A lo largo de su vida republicana, los Estados latinoamericanos han aplicado diferentes enfoques de desarrollo. Estos se diferencian entre sí respecto a los roles del Estado, los sectores productivos a privilegiar, el grado de apertura y de inserción en la economía mundo, pero todos comparten dos rasgos clave: a) poner en el centro la pretensión de un crecimiento económico ilimitado, y b) el desprecio hacia la naturaleza, los saberes ancestrales y la economía del cuidado.

En Latinoamérica -y América Central no es la excepción-, los alcances de las estrategias de desarrollo económico han sido magros y volátiles. Un factor que condiciona el desempeño de estos países es la forma en que se insertan en la economía mundo, la cual los torna muy vulnerables al deterioro de los términos de intercambio. Lo que se ve en las relaciones centro-periferia no es la posibilidad de convergencia, sino la dependencia estructural. La división internacional del trabajo presiona a la mayoría de países a ser proveedores de materias primas o de fuerza de trabajo barata. Desde el apogeo de las cadenas globales de valor en los años 90, pocos países periféricos han logrado ascender dentro de las cadenas productivas.

En general, los países del istmo centroamericano no han alcanzado un desarrollo económico que se combine con justicia social. En verdad, ni lo uno ni lo otro se ha logrado de forma sostenida. Los malos resultados obedecen a restricciones externas y a una mala gestión del margen de maniobra nacional. Además de los déficits sociales, Centroamérica enfrenta desde hace décadas una creciente huella ecológica y mayores riesgos por la acción del cambio climático. Esto incorpora un desafío de primer orden: alinear las políticas socioeconómicas a los límites ecosistémicos.

“La alteración de los umbrales de seguridad ecosistémica compete a todos y amerita responsabilidades comunes”

La discusión política de los temas ambientales ha sido insuficiente. A comienzos de los años 60 y principios de los 70 se comenzó a alertar sobre los límites biofísicos de los modelos de desarrollo que priorizan el crecimiento, pero en Centroamérica la discusión no prosperó. Las conclusiones del Informe del Club de Roma (1972) fueron rechazadas por las elites de toda la región latinoamericana. El argumento era que el Informe reñía con la aspiración de los países pobres de alcanzar el bienestar de las naciones más desarrolladas. Sin duda, se incurre en un doble rasero si se pide a los países menos favorecidos los mismos sacrificios que se deberían exigir a los países más ricos. Sin embargo, la alteración de los umbrales de seguridad ecosistémica compete a todos y amerita responsabilidades comunes, debidamente diferenciadas según las capacidades y condiciones de cada país.

Con la Cumbre de Río en 1992 se abrió un espacio para introducir la cuestión ecológica en las políticas públicas. Sin embargo, el abordaje privilegió la sustentabilidad débil -en el fondo seguía primando la economía sobre la ecología. Por esta razón lo que se dio fue una sectorización de las iniciativas ambientales. Desde los años 90, en Centroamérica el modelo económico más bien intensificó los extractivismos. 

En América Latina conviene distinguir entre los perfiles de América Central y Sudamérica. Si bien la primera es una región muy biodiversa, posee mucha menor dotación de materias primas estratégicas -hidrocarburos, cereales y recursos mineros. Esto motivó que su apuesta de inserción basada en la explotación de la naturaleza se reforzase con la explotación de la fuerza de trabajo en el sector de maquila textil y ensamblaje ligero. Ambas estrategias han sido insuficientes para alentar rubros incluyentes y creadores de empleo digno. Por el contrario, sus efectos refuerzan la concentración de la riqueza, la dualidad productiva y graves impactos ambientales. En suma, ambas apuestas favorecen: a) que una alta proporción de la población no absorbida por los sectores dinámicos se ocupe en empleos precarios y de baja productividad, y b) una constante presión sobre los bienes naturales para ponerlos al servicio de las industrias extractivas.

Las elites centroamericanas suelen ser buscadoras de rentas y procuran la captura estatal para asegurarse contratos y laxitud tributaria, laboral y ambiental. Por su parte, la mayoría de las empresas transnacionales que operan en el istmo se aprovechan de esos Estados débiles para maximizar la tasa de ganancia. Durante el siglo XXI, los sectores que más han crecido suelen ser que los que exportan materias primas y los que exportan bienes y servicios desde las zonas francas y, a nivel interno, los servicios en telecomunicaciones, finanzas, energía, principalmente. El crecimiento de la mayoría de estos rubros, en especial los ligados a la exportación, es volátil y, sobre todo, presenta pocos nexos con el resto de sectores. Aún en las economías más robustas -Costa Rica y Panamá- se nota un débil vínculo de los rubros más dinámicos con aquellos en los que se ocupa la mayoría de la población. Esto provoca altos niveles de pobreza, desigualdad, despojo territorial y una presión migratoria en el llamado CA4 (Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua). Perversamente, las remesas de los migrantes contribuyen al enriquecimiento de las elites que controlan la intermediación financiera y el comercio de importación.

En el año del bicentenario de la mayoría de las repúblicas centroamericanas se constata que el modelo de desarrollo no da para más. El estancamiento y las regresiones superan los avances. La pandemia profundizó la vulnerabilidad de las sociedades centroamericanas. Esto explica en buena medida la pérdida de legitimidad de los gobiernos. En el balance, las amenazas superan a las oportunidades; por eso el desafío consiste en transformar los peligros en oportunidades. La profundización de la exclusión social y la magnitud de los riesgos ambientales justifican un punto de inflexión.

Hay que alinear las iniciativas internacionales por un mundo más justo, próspero y sustentable con esfuerzos nacionales y regionales. Para ello se necesita ampliar una demanda social que incida de lleno en la agenda política. Por ahora, la mayor parte de los partidos políticos distan de estar comprometidos con una transformación integral. Mientras tanto, la demanda ciudadana luce muy fragmentada. Conviene fortalecer las demandas de las organizaciones de base territorial, las que históricamente han resistido y han propuesto alternativas frente a la acumulación por desposesión. Ahí parece estar la semilla de un cambio de enfoque sobre el bienestar, la economía y la ocupación del territorio. La economía tendría que ser vista como un subsistema dentro de la sociedad y los ecosistemas. En lugar de la acumulación desmedida de riqueza, las actividades económicas deberían enfocarse en la satisfacción de necesidades sustantivas de la población.

Centroamérica todavía está a tiempo de reorientar su trayectoria. El dividendo demográfico favorecerá a la mayoría de sus países dentro de los próximos 20 a 30 años. Pero para aprovecharlo hay que aumentar la inversión en las capacidades de las personas de la mano con una reconfiguración de los sistemas productivos -al servicio de la gente y en armonía con los ecosistemas. Para ello se ocupan políticas y hábitos que transformen las relaciones de producción y consumo. No se trata de idealizar algún tipo de pasado, sino de buscar equilibrios entre la tradición y el saber contemporáneo. Por cierto, un cambio en esa dirección no es viable a partir de la acción asilada de los Estados, se requiere la acción colectiva regional y del Sur global para influir en las arenas internacionales y, en consecuencia, redefinir en forma justa y sustentable el marco de las relaciones económicas.