Las luchas transformadoras en América Latina tienen que ir más allá de la búsqueda de victorias electorales, para lo cual es preciso transgredir los espacios democráticos existentes, caminar al ritmo que caminan las mayorías populares y acompañar sus formas de lucha.

1.- Con los pobres de la tierra

 

El próximo 26 de enero de 2022 se cumplirán 127 años desde que José Martí formulara un concepto que adquiere mayor relevancia en estos complejos momentos de crisis global: “Patria es Humanidad, es aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer”. Como hijos e hijas de la Patria Grande, de la América Latina que nos vio nacer y nos hermana, suscribimos el sentido de su pensamiento, al mismo tiempo que nos reconocemos en el compromiso de clase contenido en su verso inmortal: “Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar”.

 

Hermanados en esta noción de humanidad que nos otorga Nuestra América, comprometidos con la suerte de los pobres del continente, entendemos que la defensa de la humanidad pasa hoy por enfrentar, todas y todos unidos, la crisis multifacética que golpea a nuestros pueblos. Si bien en lo inmediato la crisis detonó por la pandemia de Covid-19, en realidad lo que vino a poner en evidencia fue una profunda crisis económica y de valores democráticos y civilizatorios del sistema, que se acumulaban desde hace más de una década.

 

El panorama internacional se caracteriza en esta coyuntura por señales contradictorias y encontradas, en especial en nuestro continente, donde a la vez que presenciamos la emergencia de gobiernos progresistas y de izquierda, vemos retrocesos en los espacios sociales y políticos previamente conquistados por los sectores populares y el resurgimiento de corrientes conservadoras, algunas de las cuales no ocultan lo retrógrado de su pensamiento.

 

Ante esta disyuntiva, frente a esta contradicción, algunas corrientes de la izquierda y el progresismo sugieren como respuesta abandonar las propuestas programáticas con mayor contenido de clases, es decir, las que generan más disenso, y desplazarse a posturas más cercanas a las actuales tendencias conservadoras del sistema internacional.

 

Si bien podemos respetar esa posición y reconocer el derecho que tienen esas corrientes a desplazarse hacia un centro, que progresivamente deriva hacia la derecha, nuestra propuesta es contraria a esa estrategia.

 

Pensamos que las tendencias conservadoras deben ser enfrentadas con fuerza y determinación desde la izquierda, desde una izquierda renovada, unitaria y plural, que encuentre en una sólida política de principios la fortaleza para hacer frente a las tendencias fascistas que se esconden en el falso discurso neoliberal, que defiende una democracia fracasada y anacrónica.

 

El complemento ineludible de esta postura de izquierda está en el compromiso con las reivindicaciones específicas de los movimientos sociales y sumarse a sus movilizaciones y protestas. Al respecto, los partidos políticos de izquierda debemos dejar atrás la idea de conducir los movimientos sociales. Debemos avanzar de manera unitaria en compartir banderas y líneas de acción, consensuadas en direcciones colectivas y con decisiones democráticas. Estamos desafiados a superar la tendencia histórica de pensar el cambio revolucionario basados más en el partido revolucionario que en la clase.

 

El adversario común, en esta lucha en defensa de la humanidad, es el imperio norteamericano que busca desesperadamente recuperar su postura hegemónica modificando las tendencias de la globalización y las reglas internacionales, porque las actuales no sólo no le sirven, sino que lo llevan progresivamente a una crisis terminal. Por eso es que la democracia sólo es válida para el imperio cuando sus resultados le son favorables. En caso contrario, prefiere los golpes de estado de todo tipo, las acciones intervencionistas y desestabilizadoras y las sanciones económicas extraterritoriales.

 

Por estas mismas razones es que los sectores hegemónicos de nuestros países se convierten nuevamente en réplicas nacionales de la política estadounidense, cómplices de sus violaciones al derecho internacional e instrumentos de su intervención antidemocrática. La decadencia imperial, encabezada en este momento por Biden y los Demócratas, se expresa con mayor fuerza en América Latina, convertida en zona de repliegue de sus intereses geopolíticos, y hace prever una agudización de su injerencia.

 

Creemos que las tendencias mundiales más disociadoras se expresarán con intensidad en América Latina. Las contradicciones se van a exacerbar en nuestros países por el estrecho margen de recuperación del modelo neoliberal dentro de su normatividad. En su imperiosa necesidad de supervivencia, el neoliberalismo, entendido, más que como una propuesta económica, como un proyecto de dominación, trasciende sus propias fronteras legales, miente, transgrede derechos, viola acuerdos y recurre al chantaje y el uso de la fuerza en una reedición de “la política del gran garrote”.

 

Aunque en la actualidad conceptos como “dialéctica” suelen ser entendidos como obscenos, la coyuntura en nuestro continente califica exactamente como dialéctica. Por un lado, están todos los intentos de los gobiernos que quieren superar la crisis pandémica buscando que el costo lo paguen las y los trabajadores y las clases medias, y que el capitalismo depredador y sus beneficiarios no tengan que ser afectados en sus intereses. Por el otro, están los amplios sectores de la población que reaccionan con legítima violencia presionados por el deterioro acelerado de sus condiciones de vida y la incapacidad institucional para ofrecer soluciones.

 

En el ámbito electoral esta contradicción se expresa por las altas tasas de abstención y por la deriva de sectores despolitizados hacia posiciones francamente fascistas. También merece un análisis más detallado el creciente rechazo generacional a participar en las modalidades tradicionales de la vida política y la búsqueda de otras formas de militancia y/o incidencia en la vida de la sociedad.

 

Sectores juveniles, de extracción popular o con sentido de clase, en lugar de militar en partidos prefieren enfrentar el discurso mediático de la derecha recurriendo a la velocidad de la tecnología digital para proponer, rechazar o apoyar reivindicaciones específicas. Es una especie de militancia que combina el uso intensivo de las redes sociales con actos de protesta callejera que se caracterizan más por el elevado grado de violencia y rechazo del sistema que por una organización con visión a largo plazo.

 

Gramsci plantea que el moderno príncipe no puede ser una persona, o un héroe personal, sino un partido político, organismo social complejo en el que se inicia la concreción de una voluntad colectiva reconocida, y cuya historia no se reduce a la historia de restringidos grupos de intelectuales o a la biografía de una sola personalidad.

 

En las actuales condiciones de la lucha de clases, y por el carácter que ha tomado con el surgimiento de nuevos actores sociales del cambio, el moderno príncipe colectivo debe encontrarse tanto en los partidos políticos como en los movimientos sociales, donde sea la retroalimentación permanente lo que otorgue el carácter transformador y democrático. En los largos ciclos del proceso histórico, los principios deben ser entendidos como provisorios en sus formulaciones, ya que fueron pensados para un estadio de las relaciones sociales que se modifican con el tiempo. La fortaleza ideológica no debe confundirse con el dogmatismo. La fortaleza ideológica consiste en ser capaz de adecuar los principios al momento histórico sin traicionar su esencia.

 

De los fracasos institucionales señalados tendrán que responder las instituciones y sus personeros. En lo que a la izquierda latinoamericana respecta, tenemos que hacernos cargo de nuestra incapacidad para proponer políticas concretas, paradigmas económicos y sociales que den vida a nuevos modelos claramente alternativos a los que se fragmentan y destruyen el tejido social porque se niegan a desaparecer.

 

El progresismo latinoamericano, por ejemplo, ya dio lo que podía dar y encontró sus dificultades y fracasos justamente porque el modelo que proponía tenía demasiadas dependencias y similitudes —políticas y económicas— con el sistema que estaba supuesto a modificar, incluido su distanciamiento de los sujetos sociales que lo habían llevado al gobierno, los cuales se percataron de sus limitaciones. Las derrotas electorales, como las ocurridas en Argentina, tienen sus raíces en esta disyuntiva no resuelta.

 

Un somero análisis de las reivindicaciones expresadas en las calles de Chile, Ecuador, Colombia y Perú, entre otros países del continente, indica claramente que las nuevas generaciones se manifiestan contra el deterioro del medioambiente, a favor de la paz, contra la degradación de la Justicia y el irrespeto a los Derechos Humanos. Sus consignas se expresan a favor de los derechos específicos de la mujer y por la más irrestricta libertad en materia sexual, reproductiva y de género.

 

La agudización de la explotación y la violencia del sistema que le acompaña, anuncian nuevas explosiones de rebelión popular y el iracundo reclamo de un nuevo concepto de democracia, que deberá ser deliberativa, descentralizada y realmente representativa. Una democracia que no sea funcional al sistema capitalista y que sea capaz de escuchar los reclamos de los nuevos actores sociales, los generacionales, de género, de afrodescendientes y de pueblos originarios. Una democracia donde la sociedad sea capaz de autogobernarse, regularse y normarse por sí misma.

 

Es verdad que estamos ante una crisis, que en sentido gramsciano se expresa porque “la clase dominante ha perdido el consenso.” Es decir, que ya no es dirigente, sino únicamente dominante: detentadora de una fuerza coercitiva pura. Bolsonaro, Piñera y Bukele nos facilitan la explicación.

 

La crisis orgánica de una clase o grupo social sobreviene en la medida que ésta ha agotado todas las formas de vida implícitas en sus relaciones sociales, pero, gracias a la sociedad política y a sus formas de coerción, la clase dominante mantiene artificialmente su dominación e impide que la remplace el nuevo grupo de tendencia dominante: “la crisis orgánica consiste en que lo viejo no muere y lo nuevo no puede todavía nacer”.

 

Si coincidimos con este diagnóstico, las tareas de la izquierda latinoamericana y caribeña consistirían en esforzarse porque lo viejo termine de morir, en lugar de aceptar sus promesas de reformas bien intencionadas, que sólo le dan oxígeno en su agonía. Como complemento ineludible está el impulsar el nacimiento de lo nuevo, entendiendo que “lo nuevo” es el socialismo adaptado a las características actuales de nuestro momento histórico: un socialismo que combata la burocracia y las tendencias centralistas y que haya sacado las lecciones apropiadas de los fracasos que lo precedieron.

 

Asumida esa tarea estratégica como imperativo, nos planteamos la pregunta: ¿es la democracia actual, vigente en su letra, en sus mecanismos y en su espíritu, instrumento suficiente para transitar hacia una nueva democracia y nueva sociedad? Desde nuestra óptica la respuesta es negativa, porque consideramos que la democracia imperante hace parte de “lo viejo que no termina de morir”.

 

Nos debatimos en la paradoja de aspirar a un nuevo modelo de sociedad y a un nuevo sistema recurriendo a un instrumento electoral anacrónico y cuyas debilidades quedan expuestas cada vez que hay comicios. Y aun en el supuesto de que esa democracia abriera un proceso de transformación, que la incluye, disputar y apropiarse de la hegemonía no es un proceso único que se resuelve de una vez y para siempre, sino un proceso que debe renovarse constantemente durante la lucha y después que los sectores populares acceden al poder.

 

Esta hegemonía debe expresarse en un proyecto histórico, nacional y popular, entendido el pueblo como la sumatoria de todos los nuevos sujetos sociales contemporáneos. Debe, además, generar una democracia que represente a todas y todos los ciudadanos. El nuevo poder conservará su legitimidad si es capaz de representar la voluntad colectiva nacional y conservar ese atributo en las diversas etapas de ejercicio del poder adquirido.

 

2.- Elecciones dentro de una crisis de la democracia en América Latina

 

Por lo anteriormente señalado, pensamos que las elecciones en Chile, así como las de Argentina, Nicaragua, Venezuela, Honduras y otras deben ser analizadas en un contexto regional. En la actualidad las elecciones se interrelacionan, ya sea por efectos de vecindad, por identidades previas entre países o por intromisión de EEUU, que intenta uniformar sus intereses bajo un parámetro común.

 

Las democracias latinoamericanas, construidas para sostener y justificar un modelo económico capitalista global, resienten en su funcionamiento y estructuras la crisis del sistema. Por lo mismo, atraviesan una coyuntura de crisis profunda: sus instituciones resultan incapaces de identificar y dar espacios a las demandas ciudadanas. Por el contrario, empeoran los desequilibrios e inequidades.

 

Los gobiernos y las grandes corporaciones, enfrentadas a un contexto económico de bajo crecimiento o estancamiento, recurren a violentar sus propias normas, encapsulan la democracia en procesos electorales controlados y abandonan y/o sabotean cualquier forma de participación de las y los ciudadanos en el rumbo de sus gobiernos y el uso de la riqueza producida.

 

Como ya hemos señalado, las deformaciones de las democracias latinoamericanas explican la aparición de nuevos sujetos y fuerzas políticas sociales emergentes, decepcionados por el modelo democrático, que buscan cambiarlo por sistemas participativos y que pongan un alto a los excesos de los poderes legislativos y judiciales, en especial cuando se trata de gobiernos de corte progresista.

 

Bajo las banderas de la democracia pregonada por EEUU, entre el 2000 y el 2010 se dio un marcado giro a una matriz y un modelo económico neoliberal que resolvió los problemas de las oligarquías y consolidó un modelo funcional a los intereses del capitalismo. Ese modelo no resolvió los problemas estructurales del continente y fue hundiendo progresivamente a las clases trabajadoras latinoamericanas y caribeñas en la sobreexplotación, la pobreza, el desempleo y, lógicamente, en la ira y la desesperación.

 

Los partidos políticos sufrían una progresiva crisis de representación, mientras perdían contacto con la ciudadanía. La desconexión entre las sociedades latinoamericanas y el sistema democrático se tradujo en estallidos de frustración social: desde el “que se vayan todos” (Argentina, 2001), al movimiento de los “forajidos” (Ecuador, 2005) y a la “rebelión de los pingüinos” (Chile, 2011).

 

El contexto económico negativo y la espiral de demandas sociales no atendidas provocaron en 2019 una oleada de protestas de alcance regional y nuevos episodios de frustración social, especialmente en las nuevas clases medias, sumamente vulnerables, lo que desbordó a los débiles sistemas democráticos, con aparatos estatales envejecidos y sistemas de partidos fragmentados.

 

Esto lleva a un momento que llamaríamos de “democracias asimétricas y obsoletas”: asimétricas porque responden a las necesidades de un sector minoritario de la sociedad, que busca a cualquier costo mantener el poder y que se distancia de la mayoría de la población que produce la riqueza, pero no logra cuestionar la hegemonía; y obsoletas, porque son democracias cuyas instituciones y procedimientos se consolidaron en un momento histórico ya superado y donde sus propios progenitores, persuadidos de que ya no sirven, sólo las mantienen como discurso electoral anquilosado, pero en los hechos las reemplazan con mecanismos coercitivos y decisiones autoritarias.

 

Las democracias latinoamericanas no canalizan las demandas ni encuentran soluciones a la creciente frustración social. Lo que hacen es desarrollar alternativas políticas demagógicas y autoritarias, con modelos alejados, incluso contrarios, a los valores democráticos (respeto al adversario y aceptación de los resultados).

 

La deriva autoritaria no es patrimonio de ningún grupo concreto del espectro político o ideológico. Los nuevos caudillismos buscan demoler las estructuras institucionales, limitando la capacidad de control de los otros contrapoderes, especialmente el judicial y el legislativo. Su estrategia se expresa de diversas maneras: fortalecimiento de liderazgos caudillistas, ataque a los medios de comunicación y menosprecio creciente de las instituciones.

 

A esto se suman otros mecanismos, cada vez más activos tales como control de la información, especialmente en Internet y las redes sociales, para abortar las protestas de sectores no organizados ni alineados.

 

En casi dos años de pandemia se profundizaron problemas económico-sociales y político-institucionales preexistentes. La pervivencia de problemas estructurales (avivados por la mala coyuntura económico-social y acelerados por la pandemia) y las estrategias de los nuevos actores políticos emergentes que han roto o se han alejado de los consensos político-institucionales tradicionales y de lealtad al sistema, están poniendo en evidencia las debilidades de las democracias latinoamericanas.

 

En ausencia de bases sociales o partidarias consolidadas, los caudillos buscan apoyos en otros organismos e instituciones. Entre esos apoyos resalta el de las Fuerzas Armadas, que por su nivel de organización y amplia presencia, no sólo están siendo utilizadas para funciones clásicas como las de la seguridad ciudadana, sino que en países como Brasil y El Salvador están cumpliendo otro papel más político.

 

América Latina estaba pasando y continúa en un período de altos niveles de crítica a la forma como existe y se desempeña la democracia, justificada la decepción por su mal funcionamiento en cada país. Al mismo tiempo, las redes sociales cumplen un papel de altavoz y de amplificación de la crispación y polarización.

 

Como consecuencia de esta coyuntura y de la crisis de los partidos políticos, la ciudadanía busca otras alternativas para solucionar sus demandas (corrupción, problemas económicos y de seguridad ciudadana). Aquí es donde estamos convocados a hacer una evaluación de los recientes procesos electorales del continente.

 

3.- Cuando votar no es elegir y ganar no es vencer

 

Nuestra intención no es analizar los resultados de las elecciones que cierran el año 2021, ni hacer comparaciones entre las cifras de cada ejercicio. Ya hemos señalado que consideramos que se dan en el marco de una democracia en crisis y donde las reglas del juego hacen que no sean respetuosas de las voluntades mayoritarias. Además, de cada caso particular los propios partidos y candidatos han hecho públicas sus valoraciones.

 

Nuestro propósito es insistir en la falta de representatividad de las y los electos, en la adulteración de los resultados electorales mediante la propaganda que acompaña las candidaturas, en la injerencia extranjera que descalifica a candidatas y candidatos, y en la capacidad de los medios de comunicación de hacer de los comicios un duelo de marketing donde la verdad resulta ser un aspecto colateral.

 

Queremos llamar la atención sobre ciertas regularidades que se dan en los procesos electorales y que constituyen un llamado de alerta.

 

Una de ellas es que detrás de las candidaturas encontramos conglomerados políticos, alianzas o coaliciones que presumen de pluralidad, pero que, a mi juicio, más que plurales son multiclasistas, es decir, que su sello distintivo no está dado por la sumatoria de organizaciones con proyectos políticos similares, sino porque detrás de una candidatura se agrupan tendencias de diversa índole ideológica, que suman fuerzas en función de crear mayorías artificiales.

 

Más que tener un programa común, tienen un objetivo común: derrotar al adversario acumulando más votos que él, impedir la continuidad de un proyecto de gobierno del cual son oposición y/o alcanzar el poder para posteriormente repartírselo en función de los votos y el apoyo material que cada uno de sus componentes portó para alcanzar el triunfo.

 

Peor aún, las oposiciones derrotadas en los procesos electorales se niegan a reconocer que perdieron y recurren a métodos desestabilizadores para oponerse a quienes resultaron vencedores. Bolivia desde hace tiempo y Perú recientemente, dan cuenta de esta regularidad, donde el concepto de oposición es reemplazado por el de conspiración. Imposible no reconocer detrás de esa conducta un proyecto continental originado en el imperialismo estadounidense, que se niega a perder presencia y control sobre los sectores hegemónicos tradicionales.

 

Por esto es que consideramos que votar no es elegir. Una parte de la población con derecho a voto no lo ejerce, ya sea porque ninguna de las candidaturas representa sus intereses, porque con la abstención quieren expresar un rechazo al sistema en su conjunto, o simplemente porque no se interesan en participar, desde su condición de ciudadanas y ciudadanos, en los destinos políticos del país por la vía de las urnas. Quienes votan, salvo un núcleo duro militante, eligen “un producto” presentado en un envoltorio de promesas y buenas intenciones que no tardan en desaparecer. Ocurre entonces el milagro bíblico, pero a la inversa, y el vino termina convertido en agua.

 

Muy preocupante también resulta el “ajuste de la agenda”. Se convierte en una práctica desalentadora que, a poco de haber logrado una victoria electoral, los vencedores modifiquen sus propuestas de campaña, retrocediendo sobre puntos de contenido democrático y popular. Especial importancia tienen los casos de Pedro Castillo en Perú y Xiomara Castro en Honduras respecto a la convocatoria a una Constituyente.

 

En ambos casos, lo sostuvieron durante su campaña y, a poco andar de su victoria electoral, lo eliminan de su proyecto, dando poca o ninguna argumentación que justifique la marcha atrás. El tema es muy sensible ya que, dentro del estrecho margen de la institucionalidad de las actuales democracias, utilizar el bono democrático que otorga una victoria electoral para avanzar a una Constitución moderna y de contenido popular, representaría sin duda un avance democrático. Es utilizar los espacios existentes de la vieja democracia para crear una nueva institucionalidad.

 

Así entonces, abandonar las banderas de una reivindicación de amplios sectores de la ciudadanía y renunciar a dotarse de una Constitución actualizada, es querer avanzar hacia una nueva sociedad recurriendo a instrumentos viejos, lo que hace dudar de los posibles resultados.

 

Otro elemento de reflexión es que las recientes campañas electorales y sus discursos expresan un distanciamiento entre los contingentes ciudadanos que proclaman sus necesidades con protestas callejeras y las candidaturas progresistas y/o de izquierda. Allí están contenidas varias incomprensiones.

 

Por un lado, los partidos y organizaciones no se percatan de que los sectores movilizados en las protestas callejeras desconfían de ellos y del sistema de partidos en su conjunto. Por el otro, al proponer los partidos que las reivindicaciones se canalicen por medio de una lucha electoral, hacen que los movilizados sientan que no están representados y, más bien, concluyan que los partidos cierran filas y se aprovechan del sistema.

 

Esa suerte de “desautorización” de las formas de lucha callejera y el imperativo a respaldar una fórmula electoral, explican en parte situaciones como la primera vuelta de las presidenciales en Chile, que sorprendieron por una notoria diferencia de participación entre las votaciones que llevaron a la Convención Constitucional y el respaldo a la candidatura de Gabriel Boric.

 

Así como los gobiernos progresistas, más allá de sus buenas intenciones y deseos de cambio, se distancian de sus bases en el ejercicio del poder adquirido, también hay una desafección mutua entre las candidaturas y los movilizados.

 

Esto nos lleva a unas primeras conclusiones provisorias:

 

Las luchas transformadoras en América Latina tienen que ir más allá de la búsqueda de victorias electorales, para lo cual es preciso transgredir los espacios democráticos existentes, caminar al ritmo que caminan las mayorías populares y acompañar sus formas de lucha.

 

Entender las batallas electorales como un paso táctico y no como un fin en sí mismo.

 

La futura democracia latinoamericana y caribeña no surgirá de los resultados de las urnas. Será resultado de que los partidos políticos de izquierda se reencuentren en una batalla común con las masas movilizadas en el continente.