solo hubo muertos y heridos entre la población civil. No hubo bajas policiales, aunque sí algunos daños materiales. En el segundo atentado, el más mortífero, quien dejó el explosivo en la parte trasera de la estación policial fue un sujeto encapuchado. El director de la Policía Nacional -el general Jorge Luis Vargas- afirmó que el autor intelectual del atentado era el jefe del Frente 33 de las disidencias de las FARC, Javier Alonso Veloza alias Jhon Mechas. Este habría subcontratado a otra organización ilegal -según Vargas, una banda de outsourcing criminal- para sembrar el terror en la capital del país.

Según el relato del ejército, el Frente 33 de las disidencias de las FARC se habría responsabilizado del atentado mediante un comunicado grabado en un video, en el que se afirma que la bomba formaba parte de una serie de acciones en “celebración de la muerte de Manuel Marulanda Vélez” (alias ‘Tirofijo’), a quien se dedica un caluroso homenaje; pero el orador da un giro inesperado y a continuación expresa una gran admiración por “la obra que emprendió el comandante Hugo Chávez Frías y que es continuada por el líder socialista camarada Nicolás Maduro Moro”. Ofrece a Maduro solidaridad y apoyo, además de mostrarse agradecido por “el reconocimiento que el pueblo de Venezuela hace al camarada Manuel [Marulanda]”. Firma el comunicado un supuesto “Estado Mayor de las FARC-EP” desde las “Montañas de Colombia”.

Por otra parte, aunque en los últimos tres años se divulgaron informes sobre la posible cooptación de bandas criminales de Ciudad Bolívar para realizar trabajos sucios a las órdenes de las disidencias, no es menos cierto que los informes de Inteligencia presentados a la Alcaldía por el ministerio de Defensa niegan que exista alguna actividad guerrillera en la ciudad. En cualquier caso, la onda expansiva de este evento y de su interpretación supone instalar en el espacio público la sospecha de una presencia guerrillera con capacidad operativa en Bogotá. La propia alcaldesa Claudia López asumió como propia la versión oficial de que el atentado había sido “planeado y ejecutado desde el Catatumbo por un grupo armado organizado, como el grupo residual frente 33 de las disidencias de las FARC”.

La percepción social de una hipotética irrupción de la guerrilla en el escenario urbano podría distorsionar los equilibrios políticos en plena campaña electoral, con especial impacto sobre los indecisos

La percepción social de una hipotética irrupción de la guerrilla en el escenario urbano podría distorsionar los equilibrios políticos en plena campaña electoral, con especial impacto sobre los indecisos, aumentando su desconfianza hacia el voto por candidatos progresistas que la derecha identifica como extremistas de izquierda.

En la segunda parte del video del supuesto comandante de las disidencias, que estaría grabada al día siguiente, se atribuyen acciones conmemorativas de la muerte de Tirofijo “a lo largo y ancho de todo el territorio del Magdalena Medio”, además de “actividades militares, de propaganda y culturales”, entre ellas la “activación de una carga explosiva en Ciudad Bolívar, en Bogotá, contra un CAI de Policía”.
Este video arroja dudas sobre su autenticidad. La hipótesis que lo sustenta es la bien conocida atribución de una alianza entre las guerrillas marginales de las FARC que no depusieron las armas y el gobierno de Venezuela, y la exageración de ese vínculo induce a sospechar que podría ser una operación de Inteligencia. Es bien conocida la permanente confrontación del gobierno de Iván Duque con el de Nicolás Maduro, incluyendo su participación en operaciones internacionales para derrocar al presidente venezolano. A los pocos días del atentado contra el CAI de Ciudad Bolívar en el que se quiso involucrar a Venezuela, Nicolás Maduro denunció nuevos planes del gobierno de Duque para “profundizar los ataques y actos de sabotaje” contra su país.

La masacre del ejército en Putumayo

El terror ensombreció primero Bogotá, pero mientras se realizaban los funerales de las víctimas en la ciudad, volvió a golpear con más fuerza si cabe a la población de una alejada región selvática. El 28 de marzo, el mismo día en que unos militares encapuchados dispararon a mansalva contra una caseta de feria masacrando a 11 personas en un poblado amazónico.

El Ministerio de Defensa afirmó de inmediato que los muertos eran integrantes del Frente 33 (o 48) de las disidencias de las FARC, comandado por Jhon Mechas: “En una operación conjunta 11 presuntos integrantes de la Segunda Marquetalia fueron dados de baja en inmediaciones del caserío Alto Remanso en zona rural de Puerto Leguízamo, Putumayo”, reza el pie de foto con la versión oficial distribuida a los periódicos por la agencia Colprensa, ilustrada con abundante munición de fusil que se presupone incautada al enemigo.

Esa misma noche el presidente Duque amplió esa explicación de los hechos: “Continúa la ofensiva contra estructuras narcoterroristas en todas las regiones del país. En operaciones de nuestra Fuerza Pública, se logró la neutralización de 11 integrantes de disidencias de las Farc y la captura de 4 criminales más en Puerto Leguízamo (Putumayo).”

En este fantasioso relato del presidente y los altos generales se han fraguado hasta los menores detalles de la supuesta operación militar, narrada por Duque como si él mismo la hubiera planificado: “Los sujetos abatidos forman parte del frente 33 de las disidencias de las FARC, cuyo cabecilla es alias John Mechas, el mismo que se ufanó de haber ejecutado el atentado terrorista contra el CAI de la Policía.” Además, afirmó que ese mismo jefe de las disidencias habría sido el responsable del atentado contra el helicóptero presidencial denunciado en junio de 2021 cerca de Cúcuta.

Según la explicación de las autoridades militares y policiales, que adoptó como propia el presidente, las ejecuciones extrajudiciales en Putumayo iban dirigidas contra las “disidencias” que se declararon responsables del atentado de Bogotá. Pero allí no había disidencias ni hombres armados, sino una fiesta popular que los francotiradores encapuchados del ejército convirtieron en un baño de sangre.

Aunque pueda parecer demencial, esto encaja perfectamente en la lógica de un ejército habituado a producir a cualquier precio los resultados inmediatos que esperan sus mandos. Por eso es transparente la denuncia de las organizaciones indígenas cuando advierten que con esta tragedia Colombia ha retornado al terrorismo de Estado de las ejecuciones extrajudiciales conocidas como “falsos positivos”.

A juzgar por los testimonios de la población -incluyendo los de familiares de los fallecidos- y de las principales organizaciones sociales presentes en esos territorios amazónicos, el Ejército inventó de cabo a rabo ese relato porque allí no había ningún guerrillero. La población estaba realizando un bazar para recaudar fondos comunitarios. El evento se convocó días antes como un “Gran Festival bailable” y se prolongó durante varios días. Entre los muertos reconocidos destacan el presidente de la Junta de Acción Comunal de la Vereda Remanso y su esposa, de la iglesia evangélica local, así como el gobernador del Cabildo Kichwa, Pablo Panduro Coquinche. También falleció un menor de 16 años. Hubo además cuatro heridos y varios desaparecidos, así como un desplazamiento de los habitantes ante la preocupación y el miedo que estos hechos causaron, según informó la ONG Indepaz.

La emisora W Radio transmitió por internet un programa audiovisual con testimonios de un editor-corresponsal presente en la zona, quien afirmó con rotundidad: “Las voces de la comunidad hablan de la inexistencia de un combate, hablan del desembarco de una tropa encapuchada que cometió la masacre” y aclara que según el testimonio de tres ONG “estos encapuchados se fueron en helicópteros del ejército”, aunque sobre el terreno dijeron pertenecer a las disidencias de las FARC. Aseguró además que no había evidencia concluyente de que los videos que presentó el ejército como pruebas correspondieran a ese momento y lugar.

Un comunicado de la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana (OPIC) reafirma la versión de los hechos dada por los testigos y plantea varias exigencias a las instituciones, entre ellas: “1. Al Ejército Nacional que cese de manera inmediata los homicidios a través de la modalidad de FALSOS POSITIVOS, de la población civil del municipio, y en especial en contra de la población indígena y sus autoridades. 2. Al Ministerio de Defensa para que se retracte de sus declaraciones y aclare que las personas asesinadas por el Ejército Nacional no era guerrilleros sino población civil.” En el punto 6 solicitan también a la Procuraduría General de la Nación “que investigue disciplinariamente a todos los funcionarios que participaron en este FALSO POSITIVO, incluyendo al ministro de Defensa Diego Molano”.

También se supo que el ejército habría presionado a sobrevivientes de la masacre, incluyendo heridos en los hospitales, para que firmasen unas hojas en blanco estampando sus huellas digitales.
A pesar de las pruebas y testimonios contundentes que sugerían lo contrario, el presidente Duque prosiguió su ciega defensa del ejército. Al tercer día de la masacre reiteró que “las personas abatidas en la zona rural se encontraban armadas” y las calificó como “delincuentes”. Aseguró también, sin dar nombres ni aportar imágenes, que “algunos de nuestros hombres claves fueron heridos en ese intercambio de disparos”. Ese mismo día, tanto la Defensoría del Pueblo como la ONG Human Rights Watch confirmaron que los muertos eran civiles, y exigieron a las autoridades judiciales esclarecer rápidamente los hechos.

La presencia del ejército en esos departamentos selváticos no es casual, sino permanente; pero las tropas no están allí para proteger a los más pobres. El Ejército de Colombia ha firmado varios contratos para la prestación de “servicios de seguridad” con empresas multinacionales extractivistas en el departamento de Putumayo. El equipo periodístico del portal colombiano Cuestión Pública reveló en una investigación conjunta con Mongabay Latam que se firmaron tres convenios entre el Ministerio de Defensa y la petrolera Amerisur-Geopark (acusada por las comunidades ante tribunales internacionales por sus vertidos contaminantes). El primero de ellos data de 2014 y fue por un valor de 157.000 dólares. El convenio se renovó sucesivamente cada dos años, en 2016 y 2018. Una parte del pago de la petrolera consta como gastos “destinados a bienestar personal” de los mandos militares. Al mismo tiempo, la compañía “ha sido señalada de posibles alianzas con disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para proteger sus proyectos de explotación”, según denuncias de familias desplazadas por estos grupos registradas por la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz.

Los investigadores señalan que en “las zonas de influencia de la compañía en las que el Ejército ejerció labores de protección” ha recrudecido la violencia: “Mientras la fuerza pública brindaba seguridad a la empresa, los resguardos eran víctimas de amenaza”, constatan.

Estas pruebas de connivencia entre el estamento militar y las compañías petroleras señalan que en el ejército prima, en las zonas rurales y selváticas, una función de milicia privada al servicio de los intereses de sus contratistas, por encima de su misión teórica y estatutaria como fuerza pública.